1 de noviembre de 2011

Suite Francesa


Suite francesa

Alejandro Luque

Estoy enamorado. Lo oculto, me lo oculto (aunque no lo termine de lograr) para no sangrar. Se sangra por amor si es unilateral o cuando –aún bilateral– no se ha realizado. Pero soy más débil de lo que puedo pretender, entonces devengo enamorado. Vamos a cenar a un restaurante; elijo yo esta vez aunque no sea local (¡lejos de serlo!) y nos metemos en La Bodega, bucólico bar-minutas español en pleno centro de la provinciana Burdeos. Una mujer colorida de harapos se acerca a nuestra mesa y nos ofrece rosas. Imposible reprimir mi nature de romántico empedernido, así que ofrezco una rosa blanca a quien amo que en su francesísima forma se conmueve y me regala unos diez mil besos en sus diferentes declinaciones. Entre frutos del mar y pimientos rellenos nos sentimos colmados –yo la siento sin duda, yo me siento sin duda– y hay que salir del lugar porque ya absorbimos todo el clima que ofrece. Caminamos por calles llenas de cosas y de gentes que no vemos, pero que cobran el brillo de ser únicas por contenernos en este momento. Digo esto porque nos lo confesamos en el código de las miradas. Digo esto porque estoy enamorado. Subimos a su departamento como otras veces, pero esta vez yo estoy enamorado. Ella me regala otros diez mil besos que correspondo vehemente como soy, y nos acercamos al equipo de audio para invitarlo. Primero es U2, selección estricta de One, luego el resto del CD. Hay risas y sonrisas y ese tipo de quejidos de elefante cuando dos cuerpos se reencuentran y se dicen gracias por estar conteniéndose. Hay torpezas obvias, sobre todo porque yo estoy enamorado. La rosa blanca sale de su celofán y comienza a sorber agua de una copa de champagne. Me dejo desnudar mientras mis manos deshacen la civilidad su cuerpo. Es como otras noches, solo que esta vez yo estoy enamorado; o sea que es tan distinto que me parece la primera vez. De pronto (y no se cómo se las arregló el invitado), Piazzola comienza a amasar su bandoneón en el equipo y así nos encontramos en el cobijo indescriptible de las sábanas (Mi querido Julio seguramente encontraría la más bella descripción). Los elefantes invaden la habitación pero no hay temor por una estampida. Las pieles se humeden y las topologías recónditas imponen sus respectivas demandas. Mano contra mano como encastre. Vientre contra vientre como molde. Cuello contra cuello como troquel. Planta del pie que recorre ese circuito deportivo de las piernas que se dejan recorrer y se transforman en autorrutas fértiles y suavísimas. Los sexos entregados y dispuestos. Las bocas que fabrican jugos y sabores inimaginables y que se vierten inclementes sobre todas las superficies nunca del todo descubiertas. Bocas incendiarias sin tapujos ni territorios vedados en su requisa. Ella se deja descender a los infiernos, se expone al fuego firme y me rescata al borde de las llamas: yo me dejo rescatar porque estoy enamorado. Y  nos reencontramos en la superficie de mis labios, allí, en la cabeza que intenta definir las emociones en una ecuación cuadrática (aunque a la fecha esta cabeza no sepa definir qué es la raíz cuadrada de dos). Hay una necesidad imperiosa de complementarse en el seno de la manada de elefantes que no dejan de aturdirnos con sus quejidos dulcísimos. Las sábanas se vuelven demasiado pesadas para nuestras pieles. Yo pronuncio las palabras mágicas que no puedo reprimir un solo momento más y las puertas del paraíso se abren. Tomo la real conciencia de que estoy enamorado pero no hay plástico o látex o forros o condones (torpeza descubierta a último momento): solo la imperiosa necesidad del placer desnudo de artilugios. Y entonces no, y es entonces ahora mi boca la que desciende los valles exuberantes y explora el mapa aterciopelado la que llega al frondoso territorio de los sueños donde toma el lugar de mi sexo y que se las rebusca para multiplicar más elefantes. Mi boca limitada a mi lengua limitada a mis labios limitados a los suyos que sólo quiere retribuir el amor que siento con el placer más intenso que se pueda otorgar, porque estoy enamorado. Y en el cenit del pasar de los elefantes que ya son millones, y en la emoción de Don Astor que decide llorar a su Nonino, y en su vientre que convulsiona el placer, yo me derramo sin quererlo en rugiente compañía. Mi cuerpo asciende hasta encontrase con sus ojos, con su nariz, con sus labios que hablan y que siguen liberando más y más elefantes. El tempo entonces se vuelve adagio con la Milonga en Re. El sudor de las pieles se homologa y las temperaturas se hermanan. Llamamos a las sábanas. Un elefante perdido flota unos segundos sobre nuestros cuerpos y nos reúne en el calor de regocijarse luego de. Estoy enamorado e intento ocultarlo porque aún me quedan cinco días de espera antes de conocer el resultado del obligado análisis anti-HIV.