30 de enero de 2010

A Los Lados Del Ligustro



A los lados del ligustro
ADL

Sol intenso anunciando la primavera en este pueblito que no deja de asombrarme. Severino Cruz, un local de edad y rasgos indefinidos, me invita a recorrer los secretos de Santa Polola. Detrás de un gran terreno sin utilidad está el cementerio. Un cementerio “lindo”, aseguran las matronas más fieles al rito fúnebre. Un cementerio “de mierda” responde el grupo consorte restante que se niega tanto a pensar en la posibilidad de la muerte como a confesar la disfunción de sus erecciones.

El predio mortuorio está justo a los pies de la ladera oeste que da al río. En dirección del norte se puede observar la nube amarronada de la ciudad más cercana. Una nube que inspira miedo a casi todos los polonienses e interminables expresiones de envidia para los avezados exploradores.

Si uno se toma el tiempo, recorrer el lugar se convierte en una verdadera lección de historia. Por ejemplo, la primera tumba, entrando hacia la derecha, reza misteriosamente: “Florindo Parado y Redondo, un hombre cuyos inamovibles principios restarán los nuestros en esta eternidad circular”. Una foto incrustada en la piedra delata a un inocultable burócrata, regordete y con mirada severa. Al avanzar siempre por la única calle, que se llama Principal, la vista se topa con una especie de torre medieval a la que le falta el cuerpo del castillo. Una placa corroída por el tiempo y la intemperie afirma: “Ismael Cohen y familia, sus nietos y sobrinos a los principios fundadores de esta futura gran urbe”. Otro relieve metálico desea más abajo, “Larga vida al banquero que hizo realidad nuestros sueños”. Siguen algunos signos hebraicos y múltiples cruces esvásticas e invertidas pintadas al rojo vivo. Son los mismos insultos en pinceladas como heridas sobre los vidrios del portal los que impiden ver el fastuoso interior de la bóveda que se eleva flaquísima e impenetrable por encima del resto.

Avanzando unos metros más, pero hacia la izquierda, no pasa desapercibida una especie de torta sobre un rectángulo de granito negro. Al acercarse, la forma se convierte en una corona de laureles dorados en cuyo interior se lee en letras labradas “¿Quo vadis, Domine?”. Enseguida, y en talla más pequeña, hay lo que parece ser una respuesta: “Voy dónde se requiera mi oficio de guardián de los intereses del pueblo”. Un improperio irrepetible, nuevamente en carmín y como subrayando la frase, nos sugiere que se trata de la tumba del primer intendente de Santa Polola.

Uno pensaría a esta altura de la Principal que no hay nada más para ver porque el relieve por delante desaparece en una vasta superficie plana y seca, justo después del capricho de un ligustro tan verde como lustroso. Sin embargo, el ojo avisado reconoce una fina extensión lateral a la Principal, partiendo hacia la izquierda –¡obviamente!–. Una senda hecha a fuerza y constancia de pasos que evidentemente se escaparon del camino central para labrar su destino.

Severino Cruz me toma de la mano y me invita a olvidar la oligarquía ostentosa que se pudre a mis espaldas para mostrarme la curiosa intimidad de los pobres, proscritos y advenidos que abonan el otro lado del ligustro, igual de olorosos que sus vecinos pero en el anonimato.
–Aquí enterraron a la esposa de Sulimán, el dueño de la posada –dice Severino frente a un promontorio que me recuerda el Pan de Azúcar. –Intentaron enterrarla de pie, porque el turco estaba convencido de que así yacían sus ancestros al otro lado del charco –continúa. –El problema fue que la mujer murió con el módico peso de ciento cincuenta kilogramos y nuestros dos funebreros siempre fueron dos muertos de hambre. La cuestión es que entre malabares de equilibrio inhumano, la parte ancha del cajón se inclinó primero y se les resbaló de las manos para caer en el hoyo… de cabeza. Hubo varios intentos por los presentes de extraer el sarcófago, todos vanos, hasta que el viudo decidió que así fuera la última voluntad de su mujer, que bien cabezona había sido en vida –concluye y avanzamos.

Una tumba con una suerte de embudo invertido en el centro llama mi atención.
–Ese es el último cura de Santa Polola. Nadie habla de él y ni siquiera existen registros – exclama con una mirada llena de complicidad. –El cura era un misionero brasileño y negrísimo que sufría de un embarazoso priapismo. Lo curioso es que, al morir, el fenómeno se cristalizó; y a tal punto, que hubo que construir un ataúd de características singulares, como puede constatar. Hemos enviado cartas al Vaticano clamando por su santificación, pero nunca tuvimos respuesta –termina con un dejo irónico en la voz.

Así se suceden anécdotas y fenómenos en la topografía de ese yermo vedado a la vista de los eventuales turistas por el estratégico ligustro. Llegamos al final de la senda y no puedo dejar de remarcar una pequeña excavación abierta.
–¿Murió alguien recientemente? –arriesgo la pregunta.
–Sí y no… –me responde un Severino dubitativo. –Esta es la tumba para el perro muerto del loco Modesto.
–¿Perro? ¿Aquí entierran animales, también? ¿Y de qué murió? –vuelvo a arriesgar.
–En Santa Polola toda vida es sagrada. Y se desconocen las causas del deceso del can –confiesa. –Hace unas semanas Modesto apareció arrastrando con una correa el cadáver oloroso del bicho, –sentencia, –y no hubo caso de que entendiera que estaba muerto –termina.
–Pero, ¿nadie le explicó?
–Sí, y él insiste que el perro morirá y será enterrado el día en que Braulio se bañe.
–¿Y quién es Braulio?
–El cebador oficial de mate en el pueblo.
–¿Y se bañará hoy?
–Digamos que el día está cerca. Braulio se baña escrupulosamente para la fiesta de la primavera, –me confía con un brillo intenso en los ojos, y agrega–: pero no porque sean unos hambrientos dejan de ser previsores nuestros funebreros.

Se nubla de repente y Severino me sugiere volver sobre nuestros pasos. Partimos por la Principal, atravesamos el terreno, cruzamos la avenida de tierra y nos metemos en el bar de Sulimán para olvidar ligustros y divisiones. Al resguardo de una lluvia imprevisible e impertinente, no puedo dejar de imaginarme lo que podrán preparar las almas de este pueblo para el equinoccio.