21 de mayo de 2011

La Gárgola De Invierno


Le repos de la Gargouille, de Pierre Moysant


La gárgola de invierno 
Alejandro Luque


Lsoledad impensable de la metrópolis tiene el poder de sumir a sus víctimas en la desesperación más absoluta. Quizá por eso los suicidios en la vías de los trenes, los ahogados en los ríos, o los saltos desde los grandes edificios. Quizá también sea la causa por la que tanta gente duerme en la calle, devastada por el necesario alcohol frente a la intemperie: doctores, ingenieros y don nadie como yo, con un pasado que se perderá en el olvido y el rigor del absurdo íntimamente comprensible. De esto último conozco bastante. Créame.
La piel resecándose de esa humedad que conoció alguna vez no piensa ni establece parangones. Se reseca, simplemente. Pierde su tonicidad e, incluso, su sensibilidad. Llega a enmohecerse, y no hay ducha ni jabón que logre borrar los signos del deseo metido en el olvido o en pausa. Uno se vuelve un hombre verde, con ira o sin ella, indefectiblemente. Y con ello se adquiere el documento de identidad de un extraterrestre. Sí, no se ría ni se fíe, porque como yo, usted puede terminar en la calle enmohecido y descastado de un imperio que ni siquiera le ha pertenecido.
Pero no es eso lo que le quiero contar. Hace unas cuantas noches llovía en París y la temperatura había bajado demasiado. Yo buscaba un hueco con techo debajo del cual poder sobrevivir a la inclemencia. Vagué durante horas por los muelles como un autómata que pretende mantener su piloto automático. Hay que decir que es tan difícil alquilar un departamento en París como encontrar un lugar vacío y resguardado sobre el que apoyar la osamenta. Fue debajo del Pont de La Chapelle donde mis huesos encontraron un espacio y la costra sobre mi piel, cobijo. Estaba intentando ahuyentar el frío desmesurado y dormir debajo de mis cartones y mis revistas gratuitas –esas que leen los que viajan en metro para ir al trabajo–, cuando una mano comenzó a escurrirse por entre las miles de capas que me cubrían. Como el tiempo que uno vive en la calle no se mide en días sino en horas, usted se imaginará que los minutos son valiosas experiencias. Así que me quedé quieto, sin respirar. La mano se multiplicó en dos, y mientras una acariciaba el enjambre grasiento de mis cabellos, la otra buscaba mi sexo olvidado y pretendidamente inerte. Sentía la respiración de la presencia agitándose cada vez más al borde de mi nuca y gimiendo la promesa del placer seguro. Hubiese querido comunicarle con mi mano la aceptación del contacto, pero el frío y el instinto de conservación me lo impedían. Usted sabrá que no hay nada peor que los dedos con sabañones cuando la temperatura del aire hace que los charcos se congelen. Así que me entregué a esas manos y al calor de aquel cuerpo, como quien se rinde a la evidencia de que no se puede hacer otra cosa.
Y aunque a usted le parezca mentira, mi cuerpo respondió, bien que el frío acumulado y el alcohol necesario para aguantar siempre se encarguen de anestesiar el deseo. Porque no se puede subsistir en la calle con hambre y con frío, desposeído de todo y sin ningún derecho, pensando en echarse un buen polvo. Eso se olvida, desaparece, porque uno deja de tener un sexo y se conviertye en un paria, en un pasajero que espera la muerte en el andén del desamparo de la única manera que puede hacerlo: solo y con un profundo olvido de lo que fue. Pero, decía, mi cuerpo respondió y el masaje de esas dos manos plenas de calor despertó los resquicios del hombre que dormía debajo de la cáscara.
La experiencia olvidada –que no es inexperiencia, no crea– hizo que me derramara antes de tiempo. Me recordó culpas mandatarias que, entonces, ya no tenían ningún sentido. Cuando la muerte nos acompaña y nos tiende la cama, que no es más que un rincón húmedo y atiborrado de ratas, el sentido de culpabilidad se transforma en algo sin importancia, y los aspectos de respeto y la contención se vuelven frivolidades. Quizá entusiasmado por esa cuota inesperada de calor, o tal vez porque creí sentir que la costra sobre mi piel se humedecía y cedía, fue que me volví entre el caos de mis cartones y pregunté a quién pertenecían aquellas manos. Como respuesta recibí un grito gutural cercano al de un pavo custodiando su terreno, y los cartones que me envolvían volaron hacia todos lados debajo del puente como si una bomba hubiese explotado. Y después nada.  
El frío caía como una maza que golpea suavemente pero con impúdica insistencia. Me puse a recoger mis sábanas y mi colchón cuando, entre la oscuridad más indescriptible, percibí un capullo al otro lado del puente que se entre abría. La negrura de mis manos se acercó y sacudió la sombra. Desde el interior de una maraña inconcebible de desperdicios surgieron los relieves de una criatura.

–¡Eh! ¿Qué mierda querés?
Nada –respondí, y aclaré:– es que alguien se metió entre mis cartones y luego salió corriendo como alma que se la lleva el diablo. Los estoy juntando.
–¡Carajo, que no se puede dormir tranquilo en ningún lado! –increpó la sombra a la nada húmeda y oscura que nos rodeaba.

La criatura, que tenía dos ojos inyectados impresionantes y un inconfundible acento del sur, miró para todos lados, bufó algo incomprensible y seguramente obsceno, y comenzó a reconstruir su caparazón de basura y oscuridad. Sobre mi cabeza podía sentir cómo el tránsito no sólo no se detenía, sino que nos pasaba por encima. El Sena estaba irónicamente calmo y el último bateau mouche atracaba en el minipuerto de la otra orilla. Un millar de estrellas brillaban innecesariamente en un cielo que recién se despejaba y que, despiadado, amenazaba con más frío.

–Y decime, vos, ¿sentiste un calor como cuando el vino hace efecto? ¿Escuchaste un chillido como de ave en el matadero? –preguntó con un inocultable dejo de temor la voz de la sombra aflorando la nariz entre las grietas del capullo y deteniendo todos su movimientos a la espera de mi respuesta.
–Sí –respondí con curiosidad y cautela–. Pero no entendí por qué reaccionó así… la estábamos pasando muy bien y yo…
–Entonces hay que salir disparando de este lugar y mantener los ojos bien abiertos –me interrumpió– porque las gárgolas de invierno salieron de caza… y no perdonan –aclaró recogiendo con una rapidez casi surrealista un puñado de sus bártulos y dejándose tragar a la carrera por la oscuridad más allá del puente.

Reconstruí mi abrigo de cartones que supieron contener ordenadores, equipos de música, cafeteras expresso y televisores de 30 pulgadas (¡esos cartones son los mejores!), e intenté olvidar el incidente y al tipo con acento del sur. Pobre diablo supersticioso, ¿no?  Usted seguramente se preguntará quién podría haber sido aquel visitante que penetrara la miseria de mi intimidad. ¿Una mujer hermosa tan perdida como yo? ¿Un depravado sexual? No, de esos nosotros estamos a salvo. ¿O habrá sido mi imaginación, mi deseo, el delirio que provoca el frío? Reconozco que, después de todo, sólo las ratas o algún extraterrestre podrían osar darle calor a este cuerpo olvidado y olvidable que insiste en existir. Pero…
Así que agité mi cabeza, organicé mis ideas y me dije: “Si mañana me despierto, voy a probar suerte en Notre Dame”. Como usted sabe bien, los turistas que vienen a sacar fotos de la catedral los domingos se conmueven y dejan buenas propinas al pie de las rarezas verdosas de la raza humana. Pero no conseguí muchas monedas ni tuve visita esa otra noche ni las siguientes. Por eso, desde aquella madrugada de domingo me voy cada mañana del lugar en el que dormí y me desperté entumecido para probar en otros. Busco el calor que me falta en este invierno desalmado que aplasta y que se pone cada vez más bravo. Y ahora lo dejo que ya es tarde.

El cielo está despejado y seguro que no va a llover, aunque el viento gélido lastime. Vamos a ver ese rincón que descubrí ayer cerca del Pont au Change, al pie de una de las escaleras que se sumergen en el río. Me pareció perfecto y esta botellita de tinto será la mejor frazada. Si me quedo quieto debajo de mis cartones, seguro que esta noche la gárgola volverá para abrazarme y sacarme el frío que se esconde en mi hojarasca. Pero esta vez no me volveré para preguntarle nada. Me quedaré tranquilo, en silencio, dejándome llevar y acariciar por su ansiado calor. 

9 de mayo de 2011

25 De Mayo 940


Foto de Juan Ignacio Luque
25 de Mayo 940
Alejandro Luque


Es ese rincón ahora olvidado que alguna vez guardó
un secreto, que tuvo un brillo particular e irrepetible
que se nos fijó en la memoria como un hito
 inalterable.
Es aquel lugar en el que fuimos conscientes
de nosotros mismos por primera vez.

La ruta 226 entre Mar del Plata y Azul era un largo trayecto de cuatro o cinco horas de movilidad restringida, una interminable trayectoria que había que rellenar con juegos improvisados, lecturas previsibles y momentos de silencio. De noche contábamos las estrellas sobre un mar de tierra oscura. Pero de día eran las vacas: las holando argentinas y las Aberdeen-Angus, con cuernos, sin ellos; o el mosaico cubista de campos cultivados: trigo, maíz, papa, ciclado; o el número de  mojones ruteros entre dos estaciones de servicio. Cuando la atmósfera del habitáculo se llenaba de un olor acre y casi asfixiante, sabíamos que algún zorrino vagabundo se había meado de susto al pasar el coche. Contábamos también los nidos de horneros en los postes de electricidad; los de dos o tres pisos valían doble o triple. Nunca olvidaba algunos Patoruzú listos para canjearlos en la librería de don Ricardo por una de las Locuras de Isidoro o –si tenía tres- por una revista D'Artagnan.
El coche pasaba al lado de la estación, franqueaba la avenida Mitre con su muralla de casonas, zaguanes y portales de hierro forjado. El ajetreo de los amortiguadores al atravesar la vía nos despertaba los cuerpos entumecidos justo antes de doblar a la izquierda para tomar la avenida 25 de Mayo. El kiosco de don Ricardo, a la derecha después de la esquina; el consultorio del doctor Spadari, mi homeópata salvador, más adelante y en la mano contraria. En el 940 el auto hacía un giro y subía a la vereda hasta casi tocar el portón de entrada. Era de hierro, pintado de blanco y muy pesado. Papá lo abría, volvía a subirse al coche y avanzaba unos metros, se bajaba otra vez para cerrarlo y luego conducía por la larga trotadora hasta el fondo donde estaba la casa y los galpones. Tía Anita salía a recibirnos bordeando su increíble jardín en el que un duraznero solía llorar sin respiro sus frutos en verano, o nos esperaba en el vano de la puerta del comedor vidriado. Allí y entonces yo empezaba mis vacaciones y el viaje interminable se evaporaba definitivamente de mi conciencia. Me dejaba mimar un rato desde la permisiva severidad de mi tía que me prefería por encima de todos los vivientes. Si era de noche, nos acostábamos después de descargar con rapidez los bártulos indispensables; si llegábamos de día, ejecutábamos esa organización espontánea entre los viajeros y el anfitrión dispuesto que ofrece su lugar y todo el contenido a las visitas, y no se hable más.
Tarde o temprano, atravesando a la carrera la trotadora, yo volvía al portón de entrada que estaba justo debajo de un altillo deshabitado. Todo me parecía inmenso, a una altura inalcanzable. Enseguida me dejaba invadir por la atmósfera saturada del orín de los murciélagos que se cobijaban en los rincones privados de luz, ese perfume denso y dulzón que era parte del reconocimiento del lugar. Ya entonces me buscaba. En mi universo privado de un chico de cinco o seis años gritaba mi nombre para sentir la resonancia de aquel lugar como un gesto instintivo y territorial, igual que los perros mean sobre las meadas de los que pasaron antes.

Alejandro… Alejandro… Alejandro…


Un rato después volvía por el pasillo sin olvidar de espiar los rincones de la casona de los Arrouy ni de visitar los galpones del fondo. Al final entraba en la casa de mi tía y el concepto de aburrimiento dejaba de existir por el tiempo que duraran las vacaciones.  

Hoy todo parece más breve y pequeño, tal vez por tanto aburrimiento acumulado. Frente a la chapa con el 940 que observo como un turista perdido casi podría alcanzar el techo del altillo con mis manos. Ya no está tía Anita ni el duraznero llorón. Tampoco papá al volante. Y según me pareció ver al pasar, ni siquiera quedan horneros en la 226. Espiando a través de una hendija pude ver que levantaron una especie de dúplex al fondo, donde estaban los galpones, lo que acortó la trotadora y, seguramente, arrasó el jardín. Tampoco parecen quedar murciélagos o mi olfato ya perdió la capacidad de percibirlos. Pero el portón es el mismo. Caprichosamente blanco, manchado de óxido y bastante descascarado, aún reconozco en él las ranuras y el rigor de su nobleza. Vuelvo a gritar mi nombre, quizá con menos ahínco pero no menos vehemente, y es el viejo portón el que resuena como riéndose del tiempo. Es ese pedazo de hierro casi inalterable el que me devuelve en un eco destemplado aquella inacabada identidad mía aún intacta.

4 de mayo de 2011

El Lunar Violeta

Fotomontaje del biologuero

El lunar violeta
Alejandro Luque


Desde la inusitada aparición del lunar violeta en la palma de la mano izquierda, muchos pensamientos oscuros te habían guiado a lugares aún más tenebrosos. Ninguno de esos lugares incluía la visita al consultorio de tu médico, ya que estabas convencido del espantoso diagnóstico que flotaba implícito en cada uno de tus soliloquios. El terror intentaba aflorar por las hendijas de tu cotidianeidad, pero te las arreglabas bien para contenerlo en su jaula con osados recursos.
Lo primero que hiciste fue tatuarte con henna un símbolo en forma de estrella heptagonal cuyo centro incluía esa protuberancia violácea. Pero en menos de veinte días, la figura amarronada desapareció y el lunar terminó por cobrar una magnitud aún más inquietante. Luego decidiste vendarte la mano con la excusa de cubrir un cierto corte profundo, producto del descuido al preparar una salsa criolla. La idea funcionó hasta que entendiste que era una nueva solución transitoria, “Una herida desaparece, cuanto mucho, al mes de producida”.
Así fue que concluiste que lo más adecuado sería eliminar la mano, y con ella el lunar. “Es lo mejor: la vieja hacha, y a morderse los dientes”. Fuiste al galpón en el patio de tu casa donde te costó un buen rato ubicar la herramienta en medio del desorden acumulado por años. Allí estaba, arrumbada y herrumbrada, pero aún digna e imponente. Un roce del filo con tu pulgar te estremeció las entrañas, ya que el óxido había carcomido la lámina. La dejaste en el mismo rincón en el que la encontraste, recogiste de una caja vetusta un ovillo y ya te volvías pensando en que el machete para la carne sería más apropiado, “más manipulable y no tendré necesidad de aplicarme la antitetánica después”, cuando el hacha perdió su equilibrio y ¡pum! cayó a tus espaldas. “Bueno, si así lo querés, serás testigo. Pero entendé que por razones de higiene y prevención el machete ha sido designado el agente de la amputación”.
La recogiste, entraste con ella a tu casa y la apoyaste sobre la pared del comedor, frente a lo que habría de ser la improvisada sala de operaciones, “¡En primera fila!”. Fuiste a la cocina a recoger el machete cuando pensaste que necesitarías la botella de alcohol del botiquín “para desinfectar, no sea cosa”.  Volviendo del baño con el desinfectante, mudaste tu sillón de lectura al centro de la habitación, te sentaste y comenzaste a inmovilizar esa mano inquina sobre el reposabrazos con varias vueltas de hilo sisal. En unos minutos tu miembro se puso morado por la falta de irrigación, al punto de que el lunar comenzó a perderse de vista con ironía, como arrepintiéndose y tomando conciencia de lo que iría a ocurrir, pero lo ignoraste y seguiste con tu cometido. “El último nudo y sin moño”. El brazo con el vergonzoso estigma se había dormido. “¡Mejor!... Menos dolor”.
Probaste si todo estaba bien seguro. Tiraste con tu cuerpo y verificaste que habías hecho un buen trabajo. Recordaste aquella mañana cuando eras un niño y habías atado a tu tía abuela en su sillón mecedor porque jugabas a que eras un indio y ella la cautiva. La dejaste varias horas inmovilizada. Inútiles fueron sus súplicas y advertencias, como vanos sus esfuerzos por librarse de las ataduras. Al ver el chorro de líquido ambarino que caía por debajo del sillón, te acercaste por detrás de la cautiva con cautela y empezaste a aflojar las cuerdas con precaución. Cuando consideraste que podía terminar sola, saliste corriendo y te escondiste por el resto de la tarde.
“¡Bueno, hagámoslo!”. Buscaste el machete a tu alrededor, pero entonces te diste cuenta de que lo habías olvidado en la cocina, “¡qué imbécil!”. Con desesperación, recorriste mentalmente el camino y te precipitaste sobre el utensilio que había quedado sobre la mesada. Volvías con él. En realidad era el machete, brillante y desafiante, el que colgado del aire avanzaba con lentitud a la altura de tu cabeza apuntando al lugar en el estabas sentado. Pero a sólo un metro de su destino, el hacha celosa y sensiblera volvió a perder su equilibrio y ¡plof! se desplomó. Lo que provocó que el machete ingrávido también abandonara su impulso y ¡zipaf! cayera a unos metros, justo en frente de tu campo de visión.
Como los de tu pobre tía para evitar hacerse encima aquella tarde, infructuosos fueron tus innumerables intentos por atraer el machete hacia el sillón. Y tu ira fue en aumento al ver que lo único que lograbas mover a distancia ¡zifzif! era el hacha pesada y vetusta que se meneaba insolente como una serpiente por detrás del machete. “¡Carajo! ¿No entendés que no es con vos la cosa?”.
Quietud y silencio total. El corazón parecía haberse alojado en tu brazo inmovilizado, muy inflamado y ya casi azul. Mientras que una horda de termitas voraces te recorría las venas, pensaste que tendría que haber otra solución. Y de ello te convenciste sin saber cuál sería, en verdad. Abatido, pero no vencido aún, desanudaste el hilo y liberaste el miembro exangüe.  
Tu brazo, grotescamente marcado por las ataduras, necesitó horas para recuperar su circulación normal. Durante todo ese tiempo, las hormigas en su interior parecían devorarlo. Las muy malditas persistían con sus pellizcos dolorosos en la carne, a pesar de que las rociaste varias veces con el derribante para jardines. Lo peor fue que, al rato, el lunar violeta volvió a aparecer, indemne y orgulloso, y en tu opinión habiendo ganado innegables centímetros en la palma de tu mano.
Por una nueva hendidura de tu conciencia, el terror pretendía filtrarse otra vez. Pero para contenerlo en su jaula, un nuevo plan de batalla ya se estaba urdiendo en tus abismos de guerrero: “¡Un balde repleto de soda cáustica!”.

La Ráfaga

Foto del biologuero

La ráfaga
Alejandro Luque


Los pendejos caminaban en el mismo sentido que yo, pero por la vereda de enfrente. Eran cuatro, de entre doce y dieciséis años, que se divertían en insultar a los paseantes y torear a los coches. Yo los miraba de reojo, como hago de costumbre al cruzarme con una patota de desubicados que quieren llamar la atención. Siempre me viene esa necesidad imperiosa de ignorar aquello molesto en el intento de que pierda su importancia y termine desmaterializándose. Sí, como tantas otras veces, la incomodidad que ahora me producían esos imberbes excitados que gritaban idioteces para que uno los mirara, agitaba en mí el deseo de que los partiera un rayo o de que se los tragara la tierra.
No era el único que sufría esa animosidad pseudo-criminal. Una parejita acaramelada pasó presurosa en dirección contraria, justo en el momento en que uno de los pendejos, el más alto, le gritó al más joven, “¿Ves que sos un cagón, boludo?... ¿Para qué amenazás que le vas a tocar el culo, si a la final arrugás?”. Los tórtolos miraron hacia atrás de reojo y, con el gesto disimulado de quien tantea el cordón de la vereda antes de cruzar, aceleraron el paso en un silencio inquisidor y con los ojos perdidos en el recodo de la esquina, su ruta.
Yo no podía ser menos, así que me detuve frente a una vidriera y forcé mi interés en las ventajas de los envases de plástico y acrílico para la cocina. “Material inalterable y de fácil limpieza”, anunciaba el comerciante en un cartel de colores vivos y bien a la americana. “Cualquier día es el día de la madre”, y proponía más abajo: “¿Por qué no regalarle un especiero para disfrutar de sus comidas exquisitamente condimentadas?”.
 Desde mi posición podía ver a los pendejos reflejados en la vidriera del negocio. Se habían detenido casi en frente del lugar donde yo estaba parado. El más alto de los cuatro seguía increpando al menor, mientras que los otros dos, de mediana estatura, se reían y gesticulaban como pavos en plena época de celo. En tanto que el más chico, a juzgar por su altura respecto de los otros tres, no emitía palabra y no hacía movimiento alguno. Su pasividad y el aire de resignación profunda y receptiva me recordaron que, en situaciones descontroladas o violentas, suelo adoptar una actitud similar. Por ejemplo, esa especie de desconexión imperiosa y vehemente que me embarga cuando escucho al psicótico de mi jefe gritar a cuatro voces que soy “un inútil al que no se le puede encomendar ninguna responsabilidad sin que eso me cueste un dolor de cabeza”, y que está “asombrado –más exactamente, a-no-na-dado– por la falta de criterio de sus empleados frente a los menesteres obvios”. Los maravillosos y eternos plásticos para el hogar maternal no consiguieron enternecer mis bolsillos de descastado, así que decidí seguir mi camino como quien no quiere la cosa.
Ya había ganado cierta distancia respecto de los alborotadores y un poco de indiferencia natural en la situación, cuando llegué a la esquina del semáforo. Una ráfaga de viento brutal e impredecible gesto atípico del tiempo en esa época del año y un grito de alarma a mis espaldas “¡No, boludo! ¡No te calentés al pedo!”, me golpearon el pecho.
Me volví y miré hacia la fuente del disturbio cuyos decibeles habían superado ampliamente los anteriores. A primera vista, nada nuevo: tres adolescentes discutiendo con el más joven, el que no se había atrevido a tocar un culo; los cuatro detenidos a unos treinta metros de la esquina; el más alto haciéndole frente al más bajo, y los otros dos gansos asiamesados parados por detrás. Un reflejo, que surgió desde las manos del más joven, me llamó la atención. Sin terminar de percatarme de lo que estaba sucediendo, escuché que el mayor volvía a gritar, esta vez con tono desesperado “¡Pará boludo, que era en joda!... ¿Qué hacés?”. Sin cambiar de posición, el más chico replicó con tono seguro y llano, “Ahora van a ver si soy un cagón...”.
 Creo que mi cuerpo entendió más rápido que mi mente lo que pasaba. Sin pensarlo, comencé a caminar en dirección del grupo en la otra vereda. Los dos pendejos de mediana estatura se habían quedado paralizados. Tenían las bocas desencajadas y los ojos desorbitados, los dos muy juntitos. En tanto que el mayor insistía “¡Era en joda, boludo!”.
El más bajo llevó la navaja hasta su cuello. Con una mirada de delirio desafiante hacia el más alto, hizo un movimiento en sesgo limpio y seguro. Grité “¡No!” y corrí hasta el lugar. El crío, que despedía sangre desde la garganta como un sifón, se desplomó en el suelo antes de que llegara. Me arrodillé mecánicamente a su lado sin saber bien qué hacer. “¡Llamen a una ambulancia!”, increpé indignado a los otros tres que se habían quedado absortos frente al cuerpo de su amigo bañado en sangre. Entre estertores, el pibe musitó algo así como “No me gustaba ese culo…”. Tal vez haya querido agregar otra cosa pero, con la garganta ya ocluida, sólo pudo emitir una especie de sonrisa desencajada. “¡Hagan algo, carajo!” ordené. Fue la frase que usaron los tres pendejos para esfumarse. El bombeo de sangre desde el prolijo tajo en el cuello del mocoso comenzaba a menguar. Intenté contener la hemorragia con mis dos manos, pero ya era tarde. El charco rodeaba el cuerpo como un manto de terciopelo púrpura. Sobre su abdomen inmóvil, la navaja brillaba rojiza e imperturbable. Una nueva ráfaga de viento delató el frío recorrido de una lágrima incomprensible sobre mi mejilla.
Miré desconcertado al chico tendido en el suelo. Había algo que no encajaba del todo en la escena. Busqué en mi entorno inmediato, pero todo parecía estar en orden. Luego giré la cabeza hacia la vereda de enfrente. Allí estaba yo, parado de espaldas a la acera. Escudriñaba la vidriera de regalos. Más arriba titilaba con una parsimonia sardónica el nombre del negocio en neón rosado “HOGAR & PLÁSTICOS”, pero algunas letras no estaban iluminadas, por lo que se leía “HASTIO”. Eso era lo que no encajaba.
Seguí caminando hasta la esquina y allí me detuve para esperar la ráfaga de viento que habría de golpearme el pecho. Después de unos segundos de espera calculada, crucé decidido la calle abrigándome el cuello con la bufanda que me tejió mamá. Sin prestar atención al mundo detrás de mí, me alejé del lugar silbando un tema del flaco que ahora no recuerdo.

La Imposibilidad De Un Puente


Foto montaje del biologuero

La imposibilidad de un puente
Alejandro Luque


Es tarde y siento que el tiempo se me escapa de las manos como una liebre. Sí, ese sentimiento de tener en la mira una presa invisible que, además, se refugia en otra dimensión. Aunque tengamos la posibilidad de una noche interminable por delante, me basta ese cruce de miradas en el vacío para entender que querés partir. Comenzamos a saludar a nuestros comensales, y quien había dicho ser ingeniero civil me propone, por formalidad, continuar en otro momento la discusión sobre puentes en ménsulas que habíamos iniciado durante el aperitivo. Mientras digo que sí, que por supuesto, te veo saludar con una sonrisa más armada que sincera a su mujer, quien nos había ahogado gran parte de la cena con sus cursos de reiki. Me ajusto la corbata, armo una mueca de complicidad idiota para despedir a la pareja y busco, en vano, algún otro mensaje en tu rostro. Me queda por ejecutar el gesto del hombre que toma a su esposa por la cintura y sonríe el rol social de solidez que esa mujer representa a su lado.

Fuera del restaurante, el barco propone la dicotomía de un corredor hasta el camarote o la escalera que se abre a la cubierta. Por necesidad de tabaco, y en ese silencio implícito que suele ensordecernos, apostamos a la humedad yodada de la noche atlántica.
–Un cigarrillo antes de que muera de aburrimiento –rogás mientras te envolvés los hombros con un mantón casi transparente.
–Sí, la cena fue un verdadero dormidero –replico ahuyentando sombras a manotazos y acercándome para darte fuego. Así comienzo el cortejo contra el tiempo que sé será difícil por la cena, por la hora y por el mismo intento de reconstrucción que animó este crucero.

Aceptás la llama en el cuenco de mi mano sin levantar la vista. Con ese gesto que conozco bien rechazás toda luz para sumergir tu mirada en la negrura que reina más allá de mí. Te apoyás sobre la baranda y me ofrecés tu perfil invulnerable, tu mirada perdida en un vacío de olas y mareas, tu cuerpo aquí pero allá. Reconozco en esa postura la imposibilidad de cualquier acceso, lo que despierta en mí la previsible actitud de derrocar tus cimientos sin brusquedad, de construir con delicadeza un puente en el aire con dos tablones que se unen en el vacío, y yo martillando los extremos romos en el medio.
–Simpático el ingeniero y su mujer, ¿no? tanteo el terreno.
–Se van a divorciar –interrumpís brutal sin dejar de observar la noche–. La mujer está harta y los papeles los esperan al desembarcar.
–Y él que me pareció un tipo copado y enamorado –remarco con la convicción de un adolescente.
–Sí –condescendés desde ese tono que revela la ambivalente posibilidad, y para que no quepa duda agregás–: pero el enamoramiento evidentemente no bastó.

Decido callarme y ganarle tiempo al tiempo para establecer un nuevo vínculo. Voy hacia vos, pongo en juego toda mi piel y toda la sensualidad que aún habita este cuerpo que ya nos queda demasiado viejo a los dos. Intento trasmitirte el calor del fuego inolvidable pero sólo recibo el tacto finísimo del tejido sobre tu espalda que, aún si abrigarte, deviene un escudo infranqueable. Acerco mis labios a tu perfil pero sólo percibo el delicado alejamiento de esos milímetros que establecen los kilómetros que nos separan. Abandonás la seguridad de la baranda cuando pretendo tomarte la mano. Mirádome bien de frente por primera vez en la noche, me decís:
–Tengo frío, me voy a dormir.
–Querida, yo…
–Estoy cansada y es tarde –volvés a cortar mi intento y lanzás la colilla fuera de la borda–. Te agradecería que vinieras al camarote cuando ya esté dormida. Tus ojos se impregnan de la oscuridad espumosa que habías estado admirando. –Buenas noches –rematás con esas dos palabras explosivas que desmoronan la posibilidad de cualquier puente. Enseguida, y como quien interpreta la realidad a través de un vidrio sobre el que cae la lluvia, veo el contorno de tu espalda que se aleja y se pierde en el hueco de la escalera.

Me arranco la corbata con furia y el viento que azota la borda me la arrebata de las manos con una ironía que me asombra. Vuelvo a pensar que es tarde. Tarde para todo intento en esta noche de crucero atlántico que se vuelve irreversiblemente gélida. A medio camino sobre mi pretendido puente, percibo la vasta negrura sin reparos que me recuerda el paso a seguir para matar al tiempo.

1 de mayo de 2011

Sobre Héroes Y La Resistencia


Ernesto Sábato - 24 de junio de 1911, 30 de abril de 2011

Sobre Héroes y La Resistencia
Alejandro Luque


Cuando se tiene la posibilidad de estar frente a una de esas personas que se apoderó un día incierto de nuestra alma como un íncubo para convertirse en un Maestro, sólo nos queda el rol de humilde testigo, de médium eficiente sin otra voluntad que la de servir de puente. Si bien esta breve entrevista no es más que un deseo que ya nunca se realizará en la realidad, me queda el consuelo de la ficción. Abro mi descuajeringado ejemplar de Héroes con sus anotaciones y subrayados que atraviesan más de dos décadas, y la aún resistente primera edición de La Resistencia menos marcada por el paso del tiempo. Así la imaginación juega su sino y se las arregla para usar las palabras como fichas en un tablero. Se abre el telón y aparece la silueta sombría de un hombre sentado frente a un atril. Muy cerca, debajo de un cono tenue de luz ocre, estoy yo, mi intención injustificablemente cristalizada en el tiempo como un espectro obcecado. 



–Para un ateo, ¿qué significa resistir?
–Vivir… simplemente vivir hasta que la vida se nos escape en el último aliento. Luchar por seguir vivo, sin que la lucha sea el fin en sí mismo sino el mejor traje de combate que uno puede ponerse para darle batalla a la muerte.
–Entonces, ¿la muerte es la gran ganadora?
–No, porque, ¿qué es la muerte sino un inmenso vacío burlón…? No, no la veo como la gran ganadora porque mientras estoy vivo mi humanidad se justifica. El tema pasa por el ¿qué soy estando vivo? Es el hombre que soy y que lucha contra el mal y sus propias miserias, el que gana cada día desde su existencia. Cuando no esté vivo, nada tendrá importancia ni habrá resistencia porque simplemente ya no estaré.
–En Héroes el mensaje parecía más intransigente: no había resistencia que valga (ni individual, ni nacional) frente al lado oscuro del hombre. Una especie de rendición frente a la fatalidad. Sin embargo, en La Resistencia vos nos proponés darle lucha a esa condición de ángeles caídos. Si el germen de lo malo está con nosotros, ¿no valdría la pena rendirnos a la evidencia y empezar por un nuevo mundo más sincero?
No hay posibilidades serias de un nuevo mundo, chasqueando los dedos, como no las hay de un nuevo hombre. La humanidad es algo demasiado complejo como para pretender que vaya unificada en la misma dirección. Los personajes de Héroes representan eso, la imposibilidad del acuerdo indeleble. Cada uno se ve en lo que considera “su” mundo y termina creyendo que nada se puede cambiar en “el” mundo. Y se abandona a esa realidad que él mismo cree que creó. Se nace con un destino inexorable, es una frase que podría decir Alejandra. De ahí también surge la pérdida de los valores éticos y morales. ¿Te acordás de cambalache, ¿no?
–Sí. Pero entonces, algo cambió en tu visión de las cosas entre Héroes y la Resistencia, ¿qué es?
–Héroes fue un proceso muy largo que abarcó muchas épocas de decisiones personales y eventos mundiales enormes, supongo que vos podés entender eso. También correspondió a la “idea” del hombre en su tiempo. Todavía existía el marxismo como única alternativa para el desarrollo de ese hombre al que el individualismo pragmático comenzaba a devorar. Había verdades primeras que, por tales, no se ponían en duda, porque la realidad nos mostraba que la dirección que podíamos llegar a tomar desde donde estábamos parados nos conduciría a la catástrofe. Y así fue. Pero no porque el marxismo no fue aplicado o mostró su inaplicabilidad, sino porque el hombre perdió el valor de la lucha como algo que está por encima de su cabeza y su interés personal. Con La resistencia intentaba recordarnos que aún tenemos la posibilidad de ser responsables. De evitar lo que como masas contrapuestas estamos construyendo: nuestro propio abandono como especie frente al obstáculo de la masificación. Luchar, resistir desde el compromiso sincero y para nada egoísta, es lo que hará de personajes como Fernando y Alejandra, Martín o Bruno, unos seres necesarios de ficción, pero no la realidad última de la humanidad.
–Entonces, ¿existe la esperanza para el ateo?
Estamos a tiempo de revertir este abandono y esta masacre. Esta convicción ha de poseernos hasta el compromiso… El ser humano sabe hacer de los obstáculos nuevos caminos porque a la vida le basta el espacio de una grieta para renacer.
–¿Te puedo abrazar?
–Sí, por favor.


Las pocas luces en el escenario se apagan y la imaginación cierra el telón.