22 de diciembre de 2014

Fin De La Inocencia

El fin de la inocencia
Alejandro Luque

Tenía ganas de romper todo, de patear la mesa y de tirar por la ventana las cajas con todos los juguetes. Pero sabía que eso no estaba bien. Mamá se enojaría y haría que papá se ponga serio y con esos ojos fuertes gritando que así no te quiero. Y eso es feo. Después de todo, lo único que me gustaba de Papá Noel eran sus regalos, porque él mismo medio que me da miedo con esa cosa blanca que le tapa la boca y esa panza enorme de elefante. Creo que no me importa que no sea verdad y que sea… ¿cómo dijo mamá?... ¡ah, sí!, un símbolo. ¡Nada! Que Papá Noel no existe y que todos los regalos los compran ellos, y que los juguetes son caros, y que papá no tiene trabajo, y que ya soy todo un hombrecito, y que tengo que entender. Y encima, los reyes tampoco. Así que todo el pastito y el agua que había que poner nunca sirvió para nada porque ellos no vienen. Vienen papá y mamá por la noche y se toman el agua y tiran el pasto a la basura, y después ponen los regalos debajo del arbolito. Yo que siempre quise quedarme despierto para verlos… A los reyes, porque a Papá Noel no lo quería ver porque me asusta. Si él no existe, mucho no me importa. Pero los Reyes Magos… Y lo que más me dolió fue que, cuando mamá me explicaba, mi hermana se reía. ¿De qué se reía ella, si siempre los dos escribimos las cartas a Papá Noel y vamos a buscar el pasto para los camellos de los Reyes? Yo ya no la quiero a mi hermana porque es grande, y se parece a mamá cuando se enoja, y siempre se ríe de mí, y le dice a sus barbies que yo soy un nenito tonto. Y me da más ganas de romper todo y tirar por la ventana sus barbies, porque ella es la tonta. Pero esta vez no le voy a convidar un sólo caramelo de los que me voy a comprar con la plata que anoche me dejó el ratón Pérez por la muela que me arranqué en secreto y dejé debajo de la almohada.

15 de diciembre de 2014

Bruine


Bruine
Alejandro Luque


Son sólo gotas, agua
Son muchas, son millones
Son causa de mi incordio
Son mi humor y el efecto
El camino obligado
El estío olvidado
El rendez-vous incierto
Del retraso que odio
Me moja los cordones
La garúa, me fragua

13 de diciembre de 2014

Intrusión

Intrusión
Alejandro Luque


La mujer hablaba haciendo gestos exagerados y manifiestamente perturbada. ¿Se da cuenta? ¡Es terrible! El hombre un poco inclinado, los dos brazos apoyados en el mostrador, la escuchaba con atención sin poder ocultar un cierto dejo de asombro en la mirada. Con mi marido no tenemos consuelo, insistía, nunca pensamos que nos iba a pasar a nosotros, ¡y a esta edad!, ¿se imagina? Los dos solos en esa casa tan grande que tanto nos costó construir. Porque mi marido es un autodidacta: él mismo hizo los planos, compró el material y comenzó a levantarla los fines de semana cuando nuestros hijos todavía iban a la escuela. Se lo aclaro porque me parece importante. Yo lo apoyé en todo, y mientras él fijaba los muros y los revestía con las carísimas lajas de pino chileno, yo criaba la prole. Y es que los dos queríamos una casa amplia, cálida y con muchas habitaciones para que todos estuviéramos cómodos el resto de nuestras vidas. El solía decir que el terreno daba para un palacio, figúrese usted. Pero hace unos años los hijos abandonaron el nido, los inviernos hacían imposible calentar todas las habitaciones ya vacías, y nosotros dos no necesitábamos tanto lugar. Así que cerramos el ala del fondo. El hombre cambió de posición, enderezó la postura, y sin desviar la vista de su interlocutora hizo el signo de entender, por lo que la mujer continuó con su discurso.

Le digo más: al principio –de esto hará unos meses– yo me despertaba casi cada madrugada creyendo haber escuchado el ruido en la habitación del más chico, la del fondo que linda con el galpón abandonado de una carpintería cuyos dueños cerraron el invierno pasado por el tema de los robos. ¡Qué inseguridad en el barrio! ¿se da cuenta? Muchas veces lo despertaba a mi marido y sin salir de la cama nos quedábamos los dos con las orejas atentas por un buen rato. Al final nos terminábamos durmiendo de tanto silencio, así que nos olvidamos del tema pensando en gatos correteando sus celos por los techos. ¡Qué error, me dirá usted! Y tiene razón. Asintiendo con la cabeza y sin dejar de mirar a la mujer, el hombre se inclinó y sacó de debajo del mostrador una gruesa carpeta de tapas rojas. La abrió y con el dedo comenzó a recorrer lo que parecía un índice. La mujer siguió cada movimiento sin dejar de mostrar su preocupación.

Pero hará una semana, siguió, me volví a despertar en plena noche y esa vez los ruidos no se acallaron. Yo sentí terror. Mi marido pudo escucharlos y por la expresión en su mirada supe que él ya no pensaba que fueran gatos o ratas. Nos levantamos sin hacer ruido. Los sonidos venían ahora de las dos habitaciones del fondo. No había duda, estaban dentro de la casa y ahí los oímos rasgar las paredes y haciendo vaya a saber uno qué otra barbaridad. Casi sin acordarlo y sacando fuerzas de no sé dónde, entre los dos acarreamos el armario del pasillo hasta el fondo y bloqueamos las puertas de las dos piezas. Por un buen rato los ruidos desaparecieron, y pensamos que se habrían ido. Pero unas horas después volvimos a escucharlos. No sólo no se habían ido, sino que evidentemente ya estaban instalados. ¿Se da cuenta? Y fue solamente esta mañana que mi marido y el menor de mis hijos –que vino volando del interior, pobrecito– se animaron a entrar armados de una cuchilla y una pala a las habitaciones para terminar con la ocupación. Pero cuando retiraron el mueble y abrieron las puertas, ¡nada! Todo estaba normal, las ventanas y las persianas cerradas, ningún rastro de intrusión. Sólo el ruido, esos crujidos como ecos de ultratumba brotando de las entrañas de las paredes. Y como le decía al principio, fue mi hijo el que luego de un rato de sigilosa búsqueda entendió el problema cuando vio sobre el borde de los zócalos…

En ese momento el hombre pareció encontrar en el índice lo que buscaba, pasó las páginas hasta llegar a la indicada e interrumpió el discurso de la mujer apoyando el dedo sobre una foto. ¡Destaladrina Express!, exclamó con firmeza, y aseguró enseguida: Esto es lo que necesita para eliminar los bichos taladro. Dos aplicaciones con pincel a quince días de intervalo. Un litro es suficiente. ¿Algo más señora?               

1 de diciembre de 2014

Trece Minutos



Trece minutos
Alejandro Luque

Praga. El vuelo AF 3502 con destino a París saldría previsiblemente con retraso. Me dije, mientras me alejaba de la puerta de embarque, que no valía la pena calentarme: después de todo en estos no man’s land siempre hay un lugar en el que probar un buen tinto y atontar el incordio. No muy lejos de la entrada, un bar con punto wifi abierto y zona para fumadores, algo así como un oasis en un desierto de espera. Me senté en una mesa bien aislada, desperté el smarphone, abrí el whatsapp y pinché el primer avatar. Con un apuro aburrido escribí: “prebulodesiblemente, vuelo retrasado x lo - 2 hs. t amo”. Envío y señas al mozo que llegó a la mesa, carta en mano, previo pedido de permiso a cada pie para avanzar.

Sin mucho pensar elegí una copa del Pomerol que aparecía al final de la carta, un château L’Evangile de 2006. “No, no snacks, obvious!” Creo que partió confundido y como había llegado, en una especie de procesión lastimosa que delataba a esas horas las que venía quemando en ese lugar vacío de glamour y de clientes. O casi. Al costado de una columna reparé en un tipo de traje ámbar, un ario grandote y cincuentón que me miraba con curiosidad más que elocuente a tres o cuatro metros de distancia internacional. Me permití sonreírle porque necesitaba sentirme yo. Jugamos la perversión de lo posible pero que no se dice hasta que llegó el peregrino con L’Evangile. El ario me hizo un gesto con su copa –seguramente conteniendo un blanco infectado de azúcares– y en ese momento me pregunté cuánto tiempo tardaría en acercarse hasta mí.

Tres minutos. Aceptó el gesto que lo invitaba a mi mesa. Me habló en esa lengua que siempre resistí a aprender, pero no hacía falta un traductor. Saqué un cigarrillo que él encendió automáticamente rozándome la mano en rancio cinemascope. Le envié la sonrisa Signal convencional, y ya nos armábamos detrás de nuestras nubes de humo, más por estrategia que por defensa. Estábamos simplemente calientes. Él me sobaba con sus ojos que chorreaban de ansiedad, mientras su mano dibujaba dos fonemas sobre mi pantalón: algo así como hotel. Yo, Signal y calculando con la vista de rayos x que nunca tuve si mi mano debajo de la mesa estaba tocando una rodilla o la bragueta del pantalón. Podía imaginar que el rojo tierra del Pomerol circulaba por mis venas y estimulaba cada poro de mi piel a que se abriera. No me molestó cuando apagó el cigarrillo en su copa porque entendí que era su aria manera de decirme que ya no teníamos nada que hacer allí. Me entubé los últimos mililitros del grand cru y, mientras recogía mis cosas, hasta me di tiempo para ver el llanto sanguíneo de algunas gotas ahogando su destino fútil al fondo de la copa.       

Diez minutos después de denodada pertinencia, el ario pagaba mi vino y yo enviaba un nuevo whatsapp: “vuelo anulado. espero transfer al hotel. t extraño. hasta mañana".