19 de marzo de 2011

Bifurcación


Bifurcación

Cada vez que decido franquear una galería –¿nueva, ya recorrida?– maldigo mi falta de tacto con Lara. Me siento desvalido y solo en este universo mineral y sin reparos persiguiendo el cono de luz que la linterna va creando al paso. Estoy perdido. Una vez más revivo la escena: Lara, a la cabeza de la expedición, nos guiaba por las galerías estrechas y bajas; lástima esa molesta costumbre de detenerse en las bifurcaciones más elevadas para verificar su posición en el mapa, obstruyéndome el paso y dejándome hecho un bollo en el borde exiguo de las galerías. No podía más con mi espalda y la mochila. Una, dos, tres bifurcaciones, y en la cuarta le vomité un rosario de puteadas a ese bulto que me impedía avanzar para estirarme. La violencia de las palabras no dejó más aire que el que Lara usó para mandarme a la misma mierda. Es en ese punto donde la estúpida violencia de un disentimiento desmedido cobró materia e hizo que cada cual tomara rutas diferentes frente a la discordia: ella, la de la salida más próxima y yo, la que más me alejara del conflicto. Y aquí estoy, frente a una bifurcación que creo haber franqueado una decena de veces en las últimas horas. El espíritu de supervivencia se enciende y decido dejar un rastro que pueda identificar, sin lugar a dudas, en el caso de estar marchando en círculos. Veo una piedra de forma curiosa que me parece ya haber visto y revisto al costado de la galería que se interna hacia la derecha y al pie de la bifurcación. Revuelvo los bolsillos de mi mochila y encuentro una servilleta de papel en la que Lara resumió nuestro recorrido mientras tomábamos un café bien caliente antes de entrar en las canteras subterráneas. La acomodo bien visible entre la piedra y la pared y decido avanzar por la izquierda.

   ¿Por qué últimamente Manu me trata de esta manera? ¿Qué le pasa a mi amor? Es verdad que avanzar quinientos metros casi de rodillas cansa a cualquiera, pero ese cansancio es muto y el mío no tiene ojos en la espalda. Bastaba señalármelo civilizadamente. Las bifurcaciones se alzan justo al fin de cada galería y una no ve la hora de poder erguir la espalda para respirar profundamente, consultar el mapa y no equivocarse de sendero. Pero esta vez Manu se fue de mambo, me sentí insultada. Sólo espero que sepa pedirme perdón porque estoy rabiosa. Subir, derecha, izquierda, izquierda, atención al montículo, derecha, última trepada y la bofetada del aire gélido de la cuidad. ¿Sabrá encontrar el camino? ¡Que se las arregle! Salgo subrepticiamente del sendero prohibido, tomo el metro, llego a casa, me ducho para sacarme este frío invernal que se me pegó en los huesos y me acuesto rendida y furiosa, sin esperarte.

   No recuerdo haber pasado antes por este lugar. La atmósfera está viciada de un vapor húmedo y pesado. Mi propio aliento moldea formas que mi imaginación intenta interpretar como signos incuestionables. Estar perdido en las entrañas profundas de una cuidad, a treinta metros por encima de uno, es algo difícil de controlar. El problema no es la muerte en sí, sino la idea de morir en un universo vedado al tránsito público. Mantengo mi espíritu positivo, base de toda supervivencia, y me contengo hasta que llego a una bifurcación que me vuelve a resultar conocida. Reconozco la piedra de forma curiosa –¿un riñón?–, pero de la servilleta de papel ni noticias. Se me eriza la piel. Me calmo. En el fondo de mi mochila encuentro la birome que Lara utilizó para resumir nuestro recorrido. La oculto debajo de la piedra, y esta vez avanzo hacia la derecha. 

   Las autoridades insisten en que si no has podido salir de las canteras luego de seis semanas difícilmente estarás vivo; pero sin tu cuerpo han cerrado el expediente como desaparición con sospecha de fuga. ¿Fuga de qué? ¿De quién? ¿De mí? Espero la complicidad de la noche para descender yo misma. Vuelvo a recorrer en círculo las galerías que transitamos hasta detenerme otra vez en la que nos separó. Te busco a gritos con lágrimas y perdones tardíos. Casi exhausta en medio del laberinto sordo de luz, mis piernas me abandonan y caigo sentada sobre una piedra al costado de la galería. De pronto, y como una ráfaga desesperada, percibo tu presencia que me atraviesa. Salto de miedo y ansiedad. Recién entonces veo que al costado de la piedra está la servilleta de papel en la que yo misma garabateé nuestro periplo a las canteras. La beso, la doblo, la guardo. Vuelvo sobre mis pasos convencida de que estás aún aquí.

   Una hora después, la bifurcación con la piedra arriñonada. La levanto con miedo y contengo mi desesperación. La birome no está. ¿Estoy volviéndome loco? Calma, Manu. La penumbra deforma las cosas. No puede ser la misma piedra. Hay que marcarla a esta también. Dejo lo primero que encuentro en mis bolsillos: un ticket de metro.

   A dos años de aquella separación sin sentido nadie entiende, pero yo necesito internarme en las canteras con la esperanza de encontrarte. Siento la urgencia de volver para colectar tus rastros que me hablan desde las entrañas de la ciudad. Cada día te imagino abriendo la puerta del departamento y entrando como si nada hubiera pasado. Por eso salgo poco, porque te espero. Y si salgo es para buscarte. Mi psicóloga dice que no es sana mi obsesión, que debo aceptar que ya no estás. Quizá tenga razón. Manu, bajo a las canteras. Sabelo en caso de que vuelvas y no me encuentres, Lara. PS: escribo estas líneas con la birome que me dejaste bajo la piedra hace unos meses. 

   Ya debe despuntar el día allá arriba y me imagino el frío. Otra vez frente a la misma bifurcación que alberga la piedra arriñonada me digo que ya es suficiente y me lanzo a ciegas en cualquier dirección. Ya a punto de desfallecer, y como por arte de magia, mi cuerpo encuentra un pasaje nuevo y la subida hacia la salida. Derecha, izquierda, izquierda, montículo, derecha, trepar y un curioso aliento bochornoso que me azota el rostro. Ya pensaré cómo disculparme con Lara; ahora sólo quiero disfrutar de este enceguecedor domingo a pleno sol, aunque demasiado caluroso para julio. 


   Sé que bajo a las canteras por última vez. Mis huesos de vieja ya no dan más. ¿Qué signo tuyo encontraré al llegar a la piedra en la bifurcación de la galería? Sentada aquí, donde nos separamos hace tiempo, vuelvo a sentir que me traspasás y te alejás. Confiada, levanto la piedra y encuentro un ticket de metro de los que no existen más. Te entiendo: es hora de partir y lo acepto. Emerjo lentamente de las penumbras para respirar por última vez el aire cálido de la mañana de invierno a pleno sol. Al partir, pienso cuánto habrías disfrutado los efectos de este cambio climático.