17 de noviembre de 2012

El Corazón En La Piedra

Foto del biologuero

El corazón en la piedra 
Alejandro Luque 

Juan veía caer la lluvia y reconocía el sabor de esa frustración cercana al fastidio. Para colmo de males, las pilas del mpman acababan de dar su último suspiro. Él, que venía de magnificar la soledad de una ruptura insoportable en las huellas efímeras que el agua enjuga sobre los embaldosados, pensó que sólo faltaba que las malditas gárgolas de Notre-Dame, empeñadas en escupir lanzas certeras a los cuatro lados de la catedral, terminaran desplomándose sobre su cabeza.

La gárgola descendió suavemente desde su encono de burla y olvido, y escondiendo los garfios de los extremos de las alas y su pico de carroñera ofreció al tiempo una mirada y un silencio.

Juan buscó refugio en el parvis del ala norte, justo debajo de una de las grandes rosetas, e intentó convencer al encendedor caprichosamente humedecido de que pariera una puta llama que encendiera un puto cigarrillo para soportar el incordio de las putas gotas colándosele en torrentes por entre la ropa. Porque había olvidado, como de costumbre, el paraguas. Con ironía, se permitió pensar que nunca fue del tipo de persona que lleva el paraguas por si llueve. Él era impermeable a esa clase de convenciones prácticas que estilan los parisinos en invierno; esos que ni bien cae una gota despliegan la sombrilla y lo miran a uno gloriosos de justificar los diez o cien euros que la inclemencia les capitaliza. Él era él.

La gárgola conocía perfectamente el miedo, la intemperie y el vicio de los humanos de ser y pretenderse más de lo que la magia les permitía, por lo que levantó la cabeza hacia el campanario del norte como quien ora una despedida. Y en un movimiento ritual se lanzó a la caza de un corazón penetrando las fauces del diluvio.

Cuando el encendedor se dignó a funcionar, el cigarrillo ya estaba empapado. Juan sintió la densidad incómoda de su propia humanidad que siempre le pareció extranjera y se preguntó si un paraguas o un rayo de sol a través de las nubes cambiarían el estado de las cosas.

La gárgola se posó frente a él como un peón que una mano invisible cambiara de lugar en el tablero de juego. El diluvio se detuvo por un instante y el silencio lo ocupó todo.

La transformación de la gárgola fue igual de instantánea que la de Juan. Desparecieron los rasgos inhumanos y la piel desnuda afloró por entre la costra de piedra, la frágil coraza con la que habría de asumir el rigor de la vida. Mientras tanto, a Juan le crecían escamas, cuernos y alas para enfrentar la eternidad. El dolor de ambos fue sólo comparable a la necesidad imperiosa de sentirlo.

El rostro endurecido de Juan lagrimeaba la lluvia mientras que la silueta borrosa del borde del campanario marcaba la trayectoria de su vuelo, en el que el diluvio ya no lo inmutaba sino que se llevaba el dolor.

La gárgola quiso abrir sus alas pero sólo pudo correr con torpeza para resguardase de la lluvia y vivir los primeros latidos de su renacimiento.

Ya en la torre norte, Juan se ‘encascaraba’ y replegaba las alas. El cuerpo petrificado recibía el torrente que su boca en pico descargaba certero sobre el Cloître de Notre-Dame. Fijó por última vez la vista en la acera por la que corría torpemente un hombre desnudo. Guardián desterrado y expectante, así Juan empezó a templar su corazón.

4 de noviembre de 2012

Evasión Necesaria


Foto de Oscar Anthony

Evasión Necesaria
Alejandro Luque

Al borde del acantilado nos volvimos a prohibir mirar atrás. Entre el revoltijo de la espuma y el filo de los peñones, las olas comenzaban a disgregar el cuerpo flácido de Alejandro que acababa de dejar su vida luego de la oración en el altar de piedra a nuestras espaldas. Doce manos lo recogieron y lo lanzaron al abismo, como lo estipulaba el libro. Pronto la noche devoraría la intensidad del lugar. Con la misma parsimonia teníamos que proceder, uno a uno, antes de que el sol matinal develara los secretos del altar.

Las órdenes y todos sus detalles estaban claramente consignados en el libro y todos estábamos preparados a la ejecución. De hecho, uno de nosotros entendió que los sacrificios debían de hacerse en orden alfabético, por lo que ahora le tocaba, sin lugar a dudas, a Claudia. Con cierto horror contenido en la mirada, Claudia terminó por bajar la cabeza y aceptar su suerte. Avanzó sobre el acantilado y se posicionó sobre la piedra en forma de lecho. Desde la ventana este de la construcción surgió de nuevo el rayo y Claudia se desplomó como un saco de papas. Nos acercamos con un miedo obvio. Alguien intentó un puntapié y, a falta de reacción, arrastramos a Claudia hasta el desfiladero. Rodó, como Alejandro, por el primer desnivel. Luego el cuerpo se desplomó en un ruido sordo para terminar deslizándose por las placas inclinadas hasta el mar. Y no volvimos a mirar atrás.

Alguien, quizá yo, quiso decir algo, pero algún otro, quizá yo, impidió la irrupción. Era el turno de Gabriela, que sin decir palabra y mirándonos con esa altanería que la caracterizaba, se paró en la placa y cerró los ojos. Hubiese querido besar sus labios aún húmedos y turgentes antes de entregarla al mar que azotaba las piedras con sus olas, pero alguien, quizá Lucía, me recordó que las reglas del rito eran precisas. Si no fue ella, en todo caso recuerdo que enseguida y bien estoicamente se irguió sobre la piedra y el rayo la fulminó.

Tal vez fue Marcelo el que hizo aquella observación sobre la molesta distancia que separaba la placa del acantilado, pero fue Noemí –de eso estoy seguro– quien minimizó el comentario y condujo a Marcelo a su posición. Estoy seguro de que antes del fin quiso decir algo, pero el problema de Marcelo siempre fue lo solapado de su voz. Nadie notó nada, y ejecutamos.

Noemí y Pedro ejecutaron el rito casi como calcomanías, no por nada eran gemelos. Curiosamente, mientras los otros cuerpos flotaban y se desmembraban entre las rocas del acantilado, los de ellos dos se mantuvieron unidos, hasta se podría decir que se alejaban del efecto destructivo de las olas. Pero sólo duró la percepción de un momento.

Hubo una estéril discusión entre Pablo y Pablín que se definió por el riguroso apellido de cada uno. Fue Pablo quien ocultó por unos segundos el cuerpo de Pablín antes de que las olas y los peñascos hicieran su cometido. Con Pablo hicimos un gran esfuerzo para arrastrar a Pablín hasta el borde del acantilado, y antes de tomar su posición me dijo que admiraba mi estoicismo: “Vas a tener que ponerte al borde del acantilado, porque sos el último y nadie empujará tu cuerpo hasta el mar”. Respondí que todo estaría calculado en el rito, y que no se preocupara.  Casi que no pude terminar mi frase que el rayo lo fulminó.


Hice un gran esfuerzo para hacer rodar el cuerpo de Pablo que cayó casi encima del de Pablín que parecía esperarlo disgustado por ese orden estúpido del alfabeto. Los separó una ola, y la segunda los despedazó.


Ya casi no quedaba luz en el lugar. Sentí el frío del abandono sobre cada célula de mi cuerpo. Releí el ritual en el libro y no había dudas: era mi turno. El insistente ruido del mar, las olas y la espuma que vomitaban las rocas era lo único que percibía. Debía avanzar hacia la roca para que el rayo desde el altar de piedra me fulminara en mi turno. Sabía que no podía mirar hacia atrás. Ya no veía los rastros de Alejandro, Gabriela, Marcelo, Noemí, Pablín y Pablo.

Parado frente a la piedra de ejecución, la vista perdida en la inmensidad de un mar que finalmente no era el mío, y vedado de mirar hacia atrás; un pie en el aire y el temor del abandono vibrando en mi piel, miré hacia la derecha, primero, y hacia la izquierda, después. Pensé entonces que tal vez el ritual del libro fuera una gran mentira, pero en medio de mi pensamiento sentí que algo vibraba a mis espaldas, que medía la distancia última. Sin volver la vista atrás caminé hacia la izquierda retomando finalmente la dirección del sol naciente que nunca debí abandonar.

Desde aquel día sigo aún avanzando sin volver la vista atrás.