Foto del biologuero
El corazón en la piedra
Alejandro Luque
Juan veía caer la lluvia y reconocía el sabor de esa
frustración cercana al fastidio. Para colmo de males, las pilas del mpman acababan
de dar su último suspiro. Él, que venía de magnificar la soledad de una ruptura
insoportable en las huellas efímeras que el agua enjuga sobre los embaldosados,
pensó que sólo faltaba que las malditas gárgolas de Notre-Dame, empeñadas en
escupir lanzas certeras a los cuatro lados de la catedral, terminaran
desplomándose sobre su cabeza.
La gárgola descendió suavemente desde su encono de burla
y olvido, y escondiendo los garfios de los extremos de las alas y su pico de
carroñera ofreció al tiempo una mirada y un silencio.
Juan buscó refugio en el parvis del ala norte,
justo debajo de una de las grandes rosetas, e intentó convencer al encendedor
caprichosamente humedecido de que pariera una puta llama que encendiera un puto
cigarrillo para soportar el incordio de las putas gotas colándosele en
torrentes por entre la ropa. Porque había olvidado, como de costumbre, el
paraguas. Con ironía, se permitió pensar que nunca fue del tipo de persona que
lleva el paraguas por si llueve. Él era impermeable a esa clase de convenciones
prácticas que estilan los parisinos en invierno; esos que ni bien cae una gota
despliegan la sombrilla y lo miran a uno gloriosos de justificar los diez o
cien euros que la inclemencia les capitaliza. Él era él.
La gárgola conocía perfectamente el miedo,
la intemperie y el vicio de los humanos de ser y pretenderse más de lo que la
magia les permitía, por lo que levantó la cabeza hacia el campanario del norte
como quien ora una despedida. Y en un movimiento ritual se lanzó a la caza de
un corazón penetrando las fauces del diluvio.
Cuando el encendedor se dignó a
funcionar, el cigarrillo ya estaba empapado. Juan sintió la densidad incómoda
de su propia humanidad que siempre le pareció extranjera y se preguntó si un
paraguas o un rayo de sol a través de las nubes cambiarían el estado de las
cosas.
La gárgola se posó frente a él como un
peón que una mano invisible cambiara de lugar en el tablero de juego. El
diluvio se detuvo por un instante y el silencio lo ocupó todo.
La transformación de la gárgola fue
igual de instantánea que la de Juan. Desparecieron los rasgos inhumanos y la
piel desnuda afloró por entre la costra de piedra, la frágil coraza con la que
habría de asumir el rigor de la vida. Mientras tanto, a Juan le crecían
escamas, cuernos y alas para enfrentar la eternidad. El dolor de ambos fue sólo
comparable a la necesidad imperiosa de sentirlo.
El rostro endurecido de Juan lagrimeaba la lluvia
mientras que la silueta borrosa del borde del campanario marcaba la trayectoria
de su vuelo, en el que el diluvio ya no lo inmutaba sino que se llevaba el
dolor.
La gárgola quiso abrir sus alas pero sólo pudo correr con
torpeza para resguardase de la lluvia y vivir los primeros latidos de su
renacimiento.
Ya en la torre norte, Juan se ‘encascaraba’ y replegaba
las alas. El cuerpo petrificado recibía el torrente que su boca en pico
descargaba certero sobre el Cloître de Notre-Dame. Fijó por última vez
la vista en la acera por la que corría torpemente un hombre desnudo. Guardián
desterrado y expectante, así Juan empezó a templar su corazón.