25 de enero de 2011

Inútil Combate


Foto del biologuero

Inútil combate
Alejandro Luque


Se fue con Alá, vi que desaparecía más allá de la esquina. Su Alá, el buen dios, como me dijo. Se fue con esa liberalidad tan portentosa como impertinente que se tiene a los 29 años cuando la vida no comienza aún a ser esa quimera de la que es complicado salir porque el tiempo cuenta y desde la que resulta difícil decidir todo simplemente. Y podría decir que Alá recogió en sus brazos a esa criatura, pero yo sé que los dioses que hemos inventado sólo nos abrazan en figuritas, y habría que buscarlas. Se fue así porque tampoco yo podía provocar una confrontación basada en mis convicciones, que son hoy diferentes a aquellas que tuve a su edad. Suena a viejo, ya lo sé, pero no soy viejo: soy el fósil que ningún paleontólogo podrá jamás encontrar porque se fue con Alá.

Se fue con Alá, y reputié la creencia y los dogmas y los ritos y mi propia incapacidad de ser dios. Dios con mayúsculas, como si la ortografía indultara mis carencias y me disfrazara con capa y corona. Se fue, y dolió. Se fue y duele. Y duele con mayúscula.

Se fue con Alá porque los ciclos perpetran eso circular que es repetir, por nuestra propia capacidad redonda de no poder hacer otra cosa, por nuestra obsecuencia de ser eso que se es, e imposible ser un otro. Alá está más fuerte que yo con ese tema de las repeticiones y las seducciones. Por eso a él lo adoran. Conmigo es ese previsible potencial fraternal, esa barrera de hasta aquí pero no más allá.

Se fue con Alá. Y siendo ateo es terrible, porque viéndolo partir me doy cuenta de que efectivamente existen los dioses: esos en los que he dejado de creer por exceso de razón, feliz o no. Existen los dioses, es verdad. Fuera de mí, es verdad. Y tanto existen, que me hacen mal los dioses que persiguen los otros.

Se fue con Alá, y aunque sé que se fue mal por eso de la humanidad y la fraternidad unilateral, por la irrupción de su nueva alianza con ese ente arrasador que no es más que un regurgito de una nueva vida pretendida, también sé que perdí por pocos puntos. Por que en su mirada que me pedía hermandad, también vi la duda, las trazas del “vos entendés; sí, vos entendés, entendeme”. Pero yo sólo pude entender que Alá y sus promesas fueron más fuertes que las mías. Yo, que sólo soy un miserable humano. Yo, que sólo pretendía ser piel sobre la piel, sangre sobre sangre, temblor sobre temblor, presente sobre presente.

Se fue con Alá. Vi desde la ventana del departamento su espalda y sus pasos casi seguros alejándose y perdiéndose en el recodo de la esquina. Vi su silueta partiendo sola, pero con los bolsillos llenos de las promesas de su Alá; y cuando se dejaba devorar por el último resquicio, sentí que su dios me arrojaba una mirada con sorna. Después de todo somos todos tan competitivos.

Se fue con Alá, aunque no haya venido con él cuando nos encontramos en el azar ateo de la urbe. Aunque colonizara todos los rincones de mi cama sin dios y con esa sonrisa brutalmente abierta que me cautivó de una y con la piel ardiéndole. Y después me mostrara con recelo, bien poco a poco, sus muchas heridas. Curándoselas cometí el error de sentirme dios, porque al curar uno toca el cielo con las manos. Curándome cometí el otro divino error de sentirme inmortal e imprescindible y bien. No fueron dioses los que encendieron las noches sedientas de desvelo buscándonos en cada hueco, ni las mañanas apurando los despertadores para sellar las mucosas abiertas de sed. No fue Alá quien prohibía el placer ni estipulaba los límites, los espacios ni los géneros. Mientras Alá se mantuvo al margen, éramos dos a encontrar un equilibrio posible. Pero Alá se manifestó con su suspiro arrasador y definió lo factible. Porque Alá es eso que no soy y tiene eso que no tengo.

Se fue con Alá y yo volví a sentirme el más humano de todos los hombres. Y quisiera quitarle los ojos a Alá, porque me arrebató toda la visión del presente. Y quisiera arrancarle todos los dientes a Alá, porque me quitó la manzana en el mismo momento en que la estaba mordiendo con placer. Y quisiera agarrarlo a trompadas a ese Alá hasta que la sangre del inútil combate nos obligue a detenernos para encontrar el justo medio de nuestros dominios. Pero lo que se quiere no siempre se puede realizar. Y yo lo sé.

Se fue con Alá. Vi desde la ventana del departamento mi espalda alejándose y mis pasos inseguros franqueanado el ángulo ciego. Terminé perdiéndome en el recodo de la esquina. Pero yo no llevaba ningún dios en mis bolsillos, tampoco destino.
   

23 de enero de 2011

Túnez y la libertad


Me permito esta otra digresión en el blog, porque me parece esencial opinar y generar opinión sobre los eventos sociales y políticos que acontecen en este mundo que cohabitamos.

Lo que está ocurriendo en Túnez en este momento, y desde hace un mes, es un evento singular, fuera de lo común por su amplitud y alcance. No tengo dudas de que ya es una página del libro de la historia que este pueblo está escribiendo. En este caso no hay USA ni USO oportunista de algún imperio que pretenda imponer democracias por sus particulares intereses, afortunadamente, al menos hasta hoy (huelga todo comentario respecto del tibio silencio francés, que no es más que una verificación de la deneznable y nada social política de derecha del gobierno de Sarkosy).

En Túnez hay más que cacerolazos y corralitos, u obscuras movidas de los barones sindicales que hacen olas para disfrutar de la mejor mano en la baraja socio-política. Hay inseguridad, censura, abuso de autoridad e injusticia desmedidas y, por sobre todo, desigualdad injustificada. Los diez millones de tunecinos, esa inmensa mayoría sin grandes recursos que pactó con el dictador hace dos décadas por un cierto bienestar, dijeron basta a un desplume de recursos imposible de dimensionar. Hay un nivel que rebasó todos sus límites, todos, y que ya nadie puede ni quiere soportar. Me hace bien saber que habrá siempre posibilidad de cambio, voluntad de cambio, que no sólo implica en principio soluciones para unos pocos ni parches aplicados para mantener las estructuras vetustas según convenga a los que detienen y participan en el poder.

No suelo compartir plenamente todas las ideas e inclinaciones de Juan M. Muñoz, pero ésta que apareció hoy en El País me pareció un buen raconto bien asociado con la realidad que yo también percibo desde la comodidad de mi lugar en el mundo. Porque es verdad que la chispa de los grandes eventos muchas veces se enciende con el gesto desesperado de una sola persona, y en este Túnez que se levanta y anda, Mohamed Bouazizi, un joven de 26 años que se cansó de todo y se prendió al cuerpo el fuego del fin, fue el catalizador imparable. Porque a pesar de ese lugar que ocupo, también creo (necesito creer) que la posibilidad de la utopía existe, siempre, a pesar del poder ilimitado de los opresores, los tránsfugas y los oportunistas que le incautan el presente a la gente. Y aunque el nuevo camino a recorrer no será llano ni una línea recta, es el pueblo el que decide su futuro, siempre, cuando se pone de acuerdo para recuperar su presente. Los tunecinos lo están haciendo y les debemos no sólo apoyo, sino también respeto.

De todos los derechos humanos, el de la libertad (en su sentido pleno y real) me parece que es el más difícil de alcanzar.

Alejandro Luque

"La llama que incendió Túnez", artículo de Juan Miguel Muñoz aparecido en la versión en línea de El País el 23/01/2011

Amada Y Hervé

Imágen del sitio Arcadia, Thierry E Garnier


Amada y Hervé
Alejandro Luque


Amaba a Amada,
la abrazaba, la acampanaba, la acanalaba,
las sábanas la adaptaban, acababa.

En ese beber deferente, se es demente,
se fenece, se es hereje;
es meterse, ennegrecerse.

Y, sí:
dimití, fingí sin insistir, sinviví.

Cómodo codón con morbo,
protón solo por tonto.

Su luz súmmum,
su cruz vudú,
uf.

Amaba ese difícil gozo gurú.
Amada es mi otro tuntún.

Amaba a Amada ya plasma,
de frente referente,
viril y mi sibil,
oh dolor monocromo,
tú, pudú.

Ah Hervé, mi otro tú.
Amada ya es desde mi vivir otro rollo, un runrún.


3 de enero de 2011

Crónica De Un Exvampiro


Foto de Hendrike (Wikimedia commons)

Crónica de un exvampiro
Alejandro Luque 


Dejé de ser un vampiro hace más de cincuenta años. Y, contrariamente a lo que podría pensarse, no fue éste un acto voluntario de promoción a la mortalidad; fue, más bien, una especie de error del azar, una mutación en la continuidad del tiempo, el descuido inexplicable de los ángeles inquisidores. La mortalidad con toda su elocuente potencialidad, se posesionó de mi cuerpo como una sanguijuela, si se me permite la paradójica metáfora, y mis venas y arterias se rebalsaron de ese viejo y conocido fluido púrpura tan inmune como débil, que comenzaría a auto-reponerse por el resto de mis días limitando mi existencia como la cuenta regresiva de un reloj que accionará de modo inexorable el mecanismo de la bomba. Por supuesto que este no fue el único cambio que atestiguó mi carne: en el término de unas pocas horas todos los vicios de las anatomías convencionales comenzaron a hacer su exorcismo entrópico. Primero, la profusión de una transpiración febril que corría por todas mis hendiduras, que bañaba impune todas mis superficies lampiñas (creo entender que los cambios metabólicos que devienen en este tipo de renacer, sumados a la batalla de sangres por prevalecer, necesariamente tienen que provocar fiebre), desplazó el rigor de mis colores vetustos; al vómito de cientos de años de una dieta en esencia líquida, siguió la olvidada necesidad de vaciar los intestinos de gases y materia impensada. Según mi experiencia, las entrañas pueden albergar por cientos de años viejos banquetes y otros desafueros orales. Vale aclarar que este acto de evacuación biológica era tan repugnante para mí, que llegó a ser una manía de mi personalidad de vampiro el alejarme de la víctima unos momentos antes de la falla cardíaca, sacrificando algunos embriagantes centímetros cúbicos de la ansiada bebida a cambio de no asistir a ese desagradable, oloroso y último vaciamiento que habría de rubricar su fin inmediato. Luego los dolores internos, de los huesos y de los músculos reviviendo y gritando el estertor de su código apocalíptico, confirieron a mi sombra recién parida una danza de contorsiones asombrosas, similares a las que mi cuerpo ejecutó durante mi nacimiento como vampiro. Ningún dolor en el mundo es comparable al que un vampiro siente cuando se vuelve humano.

Los vampiros no sienten dolores internos porque los límites físicos hacia adentro y hacia afuera (por decirlo de alguna manera) los configura su piel. Ni siquiera las heridas profundas, que pueden requerir un tiempo considerable para reconstituirse, producen algo más que simples comezones debidas a la presencia del aire en los espacios vacíos. No, no hay dolor pero sí emociones concentradas en un punto. Curiosamente, el campo emocional de estos seres nocturnos está limitado a sus ojos: específicamente al cristalino del izquierdo. Todo lo que siente un vampiro, lo que obtuvo de sus experiencias y las de sus víctimas, está ahí. Pero volviendo a la transformación, junto con la aparición de la sed y el hambre –sensaciones antiguamente conocidas, especialmente la primera–, devino la fatiga y la necesidad de dormir en cualquier lado. Esto último podría parecer una nimiedad descriptiva si no se considera que el fin de mi inmortalidad aconteció en plena noche cerrada, entre las tres y las cuatro de la madrugada. Por instinto, no comí ni bebí; de todos modos, como se puede predecir, no es del todo común encontrar en la morada de un vampiro algún tipo de elemento de consumo con el que satisfacer las demandas de un mortal advenido. Pero el sueño implacable se me había adherido sin que yo pudiera hacer otra cosa que no fuera cobijarme, en contra de cualquier principio o costumbre, en su manto hipnótico. Así es que, por primera vez en poco más de dos siglos, tuve que ofrecerle mis párpados a la noche y entregarme a las garras tortuosas de los ángeles inquisidores que se lanzarían inclementes sobre mis ojos enceguecidos e inservibles, desgarrándolos con brutalidad para robarles su tesoro en complicidad con el amanecer.

Como vampiro, cualquiera podrá imaginarlo, tuve la oportunidad y el tiempo de aprender muchas cosas. Privado inevitablemente de canalizar el placer carnal por la acostumbrada vía del sexo de los mortales, un vampiro se convierte en el exegeta de las emociones propias a través del orgasmo en el otro, de la entrega total e incondicional del otro, y ese es el alimento de los seres de la noche. La inmortalidad no sólo da tiempo para cultivar las artes en su más sutil manifestación: he conocido colegas que desplegaban su maestría de seducción actuando como meticulosos y increíblemente fieles espejos que reflejaban lo más preciado de sus víctimas, quienes terminaban rendidas a los pies de su propia imagen virtual sin comprender que ese rito desenfrenado de amor al ego no significaba otra cosa que una sumisa entrega de las preciadas "yugulares a los colmillos" sedientos de su virtuoso victimario. Aunque vale la pena aclarar que eso de los “colmillos” y las “yugulares”, entre otras graciosas y ocurrentes variantes atribuidas al comportamiento de un vampiro, constituye un mero símbolo romántico, mito de otras épocas; ontogénicas confusiones que han cristalizado en la tradición de los humanos temerosos, cuyo origen bien pudo haber sido la evaluación de los hechos de cualquier improvisado poeta o relator queriendo generalizar, desde el modus faciendi ciertamente extrovertido e incauto de un determinado vampiro en la historia, la etología de todos los vampiros que pudieran existir. A modo de ejemplo, tuve la oportunidad de conocer a un ser exquisito de nombre Fedra cuya perfección artística producía una devoción tal en sus víctimas, al punto que ellas mismas abrían las venas de sus muñecas o se volaban la tapa de los sesos ofreciendo un brindis a ultranza que inmortalizara el clímax emotivo que Fedra había sabido prodigarles. El perfil conservador y prolijo de la personalidad de Fedra quedaba firmado en beber sólo la sangre atrapada (por sencillas leyes físicas) en los vasos expuestos de los cuerpos ofrendados, y en escribir, a continuación, suculentas cartas de despedida, justificación o reclamo (según el caso, el entorno y los deudos), plagiando a la perfección la letra y el estilo de su compañero recientemente suicidado. Algunos otros vampiros, menos románticos o más prácticos, solían reprender la actitud de Fedra, acusándola de profesar un obsesivo virtuosismo a expensas de negligentes derroches. Ella argumentaba que su naturaleza reservada le exigía no dejar la menor pauta de su presencia en el mundo de los mortales y que, por ello, consideraba el derramamiento de sangre de sus víctimas no como un derroche sino que, por el contrario, lo concebía como un ahorro de energías que otros “desenfrenados exhibicionistas gastan en huidas por persecuciones muchas veces peligrosas y casi siempre innecesarias, poniendo en peligro la integridad de la especie o, sencillamente, exponiéndola al ridículo”. El debate podía proseguir por años sin que Fedra lograra deponer su actitud que, por cierto, yo admiraba.

El desarrollo del arte como una herramienta de trabajo no es el fin en sí mismo para un vampiro. En extensas charlas con vampiros de diversos orígenes, convenimos que la sensación de eternidad, cuyo silencio inconmensurable identifica al acto mismo de aprehensión de la inmortalidad como parte del ser, moviliza (esto debe entenderse en términos de vampiros tipo) a incursionar en aquellas manifestaciones artísticas que resulten sucedáneos poderosos para esos estados difíciles de sobrellevar con ecuanimidad. Es fácil caer en el facilismo de ufanarse de la inmortalidad como una ventaja o, en contraposición, maldecirla como un tormento insoportable, ya que cualquier vampiro conserva y, en ocasiones de incontinencia emotiva, hasta estereotipa sus innatos vicios de inconformista. Esta sensación de uno-en-lo-eterno como experiencia ineluctable de los vampiros es lo más parecido al orgasmo en los mortales: se percibe como un latido de energía in crescendo, una pleamar de poder cuyo epicentro yace en las mismas periferias de su cristalino izquierdo. Luego de un proceso de re-acomodación y adaptación, el vampiro aprende a hacer uso y a desplegar a voluntad esta fuerza capaz de lograr lo imposible en su entorno. Por eso, lo que empezó siendo la necesidad de cultivar una habilidad capaz de diluir tan imponderable sentimiento, terminó transformándose en el alter ego del vampiro: la atracción fatal de sus víctimas y su propia consumación como victimario.

La fuerza vital para el vampiro, entonces, no es algo externo como una presa sino, y más bien, el arte desplegado para aprehender lo que en ella pudiera estar contenido. Tales apropiaciones sumadas en el tiempo se transforman en una perla de saber cultivada por siglos de denodado esfuerzo, de obligada evolución y soledad, de incansable intento por sublimar la inmortalidad que a uno lo acecha; es el poder eternamente invaluable que habita los ojos del vampiro, cuyas pupilas dilatadas por las infinitas noches dejan que aflore a la vez que regulan su flujo portentoso hacia el mundo. Tal despliegue de energías incomprensibles, considerado por los humanos comunes como un fenómeno oculto, debe ser celosamente resguardado de la luz del día. La luz, inclemente como el tiempo que no deja de transcurrir, impide al vampiro apreciar la claridad de una mañana: si por un descuido (cosa poco probable para los ritmos estrictamente circadianos de estos seres) la luz del día sorprendiera a un vampiro, este quedaría delatado como un haz de luz azul en forma de cuña. Esta es la señal únicamente percibida por los ángeles inquisidores quienes, una vez renacidos en el horizonte como brotes de los rayos solares, no desperdiciarán la oportunidad del encuentro para arrebatar el único tesoro y la fuente de vitalidad que las criaturas de la noche poseen. Los ángeles se precipitarán, entonces, sobre sus víctimas enceguecidas y con las uñas de sus alas les desgarrarán el párpado izquierdo, dejando al descubierto el ojo que, incapaz de contener la fuga de saber, se irá secando y consumiendo al igual que el resto de su cuerpo para desaparecer de la faz de la eternidad sin que quede de él huella alguna. Toda la conciencia de la experiencia acumulada y cultivada por siglos en un vampiro que llegue a ser robada por los ángeles inquisidores, no sólo les servirá como fuente de embellecimiento y sabiduría (que por sí mismos son incapaces de alcanzar) sino también, y como resultado de la transferencia de esa energía desde un plano a otro, permitirá que uno de ellos encarne un cuerpo mortal en gestación, el cual les servirá de instrumento para poder ejecutar su designio último: desterrar, por cualquier medio posible, las manifestaciones artísticas del hombre en su tiempo. Cualquier vampiro lo suficientemente longevo se estremecerá al escuchar nombres como Nerón, Atila, Cortés, de Torquemada, Menguele o Bush. Y es únicamente en esos momentos afortunadamente escasos, cuando perciben al unísono en sus conciencias la desaparición de uno de los de su especie, que los vampiros pueden derramar una solitaria lágrima desde sus ojos izquierdos: porque a los vampiros les está vedado llorar en cualquier otro instante de su eternidad.

Pero, claro, alguien se preguntará a esta altura del relato cómo fue que dejé de ser un vampiro y escapé de las garras de los ángeles inquisidores. Como lo avancé, fue el producto de un error impensable e involuntario que aconteció a la saga a la que pertenecí. Fedra me había advertido varias décadas atrás sobre las nuevas tecnologías y su poder de transformar y recrearlo todo, y que por eso debíamos mantenernos lo más alejados posible de ellas. Pero yo, como vampiro poco ortodoxo, siempre quise fundirme lo mejor posible con mi entorno, y poco caso hice entonces de su consejo. Quien iba a ser mi futura víctima –estábamos en pleno apogeo de seducción– me ofreció lo que en aquella época se denominaba un smartphone para poder comunicarnos mejor. Acepté el regalo sin mayores concesiones, ya que sabía que la noche póstuma se acercaba. Desde el principio me inundó con frases escritas casi en clave, y hasta con fotos de su trabajo –era un joven director de cortos. Aquella última noche recibí un mensaje con un video adjunto. Curioso, cuando lo abrí, apareció en la pantalla del aparato un mar turquesa y una luz verdosa que manaba desde un punto en el horizonte. Quedé petrificado frente a esa imagen vívida que adquiría tonalidades cada vez más cálidas. Mis ojos comenzaron a vivir el más magnífico amanecer sobre el mar que se pueda imaginar, sobre todo para un vampiro. Y como suele suceder con las cosas que nos superan, no pude reaccionar. Mi piel recibió sin comprender los rayos virtuales del sol naciente, mis pupilas se contrajeron y mi cuerpo comenzó a afiebrarse anunciando su fin. Sin embargo, ese amanecer que me abofeteaba con una calidez desmesurada no era real, por lo que el proceso de mi delación por la luz tampoco lo fue. Lo que desencadenó mi renacimiento como humano en los términos excepcionales que antes describí y la burla a los ángeles inquisidores.

Hoy ya estoy viejo, solo y decrépito. Todo el saber que no perdí luego de mi transformación pronto se diluirá en el olvido de la muerte humana cuando mi corazón deje de latir. No volví a verme con los de mi antigua especie ni con el joven director. Me vi obligado a re-aprender el oficio de amar, que me parece el sentimiento más cercano a la inmortalidad; pero como con ella también supe que tiene un límite. De mi vida de vampiro sólo me quedaron los vicios de pasar largas noches en vela que se terminan indefectiblemente con amaneceres tan indescriptibles como impensables. Durante muchos años después de aquella terrible mutación, solía besar con un desmedido descontrol los cuellos de mis amantes quienes parecían explotar de placer. Hoy ya no, por muchas razones y por ninguna. Me alejé de toda tecnología por madurez, y cada noche en vela no puedo dejar de pensar que nadie lloró por mí cuando dejé de ser un vampiro. Y mi última condena es saber que nadie derramará una sola lágrima cuando deje de ser humano, ni siquiera yo.