1 de noviembre de 2011

Suite Francesa


Suite francesa

Alejandro Luque

Estoy enamorado. Lo oculto, me lo oculto (aunque no lo termine de lograr) para no sangrar. Se sangra por amor si es unilateral o cuando –aún bilateral– no se ha realizado. Pero soy más débil de lo que puedo pretender, entonces devengo enamorado. Vamos a cenar a un restaurante; elijo yo esta vez aunque no sea local (¡lejos de serlo!) y nos metemos en La Bodega, bucólico bar-minutas español en pleno centro de la provinciana Burdeos. Una mujer colorida de harapos se acerca a nuestra mesa y nos ofrece rosas. Imposible reprimir mi nature de romántico empedernido, así que ofrezco una rosa blanca a quien amo que en su francesísima forma se conmueve y me regala unos diez mil besos en sus diferentes declinaciones. Entre frutos del mar y pimientos rellenos nos sentimos colmados –yo la siento sin duda, yo me siento sin duda– y hay que salir del lugar porque ya absorbimos todo el clima que ofrece. Caminamos por calles llenas de cosas y de gentes que no vemos, pero que cobran el brillo de ser únicas por contenernos en este momento. Digo esto porque nos lo confesamos en el código de las miradas. Digo esto porque estoy enamorado. Subimos a su departamento como otras veces, pero esta vez yo estoy enamorado. Ella me regala otros diez mil besos que correspondo vehemente como soy, y nos acercamos al equipo de audio para invitarlo. Primero es U2, selección estricta de One, luego el resto del CD. Hay risas y sonrisas y ese tipo de quejidos de elefante cuando dos cuerpos se reencuentran y se dicen gracias por estar conteniéndose. Hay torpezas obvias, sobre todo porque yo estoy enamorado. La rosa blanca sale de su celofán y comienza a sorber agua de una copa de champagne. Me dejo desnudar mientras mis manos deshacen la civilidad su cuerpo. Es como otras noches, solo que esta vez yo estoy enamorado; o sea que es tan distinto que me parece la primera vez. De pronto (y no se cómo se las arregló el invitado), Piazzola comienza a amasar su bandoneón en el equipo y así nos encontramos en el cobijo indescriptible de las sábanas (Mi querido Julio seguramente encontraría la más bella descripción). Los elefantes invaden la habitación pero no hay temor por una estampida. Las pieles se humeden y las topologías recónditas imponen sus respectivas demandas. Mano contra mano como encastre. Vientre contra vientre como molde. Cuello contra cuello como troquel. Planta del pie que recorre ese circuito deportivo de las piernas que se dejan recorrer y se transforman en autorrutas fértiles y suavísimas. Los sexos entregados y dispuestos. Las bocas que fabrican jugos y sabores inimaginables y que se vierten inclementes sobre todas las superficies nunca del todo descubiertas. Bocas incendiarias sin tapujos ni territorios vedados en su requisa. Ella se deja descender a los infiernos, se expone al fuego firme y me rescata al borde de las llamas: yo me dejo rescatar porque estoy enamorado. Y  nos reencontramos en la superficie de mis labios, allí, en la cabeza que intenta definir las emociones en una ecuación cuadrática (aunque a la fecha esta cabeza no sepa definir qué es la raíz cuadrada de dos). Hay una necesidad imperiosa de complementarse en el seno de la manada de elefantes que no dejan de aturdirnos con sus quejidos dulcísimos. Las sábanas se vuelven demasiado pesadas para nuestras pieles. Yo pronuncio las palabras mágicas que no puedo reprimir un solo momento más y las puertas del paraíso se abren. Tomo la real conciencia de que estoy enamorado pero no hay plástico o látex o forros o condones (torpeza descubierta a último momento): solo la imperiosa necesidad del placer desnudo de artilugios. Y entonces no, y es entonces ahora mi boca la que desciende los valles exuberantes y explora el mapa aterciopelado la que llega al frondoso territorio de los sueños donde toma el lugar de mi sexo y que se las rebusca para multiplicar más elefantes. Mi boca limitada a mi lengua limitada a mis labios limitados a los suyos que sólo quiere retribuir el amor que siento con el placer más intenso que se pueda otorgar, porque estoy enamorado. Y en el cenit del pasar de los elefantes que ya son millones, y en la emoción de Don Astor que decide llorar a su Nonino, y en su vientre que convulsiona el placer, yo me derramo sin quererlo en rugiente compañía. Mi cuerpo asciende hasta encontrase con sus ojos, con su nariz, con sus labios que hablan y que siguen liberando más y más elefantes. El tempo entonces se vuelve adagio con la Milonga en Re. El sudor de las pieles se homologa y las temperaturas se hermanan. Llamamos a las sábanas. Un elefante perdido flota unos segundos sobre nuestros cuerpos y nos reúne en el calor de regocijarse luego de. Estoy enamorado e intento ocultarlo porque aún me quedan cinco días de espera antes de conocer el resultado del obligado análisis anti-HIV.


27 de agosto de 2011

LOS MENDIGOS




Los mendigos
Alejandro Luque

Emundo había cambiado profundamente. Las especulaciones en las bolsas del mundo habían logrado enriquecer a unos pocos sin hacer nada, pero al fin el débito pudo con todos: tanta deuda se había creado para satisfacer el ansia de tener, de poseer, de más y más, que el mismo sistema terminó dando una convulsión y se cayó, sin penas ni gloria. Todos pensamos entonces que el tan mentado fin del mundo había llegado, sobre todo porque el último estertor del sistema económico global aconteció a fines de 2012, cuando las reservas en oro de los estados más poderosos anunciaron su colapso y su incapacidad de hacer frente a tanto dinero inexistente.

Y dejamos de consumir. Las industrias y los grandes transportes cayeron como castillos de cartas. El hambre nos tocó a todos y ahí nos dimos cuenta del horror que habían sufrido aquellos desheredados de África que se morían como moscas en campos de refugiados. Al mismo tiempo desapareció la novedad inmediata, el capricho de las noticias en tiempo real que supo desinformarnos durante décadas. Los políticos y gerentes de las soberanías se esfumaron en el silencio, y todos supimos entonces que nunca estuvieron preparados para la adversidad de sus posiciones. El poco petróleo que quedaba en las tripas del planeta descansaba finalmente en paz a falta de combustible y operarios, y el hombre lobo que todos esperábamos (ése que nos habían convencido las incontables series norteamericanas de anticipación que habría de surgir) nunca se manifestó. Unos menos mal que otros, todos estábamos expectantes de que algo pasara, como siempre.

Pero nada pasó, excepto que el hambre y la necesidad nos azotaron como un mazazo en nuestras cabezas. Con el paso de las semanas y los meses intentamos organizarnos sobre las bases conocidas, pero a cada organización sobrevenía de forma ineluctable el fracaso. Nuestras diferencias y capacidades de aceptación se hicieron cada vez más infranqueables. De hecho, y diría que como único acuerdo posible, cada vez que algún líder se manifestaba una horda de arengados espontáneos se encargaba de eliminarlo, de enrazarlo. Las familias se separaban ya no por falta de sentimientos sino por necesidad de sobrevivir. Y esa supervivencia no respetaba ni religiones ni morales heredadas. En poco tiempo comenzamos a darnos cuenta de que la trillada idea de juntos somos más fuertes era una excusa más de quienes pretenden controlarnos para contenernos en la adversidad que se retroalimenta. Abandonamos los dioses justicieros y prometedores que mucho tenían que ver con la hecatombe. Dejamos de creer en promesas que no tuvieran una factura inmediata. De hecho, dejamos de creer en el futuro porque nos dimos cuenta de que no existía.

El tiempo del reloj también nos había abandonado. Todo se convirtió en día y noche, frío o calor, sequedad o lluvias. Y no es que no hiciéramos nada; al contrario, ese tiempo de horas y minutos que tanto solíamos contar y que ya no existía se había convertido en espacio y energía que debíamos saber aprovechar de forma vital. Si era tarde para muchas cosas, la tardanza y la espera dejaron de tener sentido. Las inmediateces que tanto nos habían dividido y diversificado, por las que habíamos perdido nuestras almas, dejaron lugar a los intervalos de posibilidad sin obstáculos. No obstante tuvimos que reaprender el valor del tiempo real, fuimos obligados a escuchar los relojes internos y a leer las agujas de la naturaleza que nos resultó más que nunca extraña e incomprensible… pero también intransigente. Si bien se nos había acabado la vieja necedad, tuvimos que aprender a someternos a las leyes del tiempo que no le pertenecen a nadie.     

Dejamos de leer porque a la luz había que utilizarla para subsistir, y en la oscuridad que nos abrigaba descansábamos. Abandonamos el romanticismo por praxis y nos volvimos lo que siempre fuimos en el fondo: solitarios que comparten por un instante sus soledades para seguir el camino. Volvimos a estirar el cuello para asombrarnos de las estrellas, pero esta vez no les adjudicamos nombres ni formas que las unieran. Tampoco dejamos que otra abstracción les quitara sus realidades incomprensibles. Dejamos que nos llovieran y arreciaran todas las inclemencias del planeta, y nos permitimos que el aliento de progresar nos abandonara. No volvimos a enterrar a nuestros muertos porque aprendimos que sus cuerpos no nos pertenecían; de hecho, dejaron de ser nuestros.

Nos volvimos muy austeros con la palabra. No hacía falta comentar lo que veíamos del otro y lo otro frente a nuestros ojos. Sin volvernos las bestias que seguramente éramos en el fondo, nos permitíamos el roce, la caricia simple, el hombro desnudo, y la piel así de simple. El abuso, como idea y concepto, desaparecieron. También las falsas diferencias que siempre pretendieron enmarcar nuestros géneros. Estábamos todos solos por igual. Estábamos todos abandonados por igual. Nos habíamos abandonado hacía mucho tiempo con mentiras y justificaciones. Habíamos perdido mucho el tiempo que hubiese posibilitado reunirnos e igualarnos. Pero ya era tarde para volver atrás.

Aprendimos a cazar y a cosechar para alimentarnos. La naturaleza cobró para nosotros un respeto que habíamos perdido y huimos de las corazas que supimos prodigarle. Nos convertimos en presa y predador en términos iguales y logramos un equilibrio impensado tiempo atrás. Perdimos nuestros egos como se pierden los dientes de leche: uno a uno e inexorablemente. Abandonamos esa pretensión de domar el fuego y nos sometimos a la voluntad de los elementos.

En realidad, cuando lo pienso en función de la vida que llevábamos antes, nos veo como mendigos, seres humanos sin techo y sin futuro, sin asistencia y sin poder contar con nadie, esparcidos en los nichos que quedaron y avasallados por una realidad que nos sobrepasa. Hay entre nosotros aquellos que se recuestan en un rincón y allí se quedan. Hay otros que no dejan de errar como fantasmas por los mismos lugares. Hay muchos que desaparecen sin que nadie sepa cómo o por qué, y hay resto que subsiste a su manera.

Y aquí y ahora estoy yo, revolviendo desesperado algo así como un tacho de basura, un agujero olvidado. Un espacio de cemento que hace tiempo el rigor salvaje de las hiedras y los eucaliptos comenzara a desgranar. Un símbolo del olvido inexorable que huele a papel y a tinta y que me recuerda lo mejor de otra época, lo mejor de mí, lo mejor que ha perdido el hombre: la lectura.  

OBLIVION

"Obelisco at nigh" foto de Frans Swaalf

oblivion
Alejandro luque


tránsito mental de buenos aires hora cero y humedad cien por ciento cuando los semáforos en la aturdidora cabezaciudad funcionan tan al pedo correctamente
que uno tiene la sensación de estar en la ciudadcabeza ideal

el ruido fií­zzzzzz de los neumáticos sobre el asfalto
satinados por los slaloms surrealistas entre los baches

pararse en una esquina y observar cómo algún perdido
vaya uno a saber con qué destino e intención
toma la próxima a la derecha y pone el guiño
después de haber girado

su ruta y nada importa

levantar la cabeza y desconocer las constelaciones
a través de los destellos desdibujados por la lluvia
esa sensación de estar presenciando
tal vez
la gran escena de la vida con la sola certeza de saberse empapado

ser tan poca cosa en medio de cualquier metrópolis y
sin embargo
osar hacerse la pelí­cula en la que uno es el único protagonista
y aún así­ disfrutarse como si fuera un logro trascendental

lastima bandoneón mi corazón

pero aquí­ se está, empapado de buenos aires y de ausencia
y eso es mucho
es la herida abierta
un desangrarse maravilloso

por eso se le cae a uno una pajera lágrima en la mejilla
que se mezcla con el chorro que tributa desde la frente

y en ese momento
el tipo se da cuenta de que existe un atlántico inexorable
entre su necesidad de estar sobre una nueve de julio y su diagonal
y su realidad de oblivion en una avenida encharcada de nombre impronunciable

9 de julio de 2011

CHANCE

Chance

En la madrugada de un bar perdido, alguien le había hablado de lo mágico que era el programa, pero también le había advertido de su peligro. El hombre, de quien no recordaba un sólo rasgo, le ofreció el estuche que contenía un DVD sin etiqueta y un par de anteojos oscuros. Sin pensar se lo guardó en un bolsillo y siguió bebiendo olvido.
   Salió a duras penas del bar con la ayuda de su mejor amigo, Julián, que había acudido a buscarlo luego de recibir un confuso SMS que delataba su estado. Cuando se despertó doce horas más tarde, se encontró semidesnudo y retorcido en el sofá del living de su casa. Todo estaba desordenado a su alrededor, y el aire, mezcla de tabaco rancio y sudor de abandono, supuraba moscas de tamaños diversos. Con esfuerzo se incorporó pero perdió el equilibrio. La cabeza le daba vueltas al ritmo del martillo que la azotaba y sentía en la boca el regurgito infecto de un hígado abatido. Se arrastró hasta la mesa. Se incorporó ayudándose con una de las sillas. Al lado de varios platos sucios en osado equilibrio pudo leer las líneas que le había dejado su amigo al dorso del volante de un grupo de terapia. Pablo, no podés seguir así. No puedo hacer de bombero cada madrugada. Necesitás ayuda para salir de esta escalada demencial. Nada volverá a ser como antes, lo sabés. Nada puede cambiar lo definitivo ni para vos ni para mí. Pero llamá a este número ya. Ellos sí podrán darte la mano que necesitás. Cuidate, por favor, J. Con un gesto impávido espantó una mosca que libaba indecente la última letra de la nota. Logró llegar al baño aferrándose a las paredes. Sin desvestirse se dejó masajear por la ducha hasta que no hubo más agua caliente.
   Se sintió despejado aunque infinitamente cansado. Con la ropa interior empapada hizo un bollo y lo tiró en un rincón. Cuando volvió al living, la absurdidad del silencio, la ausencia anudada desgarrándole el corazón como un bisturí en las manos de un enajenado, abofeteó su desnudez. Lo volvió a embargar aquella desesperación ahogante. Revolvió todo el departamento hasta encontrar debajo de un almohadón la botella de whisky que había abierto la noche anterior. Se la empinó como si fuera agua, y al bajar la vista vio el estuche en un rincón del sofá. Lo abrió, sacó los anteojos y apareció un cable con una ficha USB en el extremo. Como un autómata fue hasta su PC y lo desenterró del cúmulo de facturas impagas, resúmenes de internación y ropa sucia. Se sentó, encendió el ordenador y conectó el cable de los anteojos. Volvió a beber. Deslizó el DVD en el lector y obedeció la consigna que apareció en la pantalla:

Póngase los anteojos y pulse la tecla enter

   Una sensación como la de estar bajo una lluvia de partículas de plomo se expandió desde las sienes al resto del cuerpo. Enseguida apareció en el campo de visión la tierra, ese globo celeste flotando en una inmensidad oscura. En ese momento tuvo la sensación de que su cuerpo ya no estaba en el departamento sino en el espacio. Percibió como si una especie de dedo muy fino, preciso y delicado hurgara dentro de su cerebro. Algo lo lanzó hacia el planeta sumido en un vértigo que jamás había vivido. Vio la capa luminosa de la atmósfera hacerse cada vez más grande, penetró los primeros estratos sin quemarse y atravesó las nubes como si fueran un banco de neblina porosa. Sus ojos comenzaron a distinguir la región en la que vivía, la ciudad, el barrio de Julián. Y en la vereda, su propia humanidad acercándose entre tumbos al coche.

   Tanteo las llaves en el bolsillo, las saco y se me resbalan de los dedos. Me  niego a escuchar lo que dice el exagerado de Julián. Me agacho y las recojo, no sin antes darme la cabeza contra la puerta del auto. No pasa nada, exclamo mientras me incorporo. Está todo bajo control. Es este llavero de morondanga que siempre hace lo que quiere. Subí, mi amor, que en media hora estamos en casa. Pablo, me dice ella, a mí me parece que, pero le corto la frase previsible con un gesto de furia. Entonces aparece el pesado de Julián que vuelve a repetirme eso de que no estoy en condiciones de conducir y que le dé las llaves. Lo mando a su puta madre, porque me harta con sus naní-nanás. A parte, ¿cómo se le ocurre pedirme las llaves de mi coche por una vez que me pongo alegre? Como si yo no supiera hasta dónde puedo y hasta dónde no. Dale, Ceci, subí que nos vamos. Pero el estúpido de Julián me arrebata el llavero y me dice que me lo devuelve si entramos a su casa y tomamos el café que preparó su mujer. Pablo, un café y después se van, me asegura. Pero por el tono entrecortado de su voz, por la expresión con la que primero mira a Ceci y luego a mí –como si yo fuera una legión que me precede–, por el brillo de alerta en sus ojos comprendo que me miente. Entonces me pongo como una fiera y me lanzo sobre él para recuperar las llaves. Caemos al piso y rodamos. Hay un flash, una chispa remota que desencadena algo en algún rincón del universo. En medio de la lucha empiezo a recordar lo que pasará después: la curva, el árbol, la sangre, los pedazos de mi familia desparramados en la banquina, y yo con heridas leves. Es cuando un cimbronazo violento me atraviesa de pies a cabeza y detiene mi pulsión. Me percato de la silueta de Cecilia junto al coche escudando en sus brazos a la nena y aferrándose con desesperación a un presente que depende sólo de mí; de mi puño a punto de descargarse sobre el rostro de Julián que me observa con terror de espaldas al suelo. Y desde un rincón del universo me dejo caer a un lado, rendido y borracho. Julián se levanta, se sacude la ropa y se mete el llavero en el bolsillo. Me ayuda a ponerme de pie y me conduce al interior de su casa. Ceci, con la nena en los brazos aún dormida, agradece sin decir una palabra y la recuesta en el sofá.

   Pablo se observa en la secuencia que proyectan los anteojos. Está rodeado de los suyos, tomando de a sorbos y en silencio el café de la chance. Nadie habla. Pero cuando la serenidad que ve en el rostro de su imagen comienza a irradiarle de calma el espíritu, siente un nuevo cosquilleo y un mensaje aparece frente a sus ojos:

¿Desea continuar o desconectarse del programa?
Atención, su decisión será irrevocable y definitiva,
y afectará el sentido de todas las cosas

            Continuar, responde. Continuar, repite. Continuar, implora. 

5 de julio de 2011

RAÍCES SUBTERRÁNEAS DE VC Y ALREDEDORES (I)

Primera entrega: Los archivos Recalde y Laterza (*)



“…También hay un hospital en Cosquín…”
“…ni bien tenga más noticias te vuelvo a escribir…”
“…el agua del río es calentita…”
“…vos también estás lejos…”
“…pero cada vez que leo tu carta me vuelve la confianza…”

Boquitas pintadas, Folletín de Manuel Puig



Abrir-último-correo-entrante
>Abriendo mensaje… >Terminado


De: w.yzabc@ippt.fcgc
Para: ade.ele@uni-libre.fcgc.nar
Asunto: Decod arch Recalde ult + factura
Fecha de envío: 11/07/15, 18:33:02
Fortaleza del Centro
IPPT- DEDERENUM


Estimado Doctor,
A continuación, y a su pedido, adjunto a este mensaje una trascripción fiel en formato texto de los últimos párrafos del memo vocal que Enrique Recalde dejara en el ho-Buzón de Martín Nguyen, editor del desaparecido diario La Estrella Federal de la exciudad autónoma, también último archivo según el registro del occiso. Los corchetes corresponden a frases o palabras incomprensibles. No quiero dejar de hacerle notar la mención clara que Recalde hace del “agujero sureste”, refiriéndose al antiguo pasaje utilizado por “los nativos”. Mi equipo de restauración numérica conviene que corresponde al décimo tercer párrafo vocal. Lamentablemente una gran parte de los archivos aún presentes en el rígido del pad del periodista parecen irrecuperables, pero considero que todas las pruebas que le he hecho llegar en estas dos semanas, sumadas a esta última, le permitirán confirmar sus sospechas: la explotación de lantánidos ya había dejado de funcionar bien antes de haberse declarado la epidemia en la región que usted investiga.

Adjunto también facturación s/detalle del monto debido por los servicios prestados, esperando su pronta cancelación.

Sin otro particular, lo saluda con sincera atención,

Lic. Walter X. Yeats-Zabece
IPPT - Inteligencia Privada Para Todos
Departamento de Decodificación y Restauración Numéricas
Fortaleza Autonómica De Gran Cimera

Abrir-adjunto-uno
>Decomprensión en curso del archivo… >Terminada.

10 [ ] que la curiosidad, en este caso, no quita lo valiente. Por eso decidí echarle un vistazo a los muy vigilados campos de explotación. Vale aclararte que mis contorsiones acrobáticas sobre los árboles te serán recordadas antes de asignar las bonificaciones de fin de año. Aquí van algunas fotos del amurallado y la entrada para que empiecen a jugar los chicos de maquetado y [ ] fuertemente armados que muestra el clip video.

11 Te imaginarás que tal vigilancia no es para menos con semejante cultivo organizado de coca. Ya leo la portada de La Estrella a todo color [risas]. Y mi nombre bien legible al final [más risas]. Este…Sí, volviendo al tema, fijate en esta sexta foto y a los tres minutos doce del clip que te acabo de mandar que los hangares se extienden casi hasta la colina sur, donde termina la pista de aterrizaje. Con el zoom de la última foto quise tomar lo que para mí es el famoso agujero que hicieron los explotadores norteamericanos. Espero que tus pibes puedan trabajarla para darle más nitidez, ya hay poca luz, pero me parece ver que la entrada está obstruida por rocas. Este… o sea que inaccesible, ¿se entendiende? Putamadre casi me caigo de esta magnolia de mierda, ¡aia! [ ] el zumbido de una avioneta que se acerca y de la 4X4 [ ].

12 [ ] cierro el pico y dejo correr la video-cámara a ver si logro captar lo que dicen [saturación por ruidos varios]. Miralo vos al cara de mosquita muerta de Ferrando. De este malandra te envié ayer el clip en cámara oculta de nuestra breve entrevista. ¿Viste la mansión en medio de ese pueblo fantasma? De no creer. Este… Bueno, necesito tocar tierra, esto no da para más. Sigo en el coche [fuerte saturación].

13 Este… necesito una ducha urgente y sacarme el tufo que exuda este pueblo y sus inmediaciones lo más rápido posible. Para terminar este reporte, así te mando esto enseguida, te resumo mis sospechas como te [ruido de papel]. Primero, la riqueza actual de este pueblucho no tiene nada que ver con las tierras raras. Segundo, este… sí. Si el mítico tesoro del primer linaje de los tehuelches-araucas existió, y según los datos que recabé para la investigación, éste se encuentra o se encontraba en las inmediaciones de la explotación de lantánidos, ya que tengo pruebas de que los nativos dejaron un sendero seguramente ritual, quizás mortuorio, que se pierde en la colina sur donde hace unos años se abrieran las galerías para la explotación de la cantera. Este… o sea el agujero al sureste que fotografié y filmé. Tercero, la zona es en la actualidad un sistema de cultivo de coca altamente tecnológico que maneja impunemente el dueño de Villa Cimera, enriquecido hasta los tuétanos. Quinto… este, no, cuarto: desconfío cada vez más de tu amiguita Rocío. No me recibió aún, y por lo que presumo [ ]

14 Me debés una buena cena en el Sofiá’s y por favor mandá noticias. Me preocupa que no hayas respondido a mi primer reporte. Demás está aclararte que la nota es MIA. Besitos, ya sabés dónde, a tu nueva scort-girl, y pasame los datos de la agencia de encuentros que en eso voy a utilizar mis merecidas bonificaciones una vez terminada la investigación que te ofrezco en fuente de oro [risas].

15 Fin-eme-eme-reporte… Enviar.

>¿Desea guardar el archivo “Recalde-vox-ult.dcxm”? Si – No – Anular
Sí.
>Guardando… >Archivo “Recalde-vox-ult.dcxm” guardado en carpeta “Tesoro Tehuelche-arauca conf”



Cerrar – abrir-nuevo-mensaje-Guillermo-Balaguer – escribir
>Cerrando mensaje… >Abriendo nuevo mensaje para gbalaguer… >Escuchando…



De: ade.ele@uni-libre.fcgc.nar
Para: gbalaguer@geobiz.fcgc.nar
Asunto: Canteras VC
Fecha de envío: 11/07/15, 23:03:17

Hola Guillermo coma-a-la-línea

Un mensaje corto y a las apuradas punto Salgo para el centro con la certeza de poseer las coordenadas exactas de la entrada a las catacumbas tehuelches que mencionaba tu viejo en sus delirios etílicos punto Te adjunto la factura del IPPT para que la honores a la brevedad punto Estoy muy excitado punto Confío en tu siempre fiel discreción punto En caso de problemas ya sabés dónde están todos mis documentos y últimas disposiciones punto Te tendré al tanto punto-a-la-línea

Un fuerte abrazo coma-a-la-línea
Antón firma


--
Antón de Lamia
Teólogo en Espeleología
Centro de Reunificación de Creencias y Cultura
Fortaleza Autonómica de Gran Cimera

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>Buscando… >Leyendo

Además de acusar a mi padre y a la camándula que lo rodea con las pruebas que le remito gracias a la ayuda del difunto Ramón Ordóñez, también acuso a la gobernación cuya manifiesta inoperancia en la explotación de tierras de Villa Cimera deja en claro su solapada complicidad.

El hecho de que mi padre conociera y ocultara la información sobre las riquezas subterráneas de la región de Villa Cimera queda más que puesto en evidencia por la alocada adquisición de tierras con un fondo “non sanctum” organizado con el apoyo de sus secuaces. Los mismos que se encuentran al origen de la muerte de Ramón Ordoñez, quien conocía los pormenores que se desarrollaban en la municipalidad con la venia del destacamento policial.

Es más: yo misma he frecuentado las inmediaciones al sur de las tierras en conflicto a pocos kilómetros de Villa Cimera y he podido constatar vestigios innegables de antiguas explotaciones o excavaciones trogloditas que penetran la tierra y que se encuentran repletas de materiales que juzgo como indefectiblemente valiosos para la indigente gobernación y para la cultura de la nación, en general.



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>Grabando y cerrando… >Grabado y cerrado.



24 de junio de 2011

21 de mayo de 2011

La Gárgola De Invierno


Le repos de la Gargouille, de Pierre Moysant


La gárgola de invierno 
Alejandro Luque


Lsoledad impensable de la metrópolis tiene el poder de sumir a sus víctimas en la desesperación más absoluta. Quizá por eso los suicidios en la vías de los trenes, los ahogados en los ríos, o los saltos desde los grandes edificios. Quizá también sea la causa por la que tanta gente duerme en la calle, devastada por el necesario alcohol frente a la intemperie: doctores, ingenieros y don nadie como yo, con un pasado que se perderá en el olvido y el rigor del absurdo íntimamente comprensible. De esto último conozco bastante. Créame.
La piel resecándose de esa humedad que conoció alguna vez no piensa ni establece parangones. Se reseca, simplemente. Pierde su tonicidad e, incluso, su sensibilidad. Llega a enmohecerse, y no hay ducha ni jabón que logre borrar los signos del deseo metido en el olvido o en pausa. Uno se vuelve un hombre verde, con ira o sin ella, indefectiblemente. Y con ello se adquiere el documento de identidad de un extraterrestre. Sí, no se ría ni se fíe, porque como yo, usted puede terminar en la calle enmohecido y descastado de un imperio que ni siquiera le ha pertenecido.
Pero no es eso lo que le quiero contar. Hace unas cuantas noches llovía en París y la temperatura había bajado demasiado. Yo buscaba un hueco con techo debajo del cual poder sobrevivir a la inclemencia. Vagué durante horas por los muelles como un autómata que pretende mantener su piloto automático. Hay que decir que es tan difícil alquilar un departamento en París como encontrar un lugar vacío y resguardado sobre el que apoyar la osamenta. Fue debajo del Pont de La Chapelle donde mis huesos encontraron un espacio y la costra sobre mi piel, cobijo. Estaba intentando ahuyentar el frío desmesurado y dormir debajo de mis cartones y mis revistas gratuitas –esas que leen los que viajan en metro para ir al trabajo–, cuando una mano comenzó a escurrirse por entre las miles de capas que me cubrían. Como el tiempo que uno vive en la calle no se mide en días sino en horas, usted se imaginará que los minutos son valiosas experiencias. Así que me quedé quieto, sin respirar. La mano se multiplicó en dos, y mientras una acariciaba el enjambre grasiento de mis cabellos, la otra buscaba mi sexo olvidado y pretendidamente inerte. Sentía la respiración de la presencia agitándose cada vez más al borde de mi nuca y gimiendo la promesa del placer seguro. Hubiese querido comunicarle con mi mano la aceptación del contacto, pero el frío y el instinto de conservación me lo impedían. Usted sabrá que no hay nada peor que los dedos con sabañones cuando la temperatura del aire hace que los charcos se congelen. Así que me entregué a esas manos y al calor de aquel cuerpo, como quien se rinde a la evidencia de que no se puede hacer otra cosa.
Y aunque a usted le parezca mentira, mi cuerpo respondió, bien que el frío acumulado y el alcohol necesario para aguantar siempre se encarguen de anestesiar el deseo. Porque no se puede subsistir en la calle con hambre y con frío, desposeído de todo y sin ningún derecho, pensando en echarse un buen polvo. Eso se olvida, desaparece, porque uno deja de tener un sexo y se conviertye en un paria, en un pasajero que espera la muerte en el andén del desamparo de la única manera que puede hacerlo: solo y con un profundo olvido de lo que fue. Pero, decía, mi cuerpo respondió y el masaje de esas dos manos plenas de calor despertó los resquicios del hombre que dormía debajo de la cáscara.
La experiencia olvidada –que no es inexperiencia, no crea– hizo que me derramara antes de tiempo. Me recordó culpas mandatarias que, entonces, ya no tenían ningún sentido. Cuando la muerte nos acompaña y nos tiende la cama, que no es más que un rincón húmedo y atiborrado de ratas, el sentido de culpabilidad se transforma en algo sin importancia, y los aspectos de respeto y la contención se vuelven frivolidades. Quizá entusiasmado por esa cuota inesperada de calor, o tal vez porque creí sentir que la costra sobre mi piel se humedecía y cedía, fue que me volví entre el caos de mis cartones y pregunté a quién pertenecían aquellas manos. Como respuesta recibí un grito gutural cercano al de un pavo custodiando su terreno, y los cartones que me envolvían volaron hacia todos lados debajo del puente como si una bomba hubiese explotado. Y después nada.  
El frío caía como una maza que golpea suavemente pero con impúdica insistencia. Me puse a recoger mis sábanas y mi colchón cuando, entre la oscuridad más indescriptible, percibí un capullo al otro lado del puente que se entre abría. La negrura de mis manos se acercó y sacudió la sombra. Desde el interior de una maraña inconcebible de desperdicios surgieron los relieves de una criatura.

–¡Eh! ¿Qué mierda querés?
Nada –respondí, y aclaré:– es que alguien se metió entre mis cartones y luego salió corriendo como alma que se la lleva el diablo. Los estoy juntando.
–¡Carajo, que no se puede dormir tranquilo en ningún lado! –increpó la sombra a la nada húmeda y oscura que nos rodeaba.

La criatura, que tenía dos ojos inyectados impresionantes y un inconfundible acento del sur, miró para todos lados, bufó algo incomprensible y seguramente obsceno, y comenzó a reconstruir su caparazón de basura y oscuridad. Sobre mi cabeza podía sentir cómo el tránsito no sólo no se detenía, sino que nos pasaba por encima. El Sena estaba irónicamente calmo y el último bateau mouche atracaba en el minipuerto de la otra orilla. Un millar de estrellas brillaban innecesariamente en un cielo que recién se despejaba y que, despiadado, amenazaba con más frío.

–Y decime, vos, ¿sentiste un calor como cuando el vino hace efecto? ¿Escuchaste un chillido como de ave en el matadero? –preguntó con un inocultable dejo de temor la voz de la sombra aflorando la nariz entre las grietas del capullo y deteniendo todos su movimientos a la espera de mi respuesta.
–Sí –respondí con curiosidad y cautela–. Pero no entendí por qué reaccionó así… la estábamos pasando muy bien y yo…
–Entonces hay que salir disparando de este lugar y mantener los ojos bien abiertos –me interrumpió– porque las gárgolas de invierno salieron de caza… y no perdonan –aclaró recogiendo con una rapidez casi surrealista un puñado de sus bártulos y dejándose tragar a la carrera por la oscuridad más allá del puente.

Reconstruí mi abrigo de cartones que supieron contener ordenadores, equipos de música, cafeteras expresso y televisores de 30 pulgadas (¡esos cartones son los mejores!), e intenté olvidar el incidente y al tipo con acento del sur. Pobre diablo supersticioso, ¿no?  Usted seguramente se preguntará quién podría haber sido aquel visitante que penetrara la miseria de mi intimidad. ¿Una mujer hermosa tan perdida como yo? ¿Un depravado sexual? No, de esos nosotros estamos a salvo. ¿O habrá sido mi imaginación, mi deseo, el delirio que provoca el frío? Reconozco que, después de todo, sólo las ratas o algún extraterrestre podrían osar darle calor a este cuerpo olvidado y olvidable que insiste en existir. Pero…
Así que agité mi cabeza, organicé mis ideas y me dije: “Si mañana me despierto, voy a probar suerte en Notre Dame”. Como usted sabe bien, los turistas que vienen a sacar fotos de la catedral los domingos se conmueven y dejan buenas propinas al pie de las rarezas verdosas de la raza humana. Pero no conseguí muchas monedas ni tuve visita esa otra noche ni las siguientes. Por eso, desde aquella madrugada de domingo me voy cada mañana del lugar en el que dormí y me desperté entumecido para probar en otros. Busco el calor que me falta en este invierno desalmado que aplasta y que se pone cada vez más bravo. Y ahora lo dejo que ya es tarde.

El cielo está despejado y seguro que no va a llover, aunque el viento gélido lastime. Vamos a ver ese rincón que descubrí ayer cerca del Pont au Change, al pie de una de las escaleras que se sumergen en el río. Me pareció perfecto y esta botellita de tinto será la mejor frazada. Si me quedo quieto debajo de mis cartones, seguro que esta noche la gárgola volverá para abrazarme y sacarme el frío que se esconde en mi hojarasca. Pero esta vez no me volveré para preguntarle nada. Me quedaré tranquilo, en silencio, dejándome llevar y acariciar por su ansiado calor. 

9 de mayo de 2011

25 De Mayo 940


Foto de Juan Ignacio Luque
25 de Mayo 940
Alejandro Luque


Es ese rincón ahora olvidado que alguna vez guardó
un secreto, que tuvo un brillo particular e irrepetible
que se nos fijó en la memoria como un hito
 inalterable.
Es aquel lugar en el que fuimos conscientes
de nosotros mismos por primera vez.

La ruta 226 entre Mar del Plata y Azul era un largo trayecto de cuatro o cinco horas de movilidad restringida, una interminable trayectoria que había que rellenar con juegos improvisados, lecturas previsibles y momentos de silencio. De noche contábamos las estrellas sobre un mar de tierra oscura. Pero de día eran las vacas: las holando argentinas y las Aberdeen-Angus, con cuernos, sin ellos; o el mosaico cubista de campos cultivados: trigo, maíz, papa, ciclado; o el número de  mojones ruteros entre dos estaciones de servicio. Cuando la atmósfera del habitáculo se llenaba de un olor acre y casi asfixiante, sabíamos que algún zorrino vagabundo se había meado de susto al pasar el coche. Contábamos también los nidos de horneros en los postes de electricidad; los de dos o tres pisos valían doble o triple. Nunca olvidaba algunos Patoruzú listos para canjearlos en la librería de don Ricardo por una de las Locuras de Isidoro o –si tenía tres- por una revista D'Artagnan.
El coche pasaba al lado de la estación, franqueaba la avenida Mitre con su muralla de casonas, zaguanes y portales de hierro forjado. El ajetreo de los amortiguadores al atravesar la vía nos despertaba los cuerpos entumecidos justo antes de doblar a la izquierda para tomar la avenida 25 de Mayo. El kiosco de don Ricardo, a la derecha después de la esquina; el consultorio del doctor Spadari, mi homeópata salvador, más adelante y en la mano contraria. En el 940 el auto hacía un giro y subía a la vereda hasta casi tocar el portón de entrada. Era de hierro, pintado de blanco y muy pesado. Papá lo abría, volvía a subirse al coche y avanzaba unos metros, se bajaba otra vez para cerrarlo y luego conducía por la larga trotadora hasta el fondo donde estaba la casa y los galpones. Tía Anita salía a recibirnos bordeando su increíble jardín en el que un duraznero solía llorar sin respiro sus frutos en verano, o nos esperaba en el vano de la puerta del comedor vidriado. Allí y entonces yo empezaba mis vacaciones y el viaje interminable se evaporaba definitivamente de mi conciencia. Me dejaba mimar un rato desde la permisiva severidad de mi tía que me prefería por encima de todos los vivientes. Si era de noche, nos acostábamos después de descargar con rapidez los bártulos indispensables; si llegábamos de día, ejecutábamos esa organización espontánea entre los viajeros y el anfitrión dispuesto que ofrece su lugar y todo el contenido a las visitas, y no se hable más.
Tarde o temprano, atravesando a la carrera la trotadora, yo volvía al portón de entrada que estaba justo debajo de un altillo deshabitado. Todo me parecía inmenso, a una altura inalcanzable. Enseguida me dejaba invadir por la atmósfera saturada del orín de los murciélagos que se cobijaban en los rincones privados de luz, ese perfume denso y dulzón que era parte del reconocimiento del lugar. Ya entonces me buscaba. En mi universo privado de un chico de cinco o seis años gritaba mi nombre para sentir la resonancia de aquel lugar como un gesto instintivo y territorial, igual que los perros mean sobre las meadas de los que pasaron antes.

Alejandro… Alejandro… Alejandro…


Un rato después volvía por el pasillo sin olvidar de espiar los rincones de la casona de los Arrouy ni de visitar los galpones del fondo. Al final entraba en la casa de mi tía y el concepto de aburrimiento dejaba de existir por el tiempo que duraran las vacaciones.  

Hoy todo parece más breve y pequeño, tal vez por tanto aburrimiento acumulado. Frente a la chapa con el 940 que observo como un turista perdido casi podría alcanzar el techo del altillo con mis manos. Ya no está tía Anita ni el duraznero llorón. Tampoco papá al volante. Y según me pareció ver al pasar, ni siquiera quedan horneros en la 226. Espiando a través de una hendija pude ver que levantaron una especie de dúplex al fondo, donde estaban los galpones, lo que acortó la trotadora y, seguramente, arrasó el jardín. Tampoco parecen quedar murciélagos o mi olfato ya perdió la capacidad de percibirlos. Pero el portón es el mismo. Caprichosamente blanco, manchado de óxido y bastante descascarado, aún reconozco en él las ranuras y el rigor de su nobleza. Vuelvo a gritar mi nombre, quizá con menos ahínco pero no menos vehemente, y es el viejo portón el que resuena como riéndose del tiempo. Es ese pedazo de hierro casi inalterable el que me devuelve en un eco destemplado aquella inacabada identidad mía aún intacta.

4 de mayo de 2011

El Lunar Violeta

Fotomontaje del biologuero

El lunar violeta
Alejandro Luque


Desde la inusitada aparición del lunar violeta en la palma de la mano izquierda, muchos pensamientos oscuros te habían guiado a lugares aún más tenebrosos. Ninguno de esos lugares incluía la visita al consultorio de tu médico, ya que estabas convencido del espantoso diagnóstico que flotaba implícito en cada uno de tus soliloquios. El terror intentaba aflorar por las hendijas de tu cotidianeidad, pero te las arreglabas bien para contenerlo en su jaula con osados recursos.
Lo primero que hiciste fue tatuarte con henna un símbolo en forma de estrella heptagonal cuyo centro incluía esa protuberancia violácea. Pero en menos de veinte días, la figura amarronada desapareció y el lunar terminó por cobrar una magnitud aún más inquietante. Luego decidiste vendarte la mano con la excusa de cubrir un cierto corte profundo, producto del descuido al preparar una salsa criolla. La idea funcionó hasta que entendiste que era una nueva solución transitoria, “Una herida desaparece, cuanto mucho, al mes de producida”.
Así fue que concluiste que lo más adecuado sería eliminar la mano, y con ella el lunar. “Es lo mejor: la vieja hacha, y a morderse los dientes”. Fuiste al galpón en el patio de tu casa donde te costó un buen rato ubicar la herramienta en medio del desorden acumulado por años. Allí estaba, arrumbada y herrumbrada, pero aún digna e imponente. Un roce del filo con tu pulgar te estremeció las entrañas, ya que el óxido había carcomido la lámina. La dejaste en el mismo rincón en el que la encontraste, recogiste de una caja vetusta un ovillo y ya te volvías pensando en que el machete para la carne sería más apropiado, “más manipulable y no tendré necesidad de aplicarme la antitetánica después”, cuando el hacha perdió su equilibrio y ¡pum! cayó a tus espaldas. “Bueno, si así lo querés, serás testigo. Pero entendé que por razones de higiene y prevención el machete ha sido designado el agente de la amputación”.
La recogiste, entraste con ella a tu casa y la apoyaste sobre la pared del comedor, frente a lo que habría de ser la improvisada sala de operaciones, “¡En primera fila!”. Fuiste a la cocina a recoger el machete cuando pensaste que necesitarías la botella de alcohol del botiquín “para desinfectar, no sea cosa”.  Volviendo del baño con el desinfectante, mudaste tu sillón de lectura al centro de la habitación, te sentaste y comenzaste a inmovilizar esa mano inquina sobre el reposabrazos con varias vueltas de hilo sisal. En unos minutos tu miembro se puso morado por la falta de irrigación, al punto de que el lunar comenzó a perderse de vista con ironía, como arrepintiéndose y tomando conciencia de lo que iría a ocurrir, pero lo ignoraste y seguiste con tu cometido. “El último nudo y sin moño”. El brazo con el vergonzoso estigma se había dormido. “¡Mejor!... Menos dolor”.
Probaste si todo estaba bien seguro. Tiraste con tu cuerpo y verificaste que habías hecho un buen trabajo. Recordaste aquella mañana cuando eras un niño y habías atado a tu tía abuela en su sillón mecedor porque jugabas a que eras un indio y ella la cautiva. La dejaste varias horas inmovilizada. Inútiles fueron sus súplicas y advertencias, como vanos sus esfuerzos por librarse de las ataduras. Al ver el chorro de líquido ambarino que caía por debajo del sillón, te acercaste por detrás de la cautiva con cautela y empezaste a aflojar las cuerdas con precaución. Cuando consideraste que podía terminar sola, saliste corriendo y te escondiste por el resto de la tarde.
“¡Bueno, hagámoslo!”. Buscaste el machete a tu alrededor, pero entonces te diste cuenta de que lo habías olvidado en la cocina, “¡qué imbécil!”. Con desesperación, recorriste mentalmente el camino y te precipitaste sobre el utensilio que había quedado sobre la mesada. Volvías con él. En realidad era el machete, brillante y desafiante, el que colgado del aire avanzaba con lentitud a la altura de tu cabeza apuntando al lugar en el estabas sentado. Pero a sólo un metro de su destino, el hacha celosa y sensiblera volvió a perder su equilibrio y ¡plof! se desplomó. Lo que provocó que el machete ingrávido también abandonara su impulso y ¡zipaf! cayera a unos metros, justo en frente de tu campo de visión.
Como los de tu pobre tía para evitar hacerse encima aquella tarde, infructuosos fueron tus innumerables intentos por atraer el machete hacia el sillón. Y tu ira fue en aumento al ver que lo único que lograbas mover a distancia ¡zifzif! era el hacha pesada y vetusta que se meneaba insolente como una serpiente por detrás del machete. “¡Carajo! ¿No entendés que no es con vos la cosa?”.
Quietud y silencio total. El corazón parecía haberse alojado en tu brazo inmovilizado, muy inflamado y ya casi azul. Mientras que una horda de termitas voraces te recorría las venas, pensaste que tendría que haber otra solución. Y de ello te convenciste sin saber cuál sería, en verdad. Abatido, pero no vencido aún, desanudaste el hilo y liberaste el miembro exangüe.  
Tu brazo, grotescamente marcado por las ataduras, necesitó horas para recuperar su circulación normal. Durante todo ese tiempo, las hormigas en su interior parecían devorarlo. Las muy malditas persistían con sus pellizcos dolorosos en la carne, a pesar de que las rociaste varias veces con el derribante para jardines. Lo peor fue que, al rato, el lunar violeta volvió a aparecer, indemne y orgulloso, y en tu opinión habiendo ganado innegables centímetros en la palma de tu mano.
Por una nueva hendidura de tu conciencia, el terror pretendía filtrarse otra vez. Pero para contenerlo en su jaula, un nuevo plan de batalla ya se estaba urdiendo en tus abismos de guerrero: “¡Un balde repleto de soda cáustica!”.