23 de febrero de 2010

Marta Sin Hache


 
Imagen de la campaña europea contra la violencia de género
 
Marta, sin hache
ADL

Marta, sin hache, da vueltas y vueltas y se propone en silencio excusas alucinantes, como no levantar la cabeza para evitar ser devorada por ese monstruo radiante de tentáculos que engulle a quien se atreva a mirarlo. Según sea el rigor de la mañana, Marta, sin hache, se niega a mirar su doble en el espejo porque teme ver lo que no quiere, lo que le produce terror. Hace unos años estuvo sin dormir casi una semana cuando descubrió tres canas en ese lugar ortiva que está por delante de la oreja. Se sintió ultrajada por su propio cuerpo, aunque no era la primera vez ni tampoco sería la última que debería pagar por eso Ya antes, Marta, sin hache, había descubierto que los senos que tanto sobaron sus dos hijos se caían como frutos marchitos, se deformaban vencidos por el rigor de la gravedad. De la gravedad de vivir. Después y eternamente, el parto de las mañanas cuando el cuerpo duele en cada poro y nos muestra todas sus horribles deformaciones al pretender dar a luz una familia holgazana. En todo caso, las deformaciones del cuerpo de Marta, sin hache, que ella ya no quiere ver en el espejo insufrible porque se convence de que no tienen sentido, ya no cuentan. Se cepilla los dientes, y al escupir ve  la espuma rosada, por lo que vanamente se dice que habría que ir al dentista y gira la cabeza sin levantarla. A la izquierda está la toalla de mano. Marta, sin hache, la toma y la apoya con suavidad y cierta firmeza sobre su rostro. Piensa que tendría que ser más cuidadosa, más atenta para evitar eso que manifiesta su cuerpo, porque siempre es así que lo que le pasa es un designio que la sobrepasa. Entonces recuerda lo que siempre le dijo su madre: “Fue la tipa del registro civil la que se empecinó en no ponerte la hache en el nombre; y a mí me dio lo mismo, porque todavía me dolían las tripas que me abriste para nacer”. Muchas veces se preguntaba qué habría sido de aquella mujer caprichosa con las mudeces. Como sea,  Marta, sin hache, se vio obligada a comenzar a vivir su identidad según la voluntad de los otros. Su madre se esfumó un día en la naturaleza, por lo que ella terminó en la casa de su tía como esclava, lavando a mano los pisos “porque quedan mucho mejor que con esos aparatos”, sentenciaba la arpía. Fue por aquellos tiempos que inventó su juego secreto de superviviente: se llamaba Martha, y hodiaba ha su tía, hamaba ha un príncipe que la rescataría del hinfierno, lo hesperaba con fervor, porque hél lograría que la hotra Marta holvidara todo sus tormentos. Y hél llegó, y se la llevó, y tuvieron dos ijos. Y se volvió Martha, con ache, hal precio de conocer hel gusto lacerante del haliento himpregnado de halcool. Por heso Martha, sin ache, no quiere volver nunca ha levantar su cabeza frente hal hespejo. Y no porque no quiera ver los ematomas que de costumbre lo cubren, ni por negar la hexpresión de sus hojos ha punto de hexplotar. Lo que la haterroriza hes descubrir detrás del reflejo de su cuerpo herróneo –hhhhherróneo–­ la hexpresión de furia hen la cara de hél, que seguro ya hestá hagazapado y listo para saltar sobre hella y recordarle quién hes hel hamo y quién hes Marta.

Nos


Foto de este blog

Nos
ADL

La mosca se embate con la ventana.
La luz, el olor, las cosas afuera
que brillan lo inmundo que el mundo emana.
Choca e insiste porque es su manera.

Mosca impávida, ciega, sinónimo
de desidia y del último estertor.
Mosca hermana del destino anónimo,
bestia esclava del olvido y del hedor.

Choca y me recuerda, nos los humanos
golpeando ciegos el muro invisible:
se atonta, insiste, trepa bien en vano,

Ignora que el vidrio es una redada
que esconde lo impensable e imposible:
mi gata, por debajo, agazapada.

14 de febrero de 2010

Gregorio Y Salvador


 Fotomonaje de Alejandro Luque

Gregorio y Salvador
Alejandro Luque
A Patricia C.

La ambulancia llegó a la curia del Sagrado Corazón diez minutos después del llamado. Los enfermeros subieron las escaleras corriendo hasta alcanzar la habitación del padre Gregorio. Varias sotanas oscuras rodeaban la cama como cuervos estatuarios. Ya velaban al hombre que yacía boca arriba, con signos morados inconfundibles en su rostro. Un socorrista se hizo paso entre los presentes para llegar hasta Gregorio; lo auscultó, pidió una dosis de adrenalina y que desplegaran el equipo de reanimación. Desgarró la sotana y la camiseta de algodón que cubrían el cuerpo inanimado del cura. El pecho casi imberbe de Gregorio quedó al descubierto, como así también su vientre flácido y prominente. “... paciente de unos setenta años, cianosis importante en conjuntivas y labios, sin reacción ocular, latidos inaudibles, enviando dos centímetros cúbicos de adrenalina por vía periférica… preparados para la reanimación y traslado al ‘hache-ce’, cambio”. Otro socorrista metió el respirador sobre el rostro de Gregorio y comenzó a bombear aire en sus pulmones. El tercer enfermero acercó a la cama el equipo de reanimación y pasó los electrodos al primero que practicaba el masaje cardíaco. Sin perder el tiempo, dictó un amperaje, pidió que se alejaran y envió la descarga eléctrica que atravesó el cuerpo de Gregorio. Este se agito en una profunda contorsión. “Pulso recobrado a los veinte minutos, inestable a 65, respiración asistida y en equilibrio, procedemos al traslado, cambio”. El cuerpo del sacerdote pasó, con la ayuda de seis manos, a una camilla que lo transportó a la ambulancia y luego a las urgencias del Hospital Central, donde se recuperó en unas semanas de su infarto agudo de miocardio.

Gregorio volvió a la curia y pidió que lo exoneraran de la celebración de las misas y la confesión. Empezó a tomar la costumbre de vagar por los jardines. Solía vérselo sentado durante horas frente a los castaños en una clara actitud  de meditación. Cada día tomaba “religiosamente” los medicamentos que le habían sido recetados y prácticamente no hablaba con nadie. Sus pares comprendían la debilidad en la que el cura se encontraba respecto de su salud, por eso lo acompañaban en su silencio y sus meditaciones en la espera de su total recuperación.

Al segundo mes, Gregorio fue a hacerse uno de los controles obligatorios al hospital. Allí encontró al socorrista que lo había reanimado.
‒¿Cómo se encuentra, Padre?
‒Mal, hijo… Mal.
‒¡Enfermera! –gritó el socorrista.
‒No, hijo –interrumpió Gregorio sonriendo. –No es clínico el malestar. Dejá a la enfermera tranquila y mejor decime cómo te llamás.
‒Salvador Reyes, ¡a su servicio!
‒Salvador… Quiero agradecerte este trecho de vida que me has regalado... Gregorio hizo una pausa antes de continuar‒. Salvador… qué curioso…
‒De nada, pero, ¿por qué le parece curioso mi nombre, Padre?
‒Porque el misterio de nuestra salvación está siempre frente a nuestras narices, confundido en el paisaje y disfrazado de nombres y de símbolos, sin que lo podamos percibir hasta que lo vemos o nos ayudan a hacerlo.
‒No entiendo, Padre.
‒¿Cuántos minutos estuve ‘muerto’, Salvador?
‒Unos veinte, creo.
‒Pues bien, estuve muerto todo ese tiempo y después de mi vida no había nada; NADA, ¿entendés? Ni un túnel con luz al final, ni ángeles indicando un camino, ni mis padres recibiéndome… Nada, nada de nada.
‒Creo…
‒¡No creas, Salvador!.. ¡No creas nunca! ¡Viví! Viví este todo que es la vida. Vivilo con intensidad y responsabilidad. Maravíllate de vivir sin pretender que habrá luego alguna otra maravilla por la que valga la pena esperar. El único reino que poseemos es nuestra existencia, la que sea y mientras dure.

Gregorio lo abrazó como lo haría un oso, corazón contra corazón, y siguió su camino. En ese momento, Salvador se dio cuenta de que el cura no llevaba la sotana. Iba a decirle algo, pero la alarma del servicio de urgencias lo obligó a salir corriendo.

10 de febrero de 2010

Prisión


 
 Imagen encontrada en la red

Prisión
ADL

Miro la mano que apoya
la carta sobre la mesa.
Veo las manchas y arrugas
que brillan entre la niebla

¿Qué hora será ahora?
¿Me habré olvidado de vuelta?
¿Me habré pasado de largo
las pastillas y la siesta?

¿Y qué decía la carta?
¿Y qué noticia otra mano
habrá querido que sepa?
¿Y dé quién es esta palma
Arrugada y temblorosa
que entre la niebla se acerca?

¿Qué hora es, qué tarde es ésta?
¿Será domingo allí afuera?
Ay esta memoria mía
y esta neblina molesta.

¿No será mía la mano
que de mi falda se aleja
para recoger la carta
que dejaron en la mesa?

Me parece que es sábado
y ya vino la enfermera.
¿No será hoy mi cumpleaños
y habré de soplar las velas?

¿Y qué dirán estas líneas?
¿Y qué hora será afuera?
¿Y de quién será esa mano
que posa una carta sobre la mesa?