MOVIMIENTO
Elementos Básicos – Del Agua
Alejandro
Luque (2010)
El
Hotel de Inmigrantes está atestado de gente que ha llegado días atrás y que
espera le asignen un destino, un pedazo de tierra. Y también apesta, porque
esas personas que vienen de distintos lugares de una Europa empobrecida y saqueada,
y que apenas si saben cómo escribir sus nombres y, aún menos, hacérselos
entender a los aduaneros, están alojados en un hotel administrativo. Más allá
de las paredes de ladrillos se encuentra Argentina, América. Pero esas paredes
que delimitan el hangar a un costado del puerto de Buenos Aires, con sus
ventanales demasiado altos como para confirmar de un vistazo la promesa del inmenso
y pujante mundo nuevo que dará el alimento y el cobijo a quien quiera
aventurarse, son por varios días el único paisaje posible para estos refugiados
que han escapado de una realidad de miseria y exclusión.
Visto
desde la ventanilla, el aeropuerto de Roissy parecía un monstruo dispuesto a
engullir los aviones con todo su contenido. Llovía y el asfalto de la pista
reflejaba los objetos de la misma manera que al otro lado del mundo. Sin
embargo, la excitación y el miedo a lo desconocido transformaban las imágenes
empapadas que mis sentidos aprehendían en paisajes con un brillo diferente. En
la Aduana me retuvieron una hora hasta que alguien logró entender que era un
estudiante con beca y que por eso no tenía un billete de vuelta ni visa de long séjour. El rigor de una lengua que
no es la de uno y que se desconoce produce un aislamiento y una desprotección
difíciles de describir. Uno llega a una tierra que no es la suya con un
pasaporte que debiera ser el único válido: la intención profunda y la
convicción de venir a quedarse para crecer. Pero aún para crecer se necesitan papeles
y certificados. Cuando comprobaron que los tenía, me abrieron la puerta y entré
en Europa.
Marcel
tiene catorce años cuando sus ojos recorren el yermo de una pampa
incomprensiblemente plana, verde y atiborrada de un humus que sólo conoció en
su tierra por la escasez. El tío Jean-Pierre marca con una rama seca de ombú un
rectángulo donde levantarán las cuatro paredes de adobe y el techo que los
cobijará. Marcel pregunta por los pies de viña pero le muestran semillas de
maíz y brotes de papa. En ese momento comienza a reconocer el límite de sus
palabras y las ahorrará por el resto de su vida. Las paredes de adobe se
transforman en muros de ladrillo, y aprende a ponerle límites a su pedazo de
tierra. Se casa con Berta por esa Francia que también bulle en su sangre y por
ser la vecina más cercana. Casi enseguida nace la primera de sus once hijas y muere
el tío. Marcel labora la tierra, hace milagros que el propio milagro de ese
suelo permite. Berta cría a los argentinos con consomés, revueltos de verdura, guisos
de carne y a fuerza de ropa reciclada. La familia comienza a arraigarse.
Los
estudios trajeron conceptos nuevos y nuevos amores. Mientras mis hormonas se
equilibraban en esa edad que antecede a la de la razón, yo empezaba a atisbar
los códigos de aquella cultura que, con seguridad, me serán siempre
inalcanzables. Supe que el “mi mamá me mima, mi mamá me ama” no era literal ni
fundamentalmente universal. Llegué a preguntarme por qué solemos usar el “no”
en nuestras respuestas, aun para afirmar. Y sin terminar de creer que el sexo
es el lenguaje unívoco, me dejé amar en francés y, en el mismo idioma,
retribuí. Terminé mis estudios y decidí quedarme en tierras galas a falta de
otras posibilidades. El mundo me mostró su rostro previsible de complejidad en la
repetición de desarraigos locales y desamores. La historia me regresaba en sus
caprichos congénitos.
Marcel
ya tiene la anciana edad de cincuenta como para continuar en este mundo que da
más al que se las rebusca mejor. Las leyes del hombre nuevo, sin echarlo de su
terruño, lo transforman en peón. Muere poco después, antes del matrimonio de su
cuarta hija. Berta llega a acompañar a tres de sus nietos al altar. Se apaga en
una casa que ya no existe en los rincones de un pueblito olvidado donde la entierran
junto a su marido Marcel. Uno de sus bisnietos llevará flores al cementerio y
limpiará innumerables veces las inscripciones de la tumba. En una de ellas
leerá por primera vez la palabra merci.
La familia se disemina por todo el país acomodándose en los nichos que va
encontrando. La muerte intenta eliminarla pero no llega a perpetrar más que un
saqueo superficial.
La vida quiso verme caminando sobre las huellas de mi bisabuelo. Hoy,
parado frente a una iglesia casi en ruinas a la que seguramente su madre lo
habrá traído muchos domingos, lo busco. Te busco. Me busco. Me pregunto si
llegaré a ser parte de todo esto. Si esta promesa de mi futuro a más de cien
años de distancia de la tuya es por fin real. Decidir irse. Decidir quedarse.
Abandonar sueños desperdigados por todos lados para construir nuevos. Desde
cero, desde la nada que implica llegar a lo desconocido. Mirar hacia atrás y
ver la obra más importante que tus sueños edificaron del otro lado. Sí, allá y
entonces, la gran familia a la que pertenezco. Aquí y ahora, esa gente que
cruzo. Ese “Bonjour !” que escucho sabiendo que deberá
transformase en la base inapelable de mi nuevo código de vida. Pienso en cómo
habrá sido para vos. En qué pensaste parado frente al lugar que ibas a habitar.
¿Estabas acompañado? O solo, como estoy yo ahora , intentando crear un nuevo
sueño en estas, tus tierras. Estás en mi memoria. Soy la memoria de dos
Atlánticos que te vuelve.