Bifurcación
Cada vez que
decido franquear una galería –¿nueva, ya recorrida?– maldigo mi falta de tacto
con Lara. Me siento desvalido y solo en este universo mineral y sin reparos persiguiendo
el cono de luz que la linterna va creando al paso. Estoy perdido. Una vez más
revivo la escena: Lara, a la cabeza de la expedición, nos guiaba por las
galerías estrechas y bajas; lástima esa molesta costumbre de detenerse en las
bifurcaciones más elevadas para verificar su posición en el mapa, obstruyéndome
el paso y dejándome hecho un bollo en el borde exiguo de las galerías. No podía
más con mi espalda y la mochila. Una, dos, tres bifurcaciones, y en la cuarta le
vomité un rosario de puteadas a ese bulto que me impedía avanzar para estirarme.
La violencia de las palabras no dejó más aire que el que Lara usó para mandarme
a la misma mierda. Es en ese punto donde la estúpida violencia de un
disentimiento desmedido cobró materia e hizo que cada cual tomara rutas
diferentes frente a la discordia: ella, la de la salida más próxima y yo, la
que más me alejara del conflicto. Y aquí estoy, frente a una bifurcación que
creo haber franqueado una decena de veces en las últimas horas. El espíritu de
supervivencia se enciende y decido dejar un rastro que pueda identificar, sin
lugar a dudas, en el caso de estar marchando en círculos. Veo una piedra de
forma curiosa que me parece ya haber visto y revisto al costado de la galería
que se interna hacia la derecha y al pie de la bifurcación. Revuelvo los
bolsillos de mi mochila y encuentro una servilleta de papel en la que Lara resumió
nuestro recorrido mientras tomábamos un café bien caliente antes de entrar en
las canteras subterráneas. La acomodo bien visible entre la piedra y la pared y
decido avanzar por la izquierda.
¿Por qué últimamente Manu me trata de esta
manera? ¿Qué le pasa a mi amor? Es verdad que avanzar quinientos metros casi de
rodillas cansa a cualquiera, pero ese cansancio es muto y el mío no tiene ojos
en la espalda. Bastaba señalármelo civilizadamente. Las bifurcaciones se alzan
justo al fin de cada galería y una no ve la hora de poder erguir la espalda
para respirar profundamente, consultar el mapa y no equivocarse de sendero.
Pero esta vez Manu se fue de mambo, me sentí insultada. Sólo espero que sepa
pedirme perdón porque estoy rabiosa. Subir, derecha, izquierda, izquierda,
atención al montículo, derecha, última trepada y la bofetada del aire gélido de
la cuidad. ¿Sabrá encontrar el camino? ¡Que se las arregle! Salgo subrepticiamente
del sendero prohibido, tomo el metro, llego a casa, me ducho para sacarme este
frío invernal que se me pegó en los huesos y me acuesto rendida y furiosa, sin esperarte.
No recuerdo haber pasado antes por este
lugar. La atmósfera está viciada de un vapor húmedo y pesado. Mi propio aliento
moldea formas que mi imaginación intenta interpretar como signos incuestionables.
Estar perdido en las entrañas profundas de una cuidad, a treinta metros por
encima de uno, es algo difícil de controlar. El problema no es la muerte en sí,
sino la idea de morir en un universo vedado al tránsito público. Mantengo mi
espíritu positivo, base de toda supervivencia, y me contengo hasta que llego a
una bifurcación que me vuelve a resultar conocida. Reconozco la piedra de forma
curiosa –¿un riñón?–, pero de la servilleta de papel ni noticias. Se me eriza
la piel. Me calmo. En el fondo de mi mochila encuentro la birome que Lara
utilizó para resumir nuestro recorrido. La oculto debajo de la piedra, y esta
vez avanzo hacia la derecha.
Las autoridades insisten en que si no has
podido salir de las canteras luego de seis semanas difícilmente estarás vivo;
pero sin tu cuerpo han cerrado el expediente como desaparición con sospecha de
fuga. ¿Fuga de qué? ¿De quién? ¿De mí? Espero la complicidad de la noche para
descender yo misma. Vuelvo a recorrer en círculo las galerías que transitamos
hasta detenerme otra vez en la que nos separó. Te busco a gritos con lágrimas y
perdones tardíos. Casi exhausta en medio del laberinto sordo de luz, mis
piernas me abandonan y caigo sentada sobre una piedra al costado de la galería.
De pronto, y como una ráfaga desesperada, percibo tu presencia que me atraviesa.
Salto de miedo y ansiedad. Recién entonces veo que al costado de la piedra está
la servilleta de papel en la que yo misma garabateé nuestro periplo a las canteras.
La beso, la doblo, la guardo. Vuelvo sobre mis pasos convencida de que estás
aún aquí.
Una hora después, la bifurcación con la
piedra arriñonada. La levanto con miedo y contengo mi desesperación. La birome
no está. ¿Estoy volviéndome loco? Calma, Manu. La penumbra deforma las cosas.
No puede ser la misma piedra. Hay que marcarla a esta también. Dejo lo primero
que encuentro en mis bolsillos: un ticket de metro.
A dos años de aquella separación sin sentido nadie
entiende, pero yo necesito internarme en las canteras con la esperanza de
encontrarte. Siento la urgencia de volver para colectar tus rastros que me
hablan desde las entrañas de la ciudad. Cada día te imagino abriendo la puerta
del departamento y entrando como si nada hubiera pasado. Por eso salgo poco,
porque te espero. Y si salgo es para buscarte. Mi psicóloga dice que no es sana
mi obsesión, que debo aceptar que ya no estás. Quizá tenga razón. Manu, bajo a
las canteras. Sabelo en caso de que vuelvas y no me encuentres, Lara. PS: escribo
estas líneas con la birome que me dejaste bajo la piedra hace unos meses.
Ya debe despuntar el día allá arriba y me
imagino el frío. Otra vez frente a la misma bifurcación que alberga la piedra
arriñonada me digo que ya es suficiente y me lanzo a ciegas en cualquier
dirección. Ya a punto de desfallecer, y como por arte de magia, mi cuerpo
encuentra un pasaje nuevo y la subida hacia la salida. Derecha, izquierda,
izquierda, montículo, derecha, trepar y un curioso aliento bochornoso que me
azota el rostro. Ya pensaré cómo disculparme con Lara; ahora sólo quiero
disfrutar de este enceguecedor domingo a pleno sol, aunque demasiado caluroso
para julio.
Sé que bajo a las canteras por última vez. Mis
huesos de vieja ya no dan más. ¿Qué signo tuyo encontraré al llegar a la piedra
en la bifurcación de la galería? Sentada aquí, donde nos separamos hace tiempo,
vuelvo a sentir que me traspasás y te alejás. Confiada, levanto la piedra y
encuentro un ticket de metro de los que no existen más. Te entiendo: es hora de
partir y lo acepto. Emerjo lentamente de las penumbras para respirar por última
vez el aire cálido de la mañana de invierno a pleno sol. Al partir, pienso cuánto
habrías disfrutado los efectos de este cambio climático.
1 comentario:
Voy saboreando la maravilla de tus tiempos como debe ser, de lo más reciente a lo más antiguo. Qué maravilla reencontrarme con tus letras, son como avisos que fuiste dejando todo este tiempo y justo hoy los encuentro ;)
Publicar un comentario