Fotomontaje del biologuero
La mancha en la pared
Alejandro Luque
Alejandro Luque
Hacía mucho tiempo que Marcelo salía de su casa más temprano, sin dar explicaciones de qué es lo que hacía durante las dos horas que iban desde la partida hasta la llegada al trabajo. De hecho, su esposa Marta no podía dejar de pensar que su marido, al que consideraba en plena crisis de la cuarentena, había comenzado a engañarla con alguna mujer más joven que ella o, simplemente, más interesante. Más allá de su mal sentir que no manifestaba explícitamente, o quizá justamente por eso, todas las noches antes de acostarse ponía un especial empeño en preparar la ropa que su marido habría de utilizar al día siguiente, y llegada la mañana era la primera en levantarse para preparar un suculento desayuno que ambos compartían en el diálogo implícitamente sordo de una pareja madura de supuestos. Valga aclarar que Marcelo no interpretaba esta actitud como una sospecha por parte de Marta, y ni siquiera se había percatado de que su mujer le revisaba minuciosamente los bolsillos siempre que podía.
En última instancia, la mujer no estaba totalmente equivocada en lo referente a la crisis de los cuarenta; mucho de esas ausencias podría explicarse en parte por la edad y sus efectos pero, en realidad, no era porque había comenzado a percibir los signos de su declinación que Marcelo le celaba a su mujer el principio de esas dos horas matinales. En el fondo, esta actitud no era demasiado diferente –tomando como ejemplo los veinte años de casados– a aquella cuando Marcelo se encerraba en el baño para gozar la soledad de ciertas intimidades intransferibles mientras se duchaba (siempre por las noches, antes de acostarse y decidir hacer el amor), o cuando los miércoles por la tarde, a la salida del trabajo, las novedades literarias de la librería de la esquina lo obligaban a zambullirse durante una hora en las historias que él jamás iría a escribir por falta de imaginación y de vivencia.
Cuando Marcelo observaba su vida, y esto estaba ocurriendo cada vez con más frecuencia, él veía una línea sin interrupciones ni bifurcaciones. Y si de niveles se tratara, ni siquiera podía decir que esa línea más bien recta mostrara signos de ascenso o de descenso. La vida de Marcelo era la más común de las vidas, y hacía ya un tiempo que no dejaba de preguntarse por qué. Tampoco era que se sentía insatisfecho o que se había dado cuenta de que podría haber hecho otra cosa, no. Era una constatación que ni dolía ni lo hacía sentirse especial, lo que no quitaba el hecho de reflexionar sobre las posibilidades de su existencia en otra simplemente distinta.
En el caso de Marta, la cosa era bien diferente. Por empezar, ella fue criada bajo la idea de que todo puede y debe cambiarse, algo así como encontrar los puntos a partir de los cuales una situación es capaz de brindar toda su potencialidad, y por ende progresar. Cuando conoció a Marcelo, sintió que con él (o a través de él) su existencia daría el salto que tanto había estado esperando: ser madre y, lo que necesariamente implicaba para ella en el proceso, ser esposa. No se puede decir que aceptó casarse con Marcelo por mero egoísmo femenino, porque la verdad es que al poco tiempo de salir con él ya había comenzado a adorarlo; pero en el fondo ella sabía que lo que quería no era aún del todo lo que tenía. Confiaba en la posibilidad inminente de la madurez y en su participación activa: después de todo, Marcelo era un hombre, su hombre.
Si el incógnito de esas dos horas tuviera algo que ver con la aventura, Marcelo se habría sentido culpable cada vez; porque no sólo amaba a Marta por sobre todas las cosas sino que la respetaba profundamente. Visto desde el ángulo contrario, tampoco sentía el vértigo que se siente cuando la aventura nos embarga. Él se había casado con ella porque la había elegido entre todas las otras mujeres que pudo frecuentar, y nunca sintió que tal elección fuera incorrecta. En Marta había encontrado a la compañera y a la amiga insustituible, luego de haber descubierto a la hembra irreemplazable que le hizo sentir toda la potencialidad de su virilidad. Y aunque de macho se hubiera vuelto hombre con el tiempo, nunca se le habría ocurrido concebir un futuro sin esa mujer con la que había decidido vivir veinte años atrás. No pensaba que la unión fuera un trazo indeleble, ni mucho menos, sino un vínculo real que no tenía por qué no perdurar. Y ni siquiera la imposibilidad biológica de haber sido padres figuraba, para él, como un hito especial en la línea de su vida; en realidad era parte de la monotonía de la gráfica. Naturalmente se había casado con Marta, y desde esa misma naturalidad seguiría con ella hasta que una continuidad no fuera más posible. No, no era por eso que en el último tiempo desaparecía del campo de todos los acuerdos durante dos horas.
Por su lado, Marta ya había hecho sus primeras incursiones al consultorio de un cirujano plástico. Con una especie de culpa ambiciosa, estaba convencida de que un 90 F rellenaría ampliamente la incertidumbre de todos los espacios, mucho mejor que su nativo 90 A. Se decía a sí misma que si sus senos no habían sido útiles para darles de mamar a los hijos que no tuvieron, al menos le permitirían recobrar toda la intimidad de su marido y su integridad como mujer. Obviamente, reconocía la superficialidad de su razonamiento pero no encontraba otra posibilidad que explicara la actitud de Marcelo. Y si ella también mantenía ocultas sus consultas estéticas, era porque aún no estaba del todo segura de que llevaría a cabo esa transformación. La frecuencia de los encuentros sexuales de la pareja había mermado, no así la intensidad: su hombre estaba ahí porque indudablemente ella así lo sentía. No obstante, se desesperaba imaginando todo lo que podría hacer Marcelo por las mañanas, y cada día que pasaba sin encontrar una respuesta convincente la obligaba a escudarse en un disimulo imperturbable que drenaba casi todas sus energías. Hasta que decidió seguirlo.
Una mañana de miércoles, como de costumbre, Marcelo se dispuso partir y se despidió de Marta con el mismo beso de siempre: el del vínculo insoslayable. Marta hizo una nimia demanda doméstica sobre la canilla de la bañera que goteaba, obtuvo una monosilábica respuesta pertinente, y enseguida la ausencia mutua cobró tenor de materia. Marcelo tomó el ascensor, en la planta baja saludó a la portera, dejó que el aliento ralo de la ciudad en plena despereza lo penetrara, se prometió visitar la librería por la tarde, cruzó la calle, luego la avenida, y atravesó la plaza en dirección al trabajo. Nunca se le ocurrió pensar que su mujer le pisaba los talones a escasos cien metros. La diagonal del parque desembocaba en un agitado boulevard, principal colector de los dos grandes ejes del suburbio que inyectaban su contenido en el centro de la ciudad. Lo cruzó en dos tiempos, corriendo el último trayecto como un perro detrás de una jauría de autos. Se perdió en una transversal al tiempo que cerraba sus oídos a los bocinazos y frenadas que supuraban a su espalda. Casi al mismo tiempo, Marta se disponía a cruzar el boulevard poseída por el frenesí de no perderle las trazas a su marido. Pero la jauría fue más rápida que sus cortas piernas con tacos: la alcanzó con facilidad, se la llevó por delante y le pasó varias veces por encima antes de detenerse.
Unos metros antes de llegar al final de la transversal, Marcelo se detuvo frente a un gran portal de madera oscura, tocó el timbre, esperó el sonido del portero automático, empujó y entró en el edificio. Cruzó un largo pasillo cavernoso que olía a desodorante de ambientes barato y en cuyo extremo una puerta entreabierta lo esperaba. La traspasó y la cerró sin pensar en lo que lo había llevado a allí por primera vez: darle algún giro a su línea de vida. En la gran sala interior había algunas personas abocadas a la tarea de ordenar diferentes paquetes de alimentos en cajas de cartón. Marcelo saludó discretamente a todo el mundo y ocupó su lugar frente a una gran mesada en la que le correspondía seleccionar todo lo que tuviera que ver con los cereales como la harina, los fideos y el arroz. Casi el final de su horario de colaboración, alguien anunció que el camión de distribución para la villa de emergencia 112 ya estaba estacionado y listo para recibir las cajas de ayuda. Entonces aparecieron los responsables de la logística de traslado, por lo que Marcelo miró su reloj, comenzó a saludar a sus pares altruistas y emprendió el camino a su trabajo.
Dos horas después de haber salido de su casa, ya en su escritorio y sentado frente a una pared blanca, Marcelo volvió a observar por enésima vez la mancha amarronada de humedad que no dejaba de recordarle su falta de imaginación, porque donde otros descubrían un universo en ebullición él sólo veía la natural usura del tiempo. Bajó la vista sobre la pila de trabajo pendiente, y antes de retomarlo se prometió que no olvidaría comprar unos cueritos en la ferretería antes de entrar en la librería por la tarde.
En última instancia, la mujer no estaba totalmente equivocada en lo referente a la crisis de los cuarenta; mucho de esas ausencias podría explicarse en parte por la edad y sus efectos pero, en realidad, no era porque había comenzado a percibir los signos de su declinación que Marcelo le celaba a su mujer el principio de esas dos horas matinales. En el fondo, esta actitud no era demasiado diferente –tomando como ejemplo los veinte años de casados– a aquella cuando Marcelo se encerraba en el baño para gozar la soledad de ciertas intimidades intransferibles mientras se duchaba (siempre por las noches, antes de acostarse y decidir hacer el amor), o cuando los miércoles por la tarde, a la salida del trabajo, las novedades literarias de la librería de la esquina lo obligaban a zambullirse durante una hora en las historias que él jamás iría a escribir por falta de imaginación y de vivencia.
Cuando Marcelo observaba su vida, y esto estaba ocurriendo cada vez con más frecuencia, él veía una línea sin interrupciones ni bifurcaciones. Y si de niveles se tratara, ni siquiera podía decir que esa línea más bien recta mostrara signos de ascenso o de descenso. La vida de Marcelo era la más común de las vidas, y hacía ya un tiempo que no dejaba de preguntarse por qué. Tampoco era que se sentía insatisfecho o que se había dado cuenta de que podría haber hecho otra cosa, no. Era una constatación que ni dolía ni lo hacía sentirse especial, lo que no quitaba el hecho de reflexionar sobre las posibilidades de su existencia en otra simplemente distinta.
En el caso de Marta, la cosa era bien diferente. Por empezar, ella fue criada bajo la idea de que todo puede y debe cambiarse, algo así como encontrar los puntos a partir de los cuales una situación es capaz de brindar toda su potencialidad, y por ende progresar. Cuando conoció a Marcelo, sintió que con él (o a través de él) su existencia daría el salto que tanto había estado esperando: ser madre y, lo que necesariamente implicaba para ella en el proceso, ser esposa. No se puede decir que aceptó casarse con Marcelo por mero egoísmo femenino, porque la verdad es que al poco tiempo de salir con él ya había comenzado a adorarlo; pero en el fondo ella sabía que lo que quería no era aún del todo lo que tenía. Confiaba en la posibilidad inminente de la madurez y en su participación activa: después de todo, Marcelo era un hombre, su hombre.
Si el incógnito de esas dos horas tuviera algo que ver con la aventura, Marcelo se habría sentido culpable cada vez; porque no sólo amaba a Marta por sobre todas las cosas sino que la respetaba profundamente. Visto desde el ángulo contrario, tampoco sentía el vértigo que se siente cuando la aventura nos embarga. Él se había casado con ella porque la había elegido entre todas las otras mujeres que pudo frecuentar, y nunca sintió que tal elección fuera incorrecta. En Marta había encontrado a la compañera y a la amiga insustituible, luego de haber descubierto a la hembra irreemplazable que le hizo sentir toda la potencialidad de su virilidad. Y aunque de macho se hubiera vuelto hombre con el tiempo, nunca se le habría ocurrido concebir un futuro sin esa mujer con la que había decidido vivir veinte años atrás. No pensaba que la unión fuera un trazo indeleble, ni mucho menos, sino un vínculo real que no tenía por qué no perdurar. Y ni siquiera la imposibilidad biológica de haber sido padres figuraba, para él, como un hito especial en la línea de su vida; en realidad era parte de la monotonía de la gráfica. Naturalmente se había casado con Marta, y desde esa misma naturalidad seguiría con ella hasta que una continuidad no fuera más posible. No, no era por eso que en el último tiempo desaparecía del campo de todos los acuerdos durante dos horas.
Por su lado, Marta ya había hecho sus primeras incursiones al consultorio de un cirujano plástico. Con una especie de culpa ambiciosa, estaba convencida de que un 90 F rellenaría ampliamente la incertidumbre de todos los espacios, mucho mejor que su nativo 90 A. Se decía a sí misma que si sus senos no habían sido útiles para darles de mamar a los hijos que no tuvieron, al menos le permitirían recobrar toda la intimidad de su marido y su integridad como mujer. Obviamente, reconocía la superficialidad de su razonamiento pero no encontraba otra posibilidad que explicara la actitud de Marcelo. Y si ella también mantenía ocultas sus consultas estéticas, era porque aún no estaba del todo segura de que llevaría a cabo esa transformación. La frecuencia de los encuentros sexuales de la pareja había mermado, no así la intensidad: su hombre estaba ahí porque indudablemente ella así lo sentía. No obstante, se desesperaba imaginando todo lo que podría hacer Marcelo por las mañanas, y cada día que pasaba sin encontrar una respuesta convincente la obligaba a escudarse en un disimulo imperturbable que drenaba casi todas sus energías. Hasta que decidió seguirlo.
Una mañana de miércoles, como de costumbre, Marcelo se dispuso partir y se despidió de Marta con el mismo beso de siempre: el del vínculo insoslayable. Marta hizo una nimia demanda doméstica sobre la canilla de la bañera que goteaba, obtuvo una monosilábica respuesta pertinente, y enseguida la ausencia mutua cobró tenor de materia. Marcelo tomó el ascensor, en la planta baja saludó a la portera, dejó que el aliento ralo de la ciudad en plena despereza lo penetrara, se prometió visitar la librería por la tarde, cruzó la calle, luego la avenida, y atravesó la plaza en dirección al trabajo. Nunca se le ocurrió pensar que su mujer le pisaba los talones a escasos cien metros. La diagonal del parque desembocaba en un agitado boulevard, principal colector de los dos grandes ejes del suburbio que inyectaban su contenido en el centro de la ciudad. Lo cruzó en dos tiempos, corriendo el último trayecto como un perro detrás de una jauría de autos. Se perdió en una transversal al tiempo que cerraba sus oídos a los bocinazos y frenadas que supuraban a su espalda. Casi al mismo tiempo, Marta se disponía a cruzar el boulevard poseída por el frenesí de no perderle las trazas a su marido. Pero la jauría fue más rápida que sus cortas piernas con tacos: la alcanzó con facilidad, se la llevó por delante y le pasó varias veces por encima antes de detenerse.
Unos metros antes de llegar al final de la transversal, Marcelo se detuvo frente a un gran portal de madera oscura, tocó el timbre, esperó el sonido del portero automático, empujó y entró en el edificio. Cruzó un largo pasillo cavernoso que olía a desodorante de ambientes barato y en cuyo extremo una puerta entreabierta lo esperaba. La traspasó y la cerró sin pensar en lo que lo había llevado a allí por primera vez: darle algún giro a su línea de vida. En la gran sala interior había algunas personas abocadas a la tarea de ordenar diferentes paquetes de alimentos en cajas de cartón. Marcelo saludó discretamente a todo el mundo y ocupó su lugar frente a una gran mesada en la que le correspondía seleccionar todo lo que tuviera que ver con los cereales como la harina, los fideos y el arroz. Casi el final de su horario de colaboración, alguien anunció que el camión de distribución para la villa de emergencia 112 ya estaba estacionado y listo para recibir las cajas de ayuda. Entonces aparecieron los responsables de la logística de traslado, por lo que Marcelo miró su reloj, comenzó a saludar a sus pares altruistas y emprendió el camino a su trabajo.
Dos horas después de haber salido de su casa, ya en su escritorio y sentado frente a una pared blanca, Marcelo volvió a observar por enésima vez la mancha amarronada de humedad que no dejaba de recordarle su falta de imaginación, porque donde otros descubrían un universo en ebullición él sólo veía la natural usura del tiempo. Bajó la vista sobre la pila de trabajo pendiente, y antes de retomarlo se prometió que no olvidaría comprar unos cueritos en la ferretería antes de entrar en la librería por la tarde.