No hubo despedida oficial para Atilio Larreja. Con una pequeña
caja de cartón bajo el brazo izquierdo y en la mano derecha un sobre
conteniendo un CD —el último que le quedaba por entregar—, Larreja se dirigió
sin exaltación al despacho de Recursos Humanos para firmar los papeles que
oficializaban su retiro. Mientras se alejaba de lo que había sido por décadas su
escritorio y atravesaba los de sus colegas de la Oficina Nacional de Censura,
pensaba en el descanso anticipado que le imponían. No extrañaría aquel
antro viciado de insonorización, cruces rojas, bandas negras y cortes. Se cruzó
con la esbelta pelirroja que ya conocía bien. La pulposa venía dispersando
vahos de ese perfume empalagoso que le revolvía el estómago, carpetas en mano y
presta a ocupar el lugar que él acababa de quitar. Se ignoraron. Frente al
despacho, Atilio dejó la caja con sus bártulos sobre un mostrador, se reacomodó
los lentes que hacía rato dejaron de contrarrestar su hipermetropía, se ajustó
la odiosa corbata de rigor y aplastó las canas rebeldes que le quedaban en las
sienes y que le agregaban diez años a su edad. Golpeó y entró sin esperar.
En el archivo de audio se escucha con claridad la voz excitada
de una mujer: “Te estoy esperando desnudita en nuestro nido, conejito. ¿Preferís
aburrirte con la [pip] de mi hermana o revolcarte ahora conmigo?”. A lo que el
interlocutor responde: “Estoy en camino, mi Carmina Putana. La [pip] de [pip]
de mi mujer no cuenta, ya sabés. ¿Qué te estás tocando, [pip] mía? Te voy a
[corte de banda]. La [pip] me va a reventar el cierre del pantalón”. Y ella:
“Vení ya a toquetearme, mi hexápodo perverso, que la [pip] se me hace agua”.
El hombre, más joven que él, levantó la vista sin mayor interés,
esbozó un saludo protocolar y lo invitó a tomar asiento con un gesto de la
mano. Desde el escritorio que acababa de desocupar, Atilio lo había visto
trepar varias jerarquías propias de la Oficina en un tiempo récord y volverse
el inescrupuloso y poderoso jefe de Recursos Humanos. El mismo que le había
negado la posibilidad de extender su actividad laboral por dos años más y jubilarse
con mejor prorrata. Se sentó sin decir una palabra, corrigió la postura, puso
entre las piernas el sobre y se frotó las palmas de las manos húmedas de ansiedad.
Mientras evitaba inhalar el aire perfumado del despacho para ahorrarse más
vértigo estomacal, se permitió evaluar el mal gusto de la decoración, la falta
de luz por unas cortinas amarronadas que tapaban la única ventana que daba al
exterior, el ficus artificial cubierto de polvo en un rincón, la foto familiar
—mujer y dos nenas— encuadrada en falso metal y varias carpetas apiladas sobre el
escritorio y en una mesa escuálida al costado.
—¿Preparado para vivir la gran vida, Larreta? —escuchó que le
preguntaba el otro con exagerada jovialidad.
—Larreja —corrigió imperturbable.
—Todos los papeles están listos —agregó el hombre usando ese
entusiasmo exuberante que Atilio conocía bien, y siguió—: me he ocupado
personalmente de las certificaciones para que cobre lo más rápidamente posible,
¡y a vivir la vida, Larreta!
—Es Larreja, y le agradezco el empeño.
—Mire… Yo intenté alargar su situación, pero usted sabe cómo son
los quisquillosos de arriba —declaró en mentada confidencia el director, los
brazos apoyados sobre el escritorio.
—Veo —respondió Atilio buscándole la mirada sin éxito—. Me acabo
de cruzar con la mujer a punto de tomar posesión de mi despacho —agregó con
dejo irónico—. Bien podría haber esperado dos años para ofrecerle mi puesto.
—Eh… ¡Pero qué son dos años, Larreta! ¿Unas monedas más en su
seguro jubilatorio? Por esos cacahuetes usted está libre desde hoy y abre paso
a la juventud con dignidad. Si supiera cómo lo envidio, cómo quisiera estar en
su lugar… —El joven retomó su posición para buscar entre los papeles del
escritorio uno que le extendió enseguida—. Firme abajo a la derecha, ¡y a vivir
la vida, Larreta!
Atilio Larreja leyó con detenimiento los detalles de su
jubilación anticipada. Luego firmó. Devolvió el papel buscando una vez más la
mirada del hombre, pero éste sólo recibió el documento, estampó un sello con ruido
sordo y lo acomodó en una carpeta. Dejó su asiento, rodeó el escritorio y se
acercó a Atilio que se incorporaba y recuperaba el sobre de entre sus piernas.
El video muestra la dirección en una calle y hace zoom en un
portal. A continuación se enfoca el interior de uno de los departamentos. En
primer plano se ve con bastante claridad el cuerpo de un hombre desnudo. Una
cruz roja oculta su sexo.
—¡Ah, Larreta! —exclamó extendiendo la mano—. Le agradezco en
nombre de la Oficina su valioso empeño al servicio de nuestros conciudadanos
que esta familia insobornable protege de todo acto inmoral.
Se le acerca una mujer pelirroja con el sexo y los senos
cubiertos por barras negras. Se abrazan, se besan [corte de banda].
Atilio Larreja no le correspondió; siempre había sentido cierta
aprensión por esos seis dedos que el joven mostraba sin prejuicio. En cambio, le
extendió el sobre con el CD. Sin bajar la vista advirtió con parsimonia:
—Su mujer seguramente recibió una copia este mediodía, su
pelirroja cuñada ya habrá encontrado la de ella en uno de los cajones de mi
antiguo escritorio y el pibe de las diligencias estará dejando la tercera en
las oficinas de los quisquillosos de arriba.
El flamante excensor salió de la oficina sin saludar al boquiabierto
director de Recursos Humanos, se quitó los lentes y la corbata y los metió en
la caja que recogió del mostrador. Antes de abandonar el edificio, tiró la caja
de cartón con todo su contenido en la gran máquina trituradora de la planta
baja.
El coito explícito sigue sobre el sofá. Aunque una cruz roja
impide ver los detalles del acto, ahora el zoom enfoca la mano izquierda del hombre
con sus seis dedos apoyados sobre el flanco de la mujer que lo cabalga con
inocultable frenesí.
Ya en la calle, encendió el cigarrillo que se había prohibido
fumar en los últimos años. Fue en ese exacto momento que Atilio Larreja sintió el
júbilo indescriptible de haber concluido el último e impecable acto de su vida
profesional.