26 de septiembre de 2010

La Mancha En La Pared

Fotomontaje del biologuero

La mancha en la pared
Alejandro Luque

Hacía mucho tiempo que Marcelo salía de su casa más temprano, sin dar explicaciones de qué es lo que hacía durante las dos horas que iban desde la partida hasta la llegada al trabajo. De hecho, su esposa Marta no podía dejar de pensar que su marido, al que consideraba en plena crisis de la cuarentena, había comenzado a engañarla con alguna mujer más joven que ella o, simplemente, más interesante. Más allá de su mal sentir que no manifestaba explícitamente, o quizá justamente por eso, todas las noches antes de acostarse ponía un especial empeño en preparar la ropa que su marido habría de utilizar al día siguiente, y llegada la mañana era la primera en levantarse para preparar un suculento desayuno que ambos compartían en el diálogo implícitamente sordo de una pareja madura de supuestos. Valga aclarar que Marcelo no interpretaba esta actitud como una sospecha por parte de Marta, y ni siquiera se había percatado de que su mujer le revisaba minuciosamente los bolsillos siempre que podía.

En última instancia, la mujer no estaba totalmente equivocada en lo referente a la crisis de los cuarenta; mucho de esas ausencias podría explicarse en parte por la edad y sus efectos pero, en realidad, no era porque había comenzado a percibir los signos de su declinación que Marcelo le celaba a su mujer el principio de esas dos horas matinales. En el fondo, esta actitud no era demasiado diferente –tomando como ejemplo los veinte años de casados– a aquella cuando Marcelo se encerraba en el baño para gozar la soledad de ciertas intimidades intransferibles mientras se duchaba (siempre por las noches, antes de acostarse y decidir hacer el amor), o cuando los miércoles por la tarde, a la salida del trabajo, las novedades literarias de la librería de la esquina lo obligaban a zambullirse durante una hora en las historias que él jamás iría a escribir por falta de imaginación y de vivencia.

Cuando Marcelo observaba su vida, y esto estaba ocurriendo cada vez con más frecuencia, él veía una línea sin interrupciones ni bifurcaciones. Y si de niveles se tratara, ni siquiera podía decir que esa línea más bien recta mostrara signos de ascenso o de descenso. La vida de Marcelo era la más común de las vidas, y hacía ya un tiempo que no dejaba de preguntarse por qué. Tampoco era que se sentía insatisfecho o que se había dado cuenta de que podría haber hecho otra cosa, no. Era una constatación que ni dolía ni lo hacía sentirse especial, lo que no quitaba el hecho de reflexionar sobre las posibilidades de su existencia en otra simplemente distinta.

En el caso de Marta, la cosa era bien diferente. Por empezar, ella fue criada bajo la idea de que todo puede y debe cambiarse, algo así como encontrar los puntos a partir de los cuales una situación es capaz de brindar toda su potencialidad, y por ende progresar. Cuando conoció a Marcelo, sintió que con él (o a través de él) su existencia daría el salto que tanto había estado esperando: ser madre y, lo que necesariamente implicaba para ella en el proceso, ser esposa. No se puede decir que aceptó casarse con Marcelo por mero egoísmo femenino, porque la verdad es que al poco tiempo de salir con él ya había comenzado a adorarlo; pero en el fondo ella sabía que lo que quería no era aún del todo lo que tenía. Confiaba en la posibilidad inminente de la madurez y en su participación activa: después de todo, Marcelo era un hombre, su hombre.

Si el incógnito de esas dos horas tuviera algo que ver con la aventura, Marcelo se habría sentido culpable cada vez; porque no sólo amaba a Marta por sobre todas las cosas sino que la respetaba profundamente. Visto desde el ángulo contrario, tampoco sentía el vértigo que se siente cuando la aventura nos embarga. Él se había casado con ella porque la había elegido entre todas las otras mujeres que pudo frecuentar, y nunca sintió que tal elección fuera incorrecta. En Marta había encontrado a la compañera y a la amiga insustituible, luego de haber descubierto a la hembra irreemplazable que le hizo sentir toda la potencialidad de su virilidad. Y aunque de macho se hubiera vuelto hombre con el tiempo, nunca se le habría ocurrido concebir un futuro sin esa mujer con la que había decidido vivir veinte años atrás. No pensaba que la unión fuera un trazo indeleble, ni mucho menos, sino un vínculo real que no tenía por qué no perdurar. Y ni siquiera la imposibilidad biológica de haber sido padres figuraba, para él, como un hito especial en la línea de su vida; en realidad era parte de la monotonía de la gráfica. Naturalmente se había casado con Marta, y desde esa misma naturalidad seguiría con ella hasta que una continuidad no fuera más posible. No, no era por eso que en el último tiempo desaparecía del campo de todos los acuerdos durante dos horas.

Por su lado, Marta ya había hecho sus primeras incursiones al consultorio de un cirujano plástico. Con una especie de culpa ambiciosa, estaba convencida de que un 90 F rellenaría ampliamente la incertidumbre de todos los espacios, mucho mejor que su nativo 90 A. Se decía a sí misma que si sus senos no habían sido útiles para darles de mamar a los hijos que no tuvieron, al menos le permitirían recobrar toda la intimidad de su marido y su integridad como mujer. Obviamente, reconocía la superficialidad de su razonamiento pero no encontraba otra posibilidad que explicara la actitud de Marcelo. Y si ella también mantenía ocultas sus consultas estéticas, era porque aún no estaba del todo segura de que llevaría a cabo esa transformación. La frecuencia de los encuentros sexuales de la pareja había mermado, no así la intensidad: su hombre estaba ahí porque indudablemente ella así lo sentía. No obstante, se desesperaba imaginando todo lo que podría hacer Marcelo por las mañanas, y cada día que pasaba sin encontrar una respuesta convincente la obligaba a escudarse en un disimulo imperturbable que drenaba casi todas sus energías. Hasta que decidió seguirlo.

Una mañana de miércoles, como de costumbre, Marcelo se dispuso partir y se despidió de Marta con el mismo beso de siempre: el del vínculo insoslayable. Marta hizo una nimia demanda doméstica sobre la canilla de la bañera que goteaba, obtuvo una monosilábica respuesta pertinente, y enseguida la ausencia mutua cobró tenor de materia. Marcelo tomó el ascensor, en la planta baja saludó a la portera, dejó que el aliento ralo de la ciudad en plena despereza lo penetrara, se prometió visitar la librería por la tarde, cruzó la calle, luego la avenida, y atravesó la plaza en dirección al trabajo. Nunca se le ocurrió pensar que su mujer le pisaba los talones a escasos cien metros. La diagonal del parque desembocaba en un agitado boulevard, principal colector de los dos grandes ejes del suburbio que inyectaban su contenido en el centro de la ciudad. Lo cruzó en dos tiempos, corriendo el último trayecto como un perro detrás de una jauría de autos. Se perdió en una transversal al tiempo que cerraba sus oídos a los bocinazos y frenadas que supuraban a su espalda. Casi al mismo tiempo, Marta se disponía a cruzar el boulevard poseída por el frenesí de no perderle las trazas a su marido. Pero la jauría fue más rápida que sus cortas piernas con tacos: la alcanzó con facilidad, se la llevó por delante y le pasó varias veces por encima antes de detenerse.

Unos metros antes de llegar al final de la transversal, Marcelo se detuvo frente a un gran portal de madera oscura, tocó el timbre, esperó el sonido del portero automático, empujó y entró en el edificio. Cruzó un largo pasillo cavernoso que olía a desodorante de ambientes barato y en cuyo extremo una puerta entreabierta lo esperaba. La traspasó y la cerró sin pensar en lo que lo había llevado a allí por primera vez: darle algún giro a su línea de vida. En la gran sala interior había algunas personas abocadas a la tarea de ordenar diferentes paquetes de alimentos en cajas de cartón. Marcelo saludó discretamente a todo el mundo y ocupó su lugar frente a una gran mesada en la que le correspondía seleccionar todo lo que tuviera que ver con los cereales como la harina, los fideos y el arroz. Casi el final de su horario de colaboración, alguien anunció que el camión de distribución para la villa de emergencia 112 ya estaba estacionado y listo para recibir las cajas de ayuda. Entonces aparecieron los responsables de la logística de traslado, por lo que Marcelo miró su reloj, comenzó a saludar a sus pares altruistas y emprendió el camino a su trabajo.

Dos horas después de haber salido de su casa, ya en su escritorio y sentado frente a una pared blanca, Marcelo volvió a observar por enésima vez la mancha amarronada de humedad que no dejaba de recordarle su falta de imaginación, porque donde otros descubrían un universo en ebullición él sólo veía la natural usura del tiempo. Bajó la vista sobre la pila de trabajo pendiente, y antes de retomarlo se prometió que no olvidaría comprar unos cueritos en la ferretería antes de entrar en la librería por la tarde.

20 de septiembre de 2010

Cromáisbergfest




Cromáisbergfest
Alejandro Luque

Durante años, la herida de la traición hizo que sangrara en blanco y negro; luego rumió el resto sepia de su amarga existencia para terminar rabiando una venganza en el más estridente fuego de artificio que se pueda imaginar. 






Fotomonaje del biologuero

16 de septiembre de 2010

Buenos Aires, Argentina, 16 de Septiembre de 1976




Fueron secuestrados la noche del 16 de septiembre de 1976 en la ciudad de La Plata.
Hoy tendrían seguramente hijos y quizá nietos.
Hoy habrían podido hablar de sus incipientes adolescencias desde el lugar que les correspondería ocupar como adultos en el seno de una sociedad que debía albergarlos.
Hoy, acertados o equivocados, tendrían una posibilidad, la que sea, para vivir a sus maneras.
Hoy no están, y nada, NADA JAMÁS, podrá justificar la causa de sus ausencias ni el dolor de quienes desde entonces y aún esperan.

Helor Doble

 Fotomontaje del biologuero

Helor doble
Alejandro Luque

Cuando cayó desde la altura de su hegemonía, se escuchó un hum en vez de un pum. Y debe de haber sido la peculiaridad de esa hache lo que enmudeció a quienes presenciaron el derrumbe. Estaban, unos oportunamente y otros a modo de alfombra, todos hartos de los paracaídas dorados y de la impunidad salvaje del poder financiero. De hecho, el mundo casi  por entero estaba sediento de humanidad y decididamente hastiado de tanta especulación irracional. De forma inevitable, tuvieron que enterrarlo allí mismo donde apoyó el culo y todo se secó con todos los honores nauseabundos pertinentes. Pero la hecatombe climática que sobrevino después se encargó de no dejar rastro alguno del ceremonial ni de su tumba, como suele suceder con  la irracionalidad de todos los excesos mortales.

4 de septiembre de 2010

Las Puertas De Tannhaüser


"Puerta de Tannhaüser" foto y montaje del biologuero

Las puertas de Tannhäuser
Alejandro Luque

… a A. T., porque al leer nos reconocerás.

Y despertar con un mate henchido de fiaca mañanera y un bombón los cuerpos, con don Julio la ternura todavía palpitándonos en las orejas, resonándonos sobre todas las cortezas y sub-cortezas que por la noche no dejaron de repetir al unísono “pero el amor, esa palabra”. Con los restos de tu olor resumido en los huecos de mis manos siento ampliar los sutiles límites de mi alma. Tras el invierno de Vivaldi, tu voz se me resbala por la piel como un frío de ausencia previsible que pretendo olvidar. Ahora, antes y siempre, la imagen estampada de vos conmigo, de yo en vos, de nosotros, tan indeleble como un tatuaje milenario que se resiste a partir, un coraje que podría parecer temerario, y una única mano nuestra que se vuelve traslúcida de tanto vos y yo. El intento de un templo, el último ramalazo feroz de la utopía que se agita en el nido que recreamos.

Caricias cotidianas, ondas que se expanden en la calma de un estanque. Nosotros las manos, nuestras irrepetibles huellas dactilares que convertimos en signos irrelevantes a fuerza de sacarnos guantes, de arrancarnos máscaras, de fundir pieles. Sol y nubes, y las tormentas de siempre cuando nos volvemos un menos frente a un más, aunque ya hayamos aprehendido a ser algo más relevante que la neutralidad del resultado. Sombras ahuyentando soledades para no dejarnos abatir por la insistencia de la distancia que acecha. Pero en este exacto momento y a dúo, un no querer salir de la hojarasca, de este bendito sopor que invalida la lúcida dialéctica en la que relamemos nuestra prodigiosa singularidad, la pesadez de dos pares de ojos cerrados, del par cuando deviene uno más el otro porque los dos. Pero tu cara y tu sonrisa, aquí y ahora, se me asoman como tímidos brotes desde la comisura del espacio fértil que nos recibe.

¡Ay! Imperativamente un salto, un rompimiento urgente, una fuga para ponernos en foco. Como si mis límites que fueran la consecuencia de tu presencia me resultaran insoportables. Vos aquella vez, yo entonces, por eso ahora nosotros. ¡Qué más! Tanto recuerdo inasible y próximo y absurdo duele, pesa, pero es verdad que también cobija de forma extraña. Tanta comunión creada y suspendida por algún recóndito mago sabio e insuperable que terminó sacando de la galera eso que somos vos y yo. ¡Cuánto antiguo temor a un lado, cuánta ternura justo aquí, cuánto silencio colmado ahora!

Una atmósfera azul como a vos te gusta, un aire tibio que me reconforta y me eriza la piel, este refugio que sofoca las maneras, los gestos cotidianos de lo mudable, las leves aproximaciones, los imperceptibles roces, nuestro aliento acompasado a la carrera del contacto. El olor del café que preparó algún aprendiz de brujo y tu figura erguida que se alza inalcanzable sobre mi pecho, completan el acorde perfecto: sería insoportable una nota más. ¡Tanto se derrama aquí dentro que necesito estirarnos!

Manos y piernas trazan una geometría de todas las formas más vagas aunque no menos armoniosas; corean los himnos y epitafios de los intérpretes mejores que nosotros, y sabemos que no exagero porque los oímos deambular entre los amalgamas de tonos ocres y los recortes de siluetas indefinidas e indecisas: se acercan, trepan por las paredes e intentan rasgar las sábanas; se alejan rechazándose por un segundo para tomar envión y recrear una trigonometría tan robusta como inconcebible. Es nuestra sombra, isósceles del rectángulo, gelatina con sabor a terciopelo púrpura, sangre y saliva, sueños y carcajadas a flor de miradas, claridad espumosa que se zambulle en el océano de nuestras voces que ya saben cómo no prometer nada más profundo que la forma que estamos proyectando ahora a nuestro rededor. En un recodo de la cueva, un oscuro códice prestidigita labios, hombros, espaldas y piernas y sexos cargados, peces y valvas, improbables destinos y sonetos entrecortados.

Saturno cae ahí afuera, en una esquina húmeda de gente que entrecruza sus sombras sin percatarse, y sus anillos se despliegan y nos envuelven, nos distorsionan, sístole y diástole en un abrazo que nos fustiga toda su dulzura. Hay el destiempo y el agujero negro que lo engulle todo. Y por un brevísimo momento, ese que dicen dura el paso de un ángel, nada pero nada tiene importancia. Volvemos condensados como el vapor en gotas de lluvia.

Puede que quede por ahí algún resquicio de solidez dormido desde siempre que se niega a despertar, a dilatarse y despegar. Equilibrios que nos consolidan cuando recuperamos el aliento y nos volvemos vos y yo, esos que buscan tocar fondo con los pies para sentirse seguros en medio de un mar demasiado vasto.

Entonces surgen viajes, miles, ausencias en años luz y quimeras del ego masturbatorio. Encuentros posibles y desencuentros estúpidamente innecesarios. Escapes al borde del hastío porque la rutina y sus demás horrores allegados.

Y no soy quien, ¿pero quién soy para agregar un límite más?

¿Quiénes somos?


Buscando una respuesta entre nuestras dos sombras a punto de disgregarse, mis dedos se deslizan por las cuerdas de tus melodías que se extinguen. Para reconocerte intento tañirte. Husmeo tu rastro en el aire porque me niego a creer que todos estos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia.

¿Pero, qué cuando te encuentre? ¿Qué cuando todo se reduzca a la urgencia de una puerta que se cierra y la ondulación del agua cese y nos veamos instantáneamente enfrentados, sin cercos ni virtudes, al recuerdo de nosotros? Entonces, ¿dónde las palabras y las cifras, los disfraces y el universo mustio de desnosotros? ¿Dónde entonces? ¿Dónde la búsqueda cuando al final el camino siempre nos conduce a las puertas del encuentro?


Divina Penumbra


"En la mira", fotomontaje del biologuero

Divina penumbra
Alejandro Luque


Alguien sonreía, desde lejos, disfrazado de penumbra. El joven representante del pueblo hablaba con un dejo de ansiedad al foro, recitaba la lista casi interminable de anomalías en el uso de los fondos de acción social. Instaba e insistía a sus pares en lo que él definía como un delito aberrante. En alta definición, una cámara captó la gota de sudor que caía desde la ceja sobre el pómulo derecho del concejal. Alguien hizo una remarca irónica sobre el origen del deliberante que la bancada de la derecha festejó como si se tratara de una genialidad. A la izquierda hubo quien frunció el seño y algunos hasta se animaron a levantar el puño. El joven continuó con su descarga y anunció cifras, fechas y nombres.

Cinco minutos después, ya se podía descargar desde Youtube un videoclip de treinta segundos que mostraba el sudor del elegido con la leyenda de “Cuando la mentira te hace sudar la gota gorda”.

Blandiendo un ramillete de hojas en la mano, el joven puso a disposición de la asamblea todos los documentos que verificaban sus aseveraciones. Al fondo del anfiteatro hubo quienes se levantaron indignados, otros partían en silencio y a hurtadillas. Pero justo en frente del joven, a la derecha, se reían y vociferaban; a la izquierda no sabían qué actitud tomar, aunque algunos presentían que su par estaba llevando las cosas demasiado lejos. El edil buscaba con su mirada febril los signos de algún apoyo, casi con esperanza, casi con la sed infantil de un amparo inconcebible. La cámara hizo un zoom ahora de sus manos temblorosas.

Fue desde una cuenta de Facebook que, acto seguido, se dispersó en la red una presentación de veinte segundos con los taglines de “Representante popular saca acusaciones de la galera” y “Cacatúa en la cámara pretende ensuciar la abnegada tarea de nuestros representantes”.

Las manos de la penumbra volvieron a recorrer con premeditada parsimonia la lista telefónica del celular y los dedos eligieron un número. En el hemiciclo, alguien al oeste exigía las fuentes no-mi-nales que estaban a la base de las acusaciones, mientras que al este se organizaba una estrategia de emergencia a seguir de oreja a oreja. El joven diputado respondía blandiendo con fervor su ramillete de páginas fotocopiadas y pedía calma y silencio para continuar con su alegato. La cámara captó en detalle el momento en que el joven sacó de la pechera de su saco un pañuelo color rosa claro, a tono con la camisa, para enjugarse la frente.

Casi al mismo tiempo, el administrador de un foro en línea de discusión política ejecutaba la orden de iniciar un hilo para comentar sobre el nerviosismo sospechoso del edil y conjeturar con ironía acerca de sus manierismos. Al pie de sus mensajes agregaba los enlaces al nuevo video que mostraba los gestos del diputado entremezclados con secuencias de contenido gays, y “La vida en rosa” como banda sonora.

En la penumbra, las mismas manos terminaban con la comunicación y colgaban. El joven pudo hacer sus últimas declaraciones en las cuales acusaba con pruebas irrefutables miembros del gobierno, en complicidad con la propia cámara, de una corrupción desfachatada. El curioso desorden que en seguida estalló en la sala absorbió toda la atención y englutió los nombres, las fechas y los lugares que gritaba desposeído el joven representante del pueblo mientras era retirado del recinto por la autoridad policial.

El único interés que despertó para el pueblo la actuación del diputado aquella tarde fueron los detalles que horas después empezaron a desplegar los medios sobre su licenciosa vida de homosexual encubierto. Curiosamente, al día siguiente y haciendo uso de varios espacios, el vocero de la diócesis cristiana del país recordaba a sus creyentes que la homosexualidad era una aberración inaceptable para la estabilidad de la humanidad.

Del tórrido escándalo de los fondos y del joven edil, que terminó divorciado y sin la tenencia de sus dos hijos, nadie volvió a escuchar una palabra; pero desde las penumbras, las manos siguieron esculpiendo su sonrisa de mármol.

1 de septiembre de 2010

La Puerta De La Piecita


"Puerta y matorral", fotomonaje del biologuero

La puerta de la piecita
Alejandro Luque
                                                                                                   

Hace frío esta tarde. Un frío injusto y penetrable que pide sopa. Pero no será la temperatura ni la sensación térmica las que me atrincheren en la piecita del quinto, ¡no! Sobre todo después de haber escuchado a ese escritor en telenoticias rematar en un francés sin mella su rencorosa entrevista con la incomprensible frase de si el verdugo fanático estuviera aún vivo, debiera estar pudriéndose en Guantánamo (*), como si Guantánamo fuera la contraparte de todas las injusticias y el terror. Me digo abatida que sólo se trata de un personaje más que viste la sotana inocultable del culto al capital a cualquier precio. Quizá por eso y por la sopa es que me arropo en el saco de lana, olvido por un rato las pantuflas y me atrevo a asomar la nariz a través de la puerta para enfrentarme con la traicionera humedad que lo traspasa todo. Sin atravesarla aún, escudriño el exterior y dejo que cada músculo del cuerpo se ponga en guardia. Este es uno de los vicios que conservo desde la época en la que me batía con los avatares de la otra selva. Entera y abrigada de un chal voluntario de convicción como antes, ahora piso el otro lado de la frontera.

Entre gruñidos inútiles, ajetreo la puerta que está hinchada de tiempo y de ausencias, como queriendo despertarle las bisagras y recordarle dónde están los marcos. En otra época, Ernesto me increparía con su gesto abarcador para señalar que yo siempre tengo una excusa a mano para quejarme. Me pregunto si los ochenta que ahora tendría habrían templado su juicio como los marcos de esta puerta. Él no tuvo su oportunidad pero la puerta sí, y yo también. A veces se me ocurre, cuando la puerta no abre o resiste a cerrarse, que habría que derribarla y dejar el paso libre. Después de todo soy una vieja que no posee valores materiales. Si un enajenado de los que siempre existieron viniera a robar mis bártulos, ojalá se llevara todo; porque lo poco que me rodea me pesa. Hasta la caja de zapatos llena de fotos viejas y desteñidas que no encontró mejor lugar para cohabitar con mis recuerdos que el hueco debajo de la mesa de luz. Y si el ladrón se pusiera nervioso por esa nada que mi vida le ofrece, que me la arrebate por infeliz. Yo ya viví bastante y a veces ya ni me acuerdo; sin embargo él tendría toda una vida por delante para podrirse dentro de las cuatro paredes en las que elija sepultarse. No es fácil morir, que nadie crea lo contrario.

Por la humedad. Debe ser por eso que nunca cierro con llave la puerta de la piecita. Así es más sencillo salir y menos difícil entrar. Porque ─convengamos─ cerrar bajo llave el encono espacial al que inevitablemente se tiene que volver es una imbecilidad infame, pero sobre todo arrogante, aunque en el noticiero digan que no, que no es seguro. ¿Por qué nos obligan a infligirnos estos suplicios de presos? Bueno, en realidad sé por qué: por el principio mismo del consumo y del individualismo grosero. Ernesto, de seguro, me diría que lo que aprendió recorriendo las venas abiertas de nuestra contradictoria Sudamérica es que las posesiones nos posesionan, que por ellas nos volvemos marionetas de quienes nos las imponen, y que para mantener a la gente con sus posesiones hay que brindarles seguridad. Marionetas de la seguridad, en eso nos convertimos cada vez que utilizamos el cerrojo de la puerta.

La plaza está vacía y los árboles siempre ausentes. Una maraña de matorrales salvajes corta el senderito tortuoso que los vecinos lograron abrir en su camino hacia la parada de colectivo y los comercios del barrio. Una diría que el intendente piensa que en la selva ciudadana germinan las esperanzas a más de un metro del suelo. Yo creo que en las malezas se esconde el olvido por el otro y la falta de interés.

Una pareja de jóvenes viene hacia mí. No siento miedo porque hace muchos años me digo que los jóvenes son la mejor oportunidad que nos sigue; y aunque sé que hay monstruos, también tengo conciencia de que los monstruos sociales son producto de la desconfianza, de los prejuicios y de la desigualdad institucionalizada. Estos dos caminan tomados de la mano y esquivan entre besos y sonrisas las ramas del matorral de la dejadez municipal que todavía no logrará detenerlos. Estoy pensando en que no repararán en mí al cruzarnos, cuando tu rostro se me aparece casi como en una visión esquizofrénica.

te veo en el pecho del muchacho, Ernesto, en esa prisión de un algodón irónico y aunque sea una de tus facetas menos interesantes, esa cara que mira un futuro promisorio es de las más difundidas. En aquel entonces todavía estabas trémulo y dependiente de las quiméricas estepas rusas; te faltaban aún muchas selvas y no pocas traiciones para terminar convirtiéndote en santo y demonio, como corresponde a todo héroe de casta. Así te me vas acercando, estás a punto de decirme algo quizá tan importante como lo que pensás de todo esto ahora, pero enseguida me das la espalda y te alejas para desaparecer una vez más en la selva sin más signos y

Sigo, como siempre. Al final del camino tortuoso las malezas se abren, se apacigua su euforia urbana y dejan de esconder lo olvidable. Justo en frente, la verdulería me ofrece sus cajones repletos de vegetales exóticos y todos iguales, más caros de lo que mi bolsillo de vieja sin nada puede desembolsar. Hasta me cobrarán el ramito de perejil y lo pondrán en la misma bolsa en la que echarán las tres papas, el pedazo de zapallo y la cebolla que elegí escrupulosamente para la sopa.

Vuelvo sobre mis pasos combatiendo el frío de la noche en ciernes, y justo en frente de la selva del abandono me digo que no quiero volver a verte más reflejado en ningún pecho. Me digo que si esta es la victoria, fracasamos en el intento, che. Y puta madre este cansancio y todas las estupideces que una tiene que escuchar y ver al final.

Llueve ahora en la selva y, como siempre, todo se vuelve instinto, convicción y traicionera oscuridad. El enemigo está agazapado como un felino rabioso que se nos echará encima de un momento a otro. La selva huele a batalla perdida, hiede su rigor de abandono e indiferencia, devora todas las ilusiones y la confianza. Y más allá, mi destino donde me aguarda la puerta de la piecita que, como de costumbre, me sacará gruñidos al intentar cerrarla.

(*) Frase de Jacobo Machover, exilado cubano en Francia y autor de La face cachée du Ché (2007), emitida en un programa de debate y promoción de la cadena parlamentaria francesa.