23 de agosto de 2009

Perspectiva


Untitled, foto de Gottfried Helnwien

Perspectiva

Alejandro Luque

Volver es posible, aunque la exactitud de los aparatos guarde todavía la elegancia y la sobriedad del error caprichoso: año más, año menos. Después de todo, el tiempo nunca dejará de ser ese enemigo imaginario que nos controla la vida. Volver y reafirmar lo que sucedió en algún momento del pasado, hoy, es tan real como la ilusión que uno pudo tener de chico de que las líneas paralelas se cruzaban en algún punto.


¿Seis? ¿Siete? Carezco de los elementos tópicos para definir con certeza cuántos años tengo ahora que he vuelto. Sin haber perdido la conciencia de la cuarentena, tampoco puedo dominar como a un títere a ese que soy más de tres décadas hacia atrás en el tiempo. De hecho, el objetivo es justamente lo contrario. Volverme la criatura de aquel entonces para asegurarme luego de que todo se perpetrará.

Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

21 de agosto de 2009

Afuera


Afuera
Alejandro Luque


El beso rápido y superficial como los de las viejas publicidades nos alcanza cuando uno de los dos cierra la puerta del placard luego de haber colgado por enésima vez las trazas estereotipadas del engaño. “¡Hola!”, decimos al unísono, desembarazándonos de las manchas que pesan en el seno de una intimidad igual de forzada que civilizada. Desde la consecuencia de eventos automáticos que se establecen estratégicamente para durar, el otro va a la cocina a tomar un sorbo de agua mineral que diluya la saliva del tercero. El primero aprovechará para entrar en la habitación y mudarse de las escamas que crecen cuando se repta sobre otras sábanas. Atestiguamos como zombis, una vez más, la resistencia al cambio. Rondamos nuestra relación como dos fantasmas que se aferran a su propia muerte a toda costa; y acompañándonos nos desencontramos en justificaciones mutuas.

El amor había partido una tarde de nuestro otoño perenne por la misma puerta insulsa que usábamos para escaparnos por la mañana del mundo de la cohabitación condescendiente. En aquel momento uno de los dos habrá preguntado por protocolo “¿Qué tal el trabajo?” para que el otro respondiera por primera vez con el monosílabo de rigor mientras buscaba el control remoto del chupete electrónico. Luego el horno a microondas habrá oficiado de cocinero en aquel mundo de tiempos falsos y demasiado exhaustos; la mesa, de la excusa plana y sin relieves; y la habitación, de cofre que guarda ansiolíticos y forros, que cobija el sexo por decoro y calendario y que fermenta oscuridades.

Así comenzamos a volver puntualmente a la morada para castigarnos minuciosamente por nuestras infidelidades implícitas. Uno de los dos retiraba los platos y los cubiertos, el otro los lavaba, y cuatro manos enajenadas y desemparejadas secaban y ordenaban. Quedaba el zapping sobre el sillón Stark que nos abrazaba con el diseño obstinado de sus mil seiscientos dólares en veinticuatro cuotas. Luego el rito de acostarnos, de refregarnos el uno contra el otro y de volver a firmar el contrato, “Te amo”, “Yo también”, “Ponete el látex”, “Ya está”. Finalmente quedaba fingir la unión y la constelación: desposeer y alejarse. “¿Acabaste?”, “No, abrite más, que así no puedo”, “¿Así?”, “Sí”. Sentir sobre la piel y las entrañas, sobre las dos pieles y las dos entrañas, el silencioso rechazo acordado a dúo.

Ahora, el primero que ponga los pies en el suelo frío tendrá derecho a ducharse antes y a dormirse sin necesidad de preguntar o de responder. El segundo ganará acceso directo a la heladera y podrá capturar algo dulce; luego usurpará la sala y el home theater para brindarse un buen vaciamiento profiláctico de la conciencia; y por último tendrá vía libre para declamar en lenguaje de texto las diferencias ineluctables.

Todo seguirá así, hasta llegar a ese momento en el que los fantasmas se cansarán de los ectoplasmas del amor y se materializarán en entes mudables que parten. Mientras tanto, sólo nos queda saborear el encuentro con los espectros que nos esperan al otro lado de la puerta indefectiblemente insulsa.

16 de agosto de 2009

El Exorcismo De Agnès


Chamán shipibo-conibo, foto del blog Mauvais Esprit

El
exorcismo de Agnès
Alejandro Luque

El joven, de unos veinte años, yacía postrado e inconsciente en una hamaca que colgaba de dos arbustos a la derecha, según se entraba al albergue del chamán. Como cada choza de la tribu de shipibos, la del sanador consistía en una pared continua y circular de adobe cubierta por haces de hojas secas y con una abertura que daba al norte, en dirección del río sagrado. La única diferencia con las otras era su posición central en la aldea. La oscuridad de la noche paría batallones implacables de insectos alados que si no se estrellaban aturdidos contra quien estuviera fuera de su mosquitero terminaban achicharrados en las lenguas de fuego que escupían las fogatas. La humedad que exudaba el río Ucayali era insoportable. Combatiendo a cuatro manos esas penumbras infestadas, Agnès se acercó una vez más hasta el muchacho. Enjugó el sudor de su frente, constató la inflamación de los ganglios sublinguales y le tomó el pulso. Le costó encontrarlo. La piel del joven seguía ardiendo, su respiración estaba agitada y entrecortada; y el cuerpo cubierto de ramas, de hojas y de restos secos de mejunjes que olían fuerte, parecía un saco de arena olvidado. Calculó que si la fiebre no descendía antes de la mañana, el joven terminaría como un vegetal que serviría para el festín de todas las alimañas del lugar. Volvió a la tienda de campaña y comenzó a escribir unas líneas en su cuaderno de notas.

El brujo se sirve de una mezcla de hojas y flores secas que cuece durante horas en agua proveniente de lugares específicos y soleados del río. Filtra el cocido y prepara una pasta que luego usa para untar el pecho del enfermo. Confirmo que no es ayahuasca, ya que los ramos colgados a la entrada de la choza me indican que se trata, fundamentalmente, de tres especies vegetales: Eucalyptus botroyoides, Anadenathera peregrina y Datura toe. Como ya he informado, esta tribu hace barrera a las infecciones pulmonares con las esencias del eucalipto rojo. No cabe duda de que las flores narcóticas del “floriopondio” (la Datura) sirven para calmar al enfermo. En cuanto a la función del “yopo” (la segunda especie), tengo mis dudas. Sobre este árbol -raro en la región- valdría la pena centrar algún estudio adicional.

Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

15 de agosto de 2009

Piel Simple


Fotomontaje del biologuero

Piel simple
Alejandro Luque


Harto de tanto desencuentro individualista en mis relaciones urbanas, me pagué un pack de fin de semana all inclusive a Marruecos. Oferta razonable para la época del año, agente de viajes recomendado por serio, hotel discreto en la vieja medina del norte –o sea lejos del centro insoportablemente turístico con spa personalizado en la habitación. Las fotos de la publicidad podían mentir, pero ya sentía que mi cuerpo disfrutaba el reposo sobre la cama morisca justo debajo de una ventana en ojiva con vista a un patio interior. Pago en línea, billete electrónico, y la valija de rigor con dos cambios de ropa de verano, un libro y mis notas. La ciudad me regurgitó la noche del jueves y desapareció de mi existencia. 

Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

13 de agosto de 2009

Dorita Ojos De Hambre


Manifestación (1934) - Antonio Berni

Dorita ojos de hambre

Alejandro Luque


Aquella mañana se respiraba una mezcla extraña de tensión y determinación en el aire. Doña Idelma iba y venía chancleteando por el patio, un mate con poca yerba en la mano y el “porca miseria” que portaba en los labios y ofrecía cada dos frases que intercambiaba con los inquilinos.
–¿É usté, don Anyelo, anque lei v’andare? – me preguntó con los ojos casi desorbitados y la mano extendida, sin avanzar un centímetro más allá del vano de la puerta de mi habitación.
–Sí, doña Idelma –respondí mientras me levantaba del camastro para aceptar el mate. Y cuantos más seamos los que gritemos nuestra miseria, mejor –agregué.
–¡Porca miseria, mío filio! É molto pelicoroso perque la polítcia di capi vano lei rompere la testa –sentenció casi con lágrimas en los ojos.
–¿Para qué le sirve la cabeza al que se está muriendo de hambre, doña Idelma? –repliqué devolviendo el mate. ¡Gracias!
–¡San Yenaro benedeto! ¡Guardate a loro, porca miseria! –rogaba al aire mientras volvía a atravesar el patio con los ojos llenos de lágrimas.

Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

Realmente Podrido


Realmente podrido
elale


La sensación es casi siempre la misma: la inseguridad de la realidad que, al cabo de un rato, se vuelve contundente. Las imágenes se repiten con su parsimonia elocuente, y la angustia late esa fibrilación que me hace estar casi sin ser, justo al principio. ¿Hace falta decir que la mano sale por entre el abrigo de las sábanas para apagar el despertador antes de que emita su puteada insoportable? ¿No es evidente para todos, o casi todos, que lavarse los dientes y tirarse agua en la cara para diluir las lagañas, sean actos automáticos que la memoria puede recrear como realidades? ¿No es eso, la conciencia de estar “procediendo como siempre”, lo que nos asegura de que estamos vivos? Después de todo, si uno vive en el mismo techo que otra persona, la simple falta de rutina es la señal de alerta. Uno no corre el riesgo, en esos casos, de ser encontrado duro y lleno de moscas porque un vecino avisara a los bomberos por el olor in-so-por-table.

Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

¿Por Qué, María?




María terminó por desbordar los meandros de su cordura para navidad. Comenzó por rehuir del agua y a dormir acurrucada en un rincón de su habitación. Al escuchar el barullo de aquel año nuevo salió a la calle con un viejo rifle y se puso a amenazar a los paseantes. “¿Por qué?”, inquiría sin dejar de apuntar vacíos hacinados de probabilidades. El arma, de tan arrumbada, se había olvidado de cómo disparar. Así los vecinos le perdieron miedo y se acostumbraron a esquivarla. Y desde aquellas fiestas, cada Nochebuena María salía de su casa descalza, en camisón y armada de su escopeta oxidada. Vagaba por Santa Polola preguntando, “¿Por qué?”. Nadie nunca le respondía; no fuera a ser que se tratara de una aparición.

8 de agosto de 2009

La Leyenda Del Viento


Foto encontrada en la red

La leyenda del Viento

Alejandro Luque


Phebeas O'Reilly no tenía pata de palo, ni parche en el ojo, ni garfio por mano. Sin embargo, poseía un curioso papagayo originario de las islas Maldivas, cuyo mar circundante fue uno de los primeros que este bucanero surcó en sus mocedades. Como el ave no hablaba, nunca tuvo un nombre, pero los tripulantes de la flota lo llamaban el “húo de Neptuno”. Justo antes de las tormentas, el ave solía exaltarse y proferir incansablemente el extraño graznido de ¡huuúoóooh, huuúoóooh! Hay quienes aseguraron que el papagayo era la mano derecha del demonio, y que el mismo demonio no era otro que O’Reilly.

Según se cita en “Las Crónicas Marítimas del Sur”, Phebeas fue un despiadado y solitario lobo de mar que vestía de negro y blanco. En varios partes de la Armada Real de Hyspania, se mencionan los atracos sangrientos de un bucanero del norte apodado “el Orca”. Sir Barnes Baring, en su magnífico “Archivos de la Piratería en los Mares del Imperio”, asocia de manera indiscutible a la persona de Phebeas O’Reilly con el misterioso “el Orca”: …como asediaba los mares con su flota de tres navíos inseparables –el Viento, el Este y el Quizá- lo apodaban “el Orca”. (…) Constan en los registros de la prisión de la isla Victoria las confesiones detalladas del tránsfuga contramaestre del Este que confirman esta aseveración.

El Orca conformó la que habría de ser su flota implacable luego de obtener un importante botín de oro que transportaba un navío de la corona portuguesa. Según confirma un parte de la corte marítima de Portugal, el navío a mando de O’Reilly cañoneó y averió definitivamente la fragata de su Real Majestad a la altura de Cabo Verde. Luego del abordaje, el pirata incautó todas las posesiones en metal, como también el negrerío [sic] de esclavos que se transportaba con destino al mercado de Lisboa. (…) La insignia, propiedad de su Majestad, fue hundida. Hasta ese momento, la actividad de Phebeas no comprometía los intereses de la otra corona, la británica. Por lo que es de comprender la ausencia de registros en los primeros tiempos de la vida de este pirata.

Todo hace pensar que el Orca y su escuadra fueron los responsables del hundimiento de “La Gracia”, una insignia británica que transportaba oro y esclavos de las Américas, y la hija del Cónsul Británico en Monterrey. La joven, Margaret Philips, prometida a un noble londinense fue dada por muerta a falta de pedido de una recompensa. Pero el contramaestre del Este ha dejado testimonio de su cautividad en el Viento ya que el capitán del navío solía atravesar su cubierta con ella cuando la mar no estaba brava. Sin dudas, la mujer se convirtió en un sostén para O’Reilly: …preparados para abordar el navío español, la Señora convenció al capitán de hundirlo sin tomar posesión del metal.

No resulta comprensible aún el sentido de los movimientos del Orca y sus navíos. Hay quienes afirman que las rebeliones en las islas de Australia tienen que ver con la llegada de la flota de O’Reilly a esos mares, pero al mismo tiempo se cita la presencia del pirata en las inmediaciones de Samoa y abordajes poco creíbles en las regiones marítimas de Papúa y Seychelles. Pero algo inesperado debió de acontecer al norte de las islas Comores, ya que en esa época la actividad de Phebeas y su flota se vuelven caóticas.

Hay testimonios que afirman -entre ellos, los del contramaestre del Este- que el asalto a un bergantín con el nombre de “La Argentina” hirió mortal e inopinadamente al Viento, y que en aquel asalto Margaret perdió la vida. Otras fuentes hablan de la decadencia de O’Reilly, enceguecido por aumentar sus cuantiosos tesoros. Como sea, el Orca emprendió retirada y se refugió en el puerto natural de Anjouan. Parece ser que es allí donde enterró gran parte de su tesoro y el cuerpo de Margaret. El contramaestre del Este dice: … El Orca se volvió lánguido y extremadamente iracundo. (…) Lo obsesionaban los brujos locales y sus visiones. Jamás se separaba del “Húo de Neptuno” y solía increparnos violentamente para terminar de reparar al Viento. (…) Nunca volvió a hablar de la Dama, pero todos sabíamos que el golpe había sido certero en el alma de nuestro capitán. (…) En el último consejo de guerra, condenó a pasar debajo de la quilla del Quizá a siete tripulantes. (…) Solo y descontrolado, el Orca nos exigía, a cambio de tesoros imaginarios, seguirlo ciegamente.

Cuenta una leyenda que el Orca contrajo por aquella época la fiebre del sueño y estuvo al borde de la muerte. Cuando se despertó, comunicó a su equipaje que había visto una ciudad de cristal y plata con altísimas cumbres al otro lado del océano. Sabía que se trataba de un viaje largo y que lo único que sabía hacer era apoderarse de los tesoros que acaparaban los otros. Así el comandante del Viento comenzó su legendaria travesía. El primer navío de su flota en amotinarse fue el Este. Quizá lo siguió, y entre ambos rescataron los tripulantes del Viento.

El Orca y su papagayo se perdieron definitivamente cerca de las Azores. Los marinos supersticiosos aún temen encontrarse con el Viento cuando, a cada tormenta, escuchan filtrarse por las escotillas el fantasmal ¡huuúoóooh, huuúoóooh! premonitorio.

Pasión De Malevos

Pasión de malevos
Alejandro Luque


Todos en Santa Polola estábamos pendientes de los encuentros entre el Chulo y el Tajo. Manifiestamente se odiaban y parecía claro que no había lugar para los dos en el pueblo. Quien más, quien menos vaticinaba un final de sangre. Cada uno por su lado se pavoneaba con las putas del caserío y bastaba que se cruzasen sobre la misma vereda para que los facones encandilaran las vista de los paseantes y los ponchos flamearan en el aire. Como dos gallos se medían y amagaban el ataque, pero casi siempre se contenían. Así, cada pareja seguía su viaje dejando a sus espaldas una tensión que se podía palpar.

Una noche de luna tramposa los encontró a ambos en el bar del turco Sulimán. Recuerdo que el Chulo estaba en la barra tomando una caña cuando escuchó el grito camorrero del Tajo que se le venía al humo por la espalda. En un segundo se trenzaron. Sulimán se agarró la cabeza mientras los malevos rompían mesas, copas y botellas al rodar por el piso como dos sanguijuelas con fuego en la piel. Aquella vez el Chulo le marcó el brazo al Tajo y éste logró ensartarle la hoja en la oreja al otro. Cuando vi que Sulimán sacó su bufoso salí corriendo y me escondí en la suite al costado de la barra. En segundos el bollo de malevos entró catapultado a la habitación. No se percataron de mi presencia mientras seguían su baile de niños envueltos sobre el piso del bulo. La puerta se había cerrado y atrancado durante la pelea; por detrás se escuchaban las puteadas del turco. Aún rodaban su abrazo cuando los quejidos se transformaron en risotadas. El facón dispuesto en la mano del Tajo casi me encegueció con el reflejo de la luna espía. Se había montado sobre el tronco del Chulo y lo inmovilizaba con sus piernas. Pero no fue el filo del arma blanca el que se descargó sobre el cuerpo apresado.

El beso fue profundo como la noche y sin afrenta. Cuando el turco logró derribar la puerta, el Tajo salió volando por la ventana, y la sonrisa del Chulo, que lo siguió en la carrera, se le congeló en la cara al descubrirme agazapado en el rincón.

No los volvimos a ver aunque las malas lenguas nunca dejaron de murmurar que los dos malevos seguían jugando su pasión inconfesable al otro lado de la sierra.

Diferenciación Terciaria



Diferenciación terciaria

Alejandro Luque


Por mucho que la mujer que más amaba en el planeta intentaba consolarlo, Walter se hundía en una depresión sin salida. En menos de un mes su pene había perdido casi dos centímetros en reposo, y más de seis durante las cada vez más raras erecciones. El urólogo, la oncóloga y el fisioterapeuta intranquilizaban aún más con sus gestos inocultablemente azorados; proponían incomprensibles tratamientos hormonales y el implante quirúrgico como última alternativa. Cuando decidieron ir a ver al curandero de Sierra de la Ventana, los testículos de Walter ya se habían reabsorbido casi completamente al punto de que la bolsa escrotal, replegada en dos como un capullo, recubría una excrecencia del tamaño de una perla. El curandero ahumó la habitación y preparó una mezcla de hierbas que olía muy mal. Su mujer fue quien las recogió como a su marido para llevarlo de regreso al coche.

Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

No Ver Los Pies


No ver los pies
Alejandro luque

La primera vez, no levantó los ojos por convicción sino por instinto. Allí estaban Casiopea y la cabeza de la Hidra brillando con indiferencia inmutable. Así sintió Adèle la confirmación de su insignificancia en el mundo, de la insignificancia de todo el mundo por debajo de las estrellas.

Dos lunas antes, una mujer muy joven había llegado hasta ella con su hijo, de unos tres años, morado y con los miembros sacudiéndose de forma alocada. Adèle lo tomó en sus brazos y corrió al estanque. Una luna llena se asomaba por encima del bosque, y la tarde de un cielo de verano consumía los últimos rayos de sol que rebotan en la piel del agua. La “curadora” clamaría después que, al sumergirla, la criatura había escupido un espíritu en forma de nube. Volvió con el niño que recobraba sus colores humanos y le dio de beber la pócima a base de mandrágora y tomillo que siempre tenía preparada. Era la fuente de todas sus curaciones. Ofreció a la madre una bolsa de lienzo repleta de hierbas y las indicaciones precisas de cómo hacer la infusión y cuándo administrarla. La mujer recuperó a su vástago y partió sin decir una palabra.

Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

Rosa De Los Vientos



Rosa de los vientos
Alejandro Luque


Él se había acostumbrado a la improbabilidad del amor. Ignorando vestirse, se metió dentro de un traje azul y negó su imagen en el espejo. Partió al casino, olvidándose la esperanza en algún rincón sombrío.

Ella apostaba al amor en las probabilidades de todos los juegos. Sus manos eran como su perfil: diseños magníficos. Los ofrecía a quien supiera valorarlos, mientras que sus dedos hacían con las fichas ademanes deliciosos sobre el paño verde musgo.


Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

6 de agosto de 2009

Hiroshima Y Nagasaki

El hongo atómico sobre Nagasaki
Hiroshima y Nagasaki
AL
La mañana del 6 de agosto de 1945 estaba despejada. El cielo abierto por encima de Hiroshima dejaba prever ataques aéreos, por lo que una parte de la población ya había sido movilizada hacia el norte luego del ultimátum de Postdam (en la pluma y voz de Truman, que el imperio Nipón decidió ignorar). Una parte. Pero a Hiroshima también llegaban refugiados de otras regiones y el vital aprovisionamiento.

La estimación oficial del número de personas presentes aquella mañana en la ciudad y las islas del delta del Ota varía según las fuentes: de 150.000 a más de 250.000. Un B-29, el Enola Gay, largó el arma de destrucción masiva con corazón de uranio sobre el centro de la ciudad a las 8 y cuarto de la mañana. El aparato explotó a menos de 600 metros del suelo, justo por encima del hospital Shima. “Una enorme burbuja de gas incandescente de más de 400 metros de diámetro se formó en unos segundos, emitiendo una poderosa irradiación térmica.

Debajo del hipocentro, la temperatura de las superficies expuestas a esa radiación alcanzó valores cercanos a los 4000 °C. Hubo incendios que se iniciaron incluso a varios kilómetros del epicentro. Las personas expuestas a este rayo ignominioso se quemaron. Aquellas protegidas al interior o por los edificios fueron aniquiladas o heridas debido a las proyecciones que trajo la poderosa onda de choque unos segundos después. Vientos de 300 a 800 km/h devastaron las calles y las casas.

El largo calvario de los sobrevivientes recién comenzaba cuando el hongo atómico, que aspiraba el polvo y los escombros, todavía continuaba con su ascensión de varios kilómetros. “Un enorme incendio generalizado se dispersó rápidamente con picos extremos de temperatura en varios lugares. Si la explosión no tocó algunas zonas, éstas tuvieron que afrontar segundos después el diluvio de fuego causado por los movimientos intensos de las masas de aire perturbadas.

Al observar los efectos de la explosión el copiloto del Enola Gay, Bob Lewis, pronunció la famosa frase que quedó registrada en el archivo de vuelo: “¡Dios mío! ¿Qué hemos hecho? Aunque viviera cien años quedarán en mi espíritu por siempre estos pocos minutos”.

El número real de muertos aquella mañana nunca se conocerá. Las cifras cambian según quien las emite. Así se calcularon, en el momento, de 70.000 a 80.000 muertos por la explosión, la onda de choque y la tormenta de fuego, y un número equivalente de heridos. Pero análisis más recientes confirman cifras que duplican las anteriores.

Un segundo ultimátum fue emitido por los norteamericanos el 8 de agosto, que fue igualmente ignorado por Hiroito, especulando con la ayuda de las fuerzas rusas que nunca llegaría. A las 11 horas y 49 minutos de la mañana del 9 de agosto de 1945, otro B-29, el Bockscar, dejaba caer sobre Nagasaki, uno de los puertos más importantes al sur de Japón, la segunda arma de destrucción masiva con corazón de plutonio y un poder devastador superior a la anterior. 

La bomba atómica explotó a menos de 500 metros del suelo, y el hongo de la deflagración se elevó a una altura de 18 kilómetros. Una vez más, el número de víctimas es aún oficialmente incierto aunque las cifras del momento se evaluaron en 35.000 muertos y un número equivalente de heridos. Análisis más recientes calculan que los decesos en Nagasaki sobrepasaron la cifra de 60.000.

Entre los sobrevivientes a las dos explosiones se han identificado y registrado más de 300 tipos de cáncer, y más de doscientos de leucemia que, indudablemente, habrán aumentado el número final de muertos luego de los atraques.

Los ataques nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki son, hasta hoy, los únicos llevados a cabo con fines bélicos sobre poblaciones civiles.

Algunas fuentes: 
-Schull W. The somatic effects of exposure to atomic radiation: The Japanese experience, 1947–1997. PNAS, 1998. 95(10): 5437–5441.

3 de agosto de 2009

presa


Foto de este lugar

presa

Alejandro Luque

frío blanco cueva negro silencio
hambre fatiga sueño vigilia miedo
brasa aullido eco
silencio silencio


Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

El Error

Tumba de la familia Raspail - Père-Lachaise, París

El Error
ADL

Se despertaba por instinto antes de las Laudes y miraba el reloj. Con delicadeza retiraba la sábana que cubría su cuerpo con ese gesto conocido que repetía cada noche, cinco minutos antes de las tres. Entonces sus pies desnudos tocaban la laja gris de la celda. En invierno, la planta de los pies comunicaba el dolor lacerante del frío al hueso. En esos momentos sor Sixta levantaba la mirada y agradecía al Cristo sobre la cabecera de su catre. Para evitar la seducción de la tibieza del verano, solía desperdigar granos de maíz por el suelo. De pie, frente a la única silla en el reducto, se quitaba el camisón de algodón y los cinturones con púas de plomo. Siempre con los ojos cerrados se embutía en su sotana negra y se calzaba con su único par de zapatos, demasiado 33 para su torturados 37. Besaba la cruz colgada en la pared y acomodaba su propio crucifijo en la oquedad del pecho seco. Diez minutos después salía de su celda y bajaba las escaleras, a oscuras y con sigilo, hasta el refectorio.

Una vez en la cocina podía observar el seminario curial a través de la ventana, justo en frente del claustro. Allí esperaba la señal. Ésta llegaba como una insinuación desde las profundidades de la oscuridad en la que el portal del huerto que daba al cementerio, casi imperceptible a esas horas de la madrugada, cambiaba de un marrón profundo a un negro aterciopelado. Sixta, entonces, abría la puerta de la cocina, se persignaba, la cerraba a sus espaldas y corría en dirección del olivo del huerto. Con luna llena o nueva, sequía o nieve, el olivo era el milagro de la abadía: siempre con hojas y fértil. La sombra de Sixta en la noche era su disfraz más cómplice. Del olivo al portal del cementerio sólo había diez pasos.

El rosario colgado en el portal abierto era la señal para avanzar sin peligro. Del otro lado del muro quedaba por franquear las tumbas y la plazoleta de San Francisco para alcanzar el mausoleo episcopal. Allí estaría él, esperándola como cada noche. Juntos se volverían a reunir para cumplir con el pacto que hubieron sellado diez años atrás. En las insospechables profundidades del edificio mortuorio, se encontrarían cara a cara, una vez más, sin poder calmar la excitación.

–¡Querida Sixta!...
–¡Hermano Pablo!...
–Vía Jesús.
–Amén.

Como después de cualquier misa Pablo se quitaba la faja violeta que sostenía la cintura de su sotana; Sixta su tocado negro con los ojos siempre cerrados. Envolviendo sus manos con todas esas telas, Pablo corría la pesada lápida de la fosa que escondía un pasadizo secreto, y ambos bajaban por la escalera para llegar al sótano.

Allí estaba encadenado, casi tragado por la oscuridad del rincón que lo albergaba, el error. Un cuerpo retorcido por el castigo infame del síndrome de Proteus. Un monstruo informe de diez años incapaz de hablar ni de moverse. Sixta le devolvía el rosario a Pablo que sacaba, como de costumbre, los restos de comida escondidos debajo de su sotana y se los entregaba a la hermana. Ella los aceptaba y se acercaba gateando hasta el error. Desmenuzando el alimento en mendrugos, los metía con delicadeza en la boca deformada que aceptaba entre gruñidos.

–Hijo mío querido… ¡Perdón! –lloraba Sixta su pecado, al tiempo que frotaba y ungía con sus lágrimas la piel rugosa e inflamada debajo de las cadenas que contenían al error.
–Dios nos perdone, mi ángel –replicaba Pablo, mientras rezaba su rosario en el rincón opuesto del sótano y sin mirar.

Y ya no hablaban más. Juntos recogían los excrementos del rincón y cubrían con un manto oscuro y limpio el cuerpo del error que se dormía. Volvían sobre sus pasos habitualmente antes de las cinco. Como en cada madrugada antes de la hora prima, Sixta y Pablo intentaban conciliar un sueño imposible en la oscuridad desdentada de sus respectivas celdas.

1 de agosto de 2009

Nosotros Tres



Fotomontaje del biologuero

Nosotros tres

ADL

No hay tiempo para intercambiar opiniones acerca del indispensable Dom Pérignon.

Veo el brillo de tus ojos aumentado por el muro del cristal que se me interpone. Me pregunto si esa lágrima tributaria y enorme que divide tu mejilla izquierda fue forjada por el arrepentimiento o la intensidad de este momento que elegimos después de haber tatuado en nuestros pechos y con letras góticas los nombres de nosotros tres. Una trilogía que nos convirtió en cómplices y verdugos. El amor tiene ese no sé qué de fábula tragicómica, y vos y yo siempre jugamos bien la pantomima. Quizás por eso sonreís, y yo me deje contagiar por esa brisa inoportuna de frivolidad que supo enamorarme de vos.


Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.