27 de agosto de 2011

LOS MENDIGOS




Los mendigos
Alejandro Luque

Emundo había cambiado profundamente. Las especulaciones en las bolsas del mundo habían logrado enriquecer a unos pocos sin hacer nada, pero al fin el débito pudo con todos: tanta deuda se había creado para satisfacer el ansia de tener, de poseer, de más y más, que el mismo sistema terminó dando una convulsión y se cayó, sin penas ni gloria. Todos pensamos entonces que el tan mentado fin del mundo había llegado, sobre todo porque el último estertor del sistema económico global aconteció a fines de 2012, cuando las reservas en oro de los estados más poderosos anunciaron su colapso y su incapacidad de hacer frente a tanto dinero inexistente.

Y dejamos de consumir. Las industrias y los grandes transportes cayeron como castillos de cartas. El hambre nos tocó a todos y ahí nos dimos cuenta del horror que habían sufrido aquellos desheredados de África que se morían como moscas en campos de refugiados. Al mismo tiempo desapareció la novedad inmediata, el capricho de las noticias en tiempo real que supo desinformarnos durante décadas. Los políticos y gerentes de las soberanías se esfumaron en el silencio, y todos supimos entonces que nunca estuvieron preparados para la adversidad de sus posiciones. El poco petróleo que quedaba en las tripas del planeta descansaba finalmente en paz a falta de combustible y operarios, y el hombre lobo que todos esperábamos (ése que nos habían convencido las incontables series norteamericanas de anticipación que habría de surgir) nunca se manifestó. Unos menos mal que otros, todos estábamos expectantes de que algo pasara, como siempre.

Pero nada pasó, excepto que el hambre y la necesidad nos azotaron como un mazazo en nuestras cabezas. Con el paso de las semanas y los meses intentamos organizarnos sobre las bases conocidas, pero a cada organización sobrevenía de forma ineluctable el fracaso. Nuestras diferencias y capacidades de aceptación se hicieron cada vez más infranqueables. De hecho, y diría que como único acuerdo posible, cada vez que algún líder se manifestaba una horda de arengados espontáneos se encargaba de eliminarlo, de enrazarlo. Las familias se separaban ya no por falta de sentimientos sino por necesidad de sobrevivir. Y esa supervivencia no respetaba ni religiones ni morales heredadas. En poco tiempo comenzamos a darnos cuenta de que la trillada idea de juntos somos más fuertes era una excusa más de quienes pretenden controlarnos para contenernos en la adversidad que se retroalimenta. Abandonamos los dioses justicieros y prometedores que mucho tenían que ver con la hecatombe. Dejamos de creer en promesas que no tuvieran una factura inmediata. De hecho, dejamos de creer en el futuro porque nos dimos cuenta de que no existía.

El tiempo del reloj también nos había abandonado. Todo se convirtió en día y noche, frío o calor, sequedad o lluvias. Y no es que no hiciéramos nada; al contrario, ese tiempo de horas y minutos que tanto solíamos contar y que ya no existía se había convertido en espacio y energía que debíamos saber aprovechar de forma vital. Si era tarde para muchas cosas, la tardanza y la espera dejaron de tener sentido. Las inmediateces que tanto nos habían dividido y diversificado, por las que habíamos perdido nuestras almas, dejaron lugar a los intervalos de posibilidad sin obstáculos. No obstante tuvimos que reaprender el valor del tiempo real, fuimos obligados a escuchar los relojes internos y a leer las agujas de la naturaleza que nos resultó más que nunca extraña e incomprensible… pero también intransigente. Si bien se nos había acabado la vieja necedad, tuvimos que aprender a someternos a las leyes del tiempo que no le pertenecen a nadie.     

Dejamos de leer porque a la luz había que utilizarla para subsistir, y en la oscuridad que nos abrigaba descansábamos. Abandonamos el romanticismo por praxis y nos volvimos lo que siempre fuimos en el fondo: solitarios que comparten por un instante sus soledades para seguir el camino. Volvimos a estirar el cuello para asombrarnos de las estrellas, pero esta vez no les adjudicamos nombres ni formas que las unieran. Tampoco dejamos que otra abstracción les quitara sus realidades incomprensibles. Dejamos que nos llovieran y arreciaran todas las inclemencias del planeta, y nos permitimos que el aliento de progresar nos abandonara. No volvimos a enterrar a nuestros muertos porque aprendimos que sus cuerpos no nos pertenecían; de hecho, dejaron de ser nuestros.

Nos volvimos muy austeros con la palabra. No hacía falta comentar lo que veíamos del otro y lo otro frente a nuestros ojos. Sin volvernos las bestias que seguramente éramos en el fondo, nos permitíamos el roce, la caricia simple, el hombro desnudo, y la piel así de simple. El abuso, como idea y concepto, desaparecieron. También las falsas diferencias que siempre pretendieron enmarcar nuestros géneros. Estábamos todos solos por igual. Estábamos todos abandonados por igual. Nos habíamos abandonado hacía mucho tiempo con mentiras y justificaciones. Habíamos perdido mucho el tiempo que hubiese posibilitado reunirnos e igualarnos. Pero ya era tarde para volver atrás.

Aprendimos a cazar y a cosechar para alimentarnos. La naturaleza cobró para nosotros un respeto que habíamos perdido y huimos de las corazas que supimos prodigarle. Nos convertimos en presa y predador en términos iguales y logramos un equilibrio impensado tiempo atrás. Perdimos nuestros egos como se pierden los dientes de leche: uno a uno e inexorablemente. Abandonamos esa pretensión de domar el fuego y nos sometimos a la voluntad de los elementos.

En realidad, cuando lo pienso en función de la vida que llevábamos antes, nos veo como mendigos, seres humanos sin techo y sin futuro, sin asistencia y sin poder contar con nadie, esparcidos en los nichos que quedaron y avasallados por una realidad que nos sobrepasa. Hay entre nosotros aquellos que se recuestan en un rincón y allí se quedan. Hay otros que no dejan de errar como fantasmas por los mismos lugares. Hay muchos que desaparecen sin que nadie sepa cómo o por qué, y hay resto que subsiste a su manera.

Y aquí y ahora estoy yo, revolviendo desesperado algo así como un tacho de basura, un agujero olvidado. Un espacio de cemento que hace tiempo el rigor salvaje de las hiedras y los eucaliptos comenzara a desgranar. Un símbolo del olvido inexorable que huele a papel y a tinta y que me recuerda lo mejor de otra época, lo mejor de mí, lo mejor que ha perdido el hombre: la lectura.  

OBLIVION

"Obelisco at nigh" foto de Frans Swaalf

oblivion
Alejandro luque


tránsito mental de buenos aires hora cero y humedad cien por ciento cuando los semáforos en la aturdidora cabezaciudad funcionan tan al pedo correctamente
que uno tiene la sensación de estar en la ciudadcabeza ideal

el ruido fií­zzzzzz de los neumáticos sobre el asfalto
satinados por los slaloms surrealistas entre los baches

pararse en una esquina y observar cómo algún perdido
vaya uno a saber con qué destino e intención
toma la próxima a la derecha y pone el guiño
después de haber girado

su ruta y nada importa

levantar la cabeza y desconocer las constelaciones
a través de los destellos desdibujados por la lluvia
esa sensación de estar presenciando
tal vez
la gran escena de la vida con la sola certeza de saberse empapado

ser tan poca cosa en medio de cualquier metrópolis y
sin embargo
osar hacerse la pelí­cula en la que uno es el único protagonista
y aún así­ disfrutarse como si fuera un logro trascendental

lastima bandoneón mi corazón

pero aquí­ se está, empapado de buenos aires y de ausencia
y eso es mucho
es la herida abierta
un desangrarse maravilloso

por eso se le cae a uno una pajera lágrima en la mejilla
que se mezcla con el chorro que tributa desde la frente

y en ese momento
el tipo se da cuenta de que existe un atlántico inexorable
entre su necesidad de estar sobre una nueve de julio y su diagonal
y su realidad de oblivion en una avenida encharcada de nombre impronunciable