20 de diciembre de 2010

Introducción A Un Holoensayo Encontrado En Una Microgota De Memoria

Fotomontaje del biologuero  

Introducción a un holoensayo encontrado en una microgota de memoria

Alejandro Luque


A A. I. A., porque nuestras tortugas se lo merecen. 

¿Cómo puede ser que alguien le regale a alguna persona una tortuga de dos pesos? En realidad, la vida de cada uno es tan compleja que valdría una holonovela o, de lo contrario y dicho protoliterariamente, el limbolvido de las cosas relatables. O quizá, por qué no, un biorelato que a partir de un detalle sea capaz de recrear un oligouniverso. Como se aclararía en la época de los hechos, “el lector sabrá juzgar”, porque si del bioescritor se trata, cabe avanzar que soy, que es, que sería de los que son capaces de regalar una tortuga de dos pesos.

Para definirlo bastará con decir que el susodicho escritor de este holoensayo pertenece a ese tipo de tipos que se convencen de mucho por poco, y que por ese poco –aunque de poco no tenga nada– abandonan mucho. Pero de él no se trata este relato, porque posicionarse demasiado sobre sí mismo, como advertirían ciertos junguianos ávidos del lcd protoidentitario consumido en aquel entonces, quita la libertad del trip intrínseco. Tómese al tipo en cuestión como una excusa, una pieza del intrincado mecanismo que genera la cinemática de las historias en nuestras mentes, un evento necesario, el canal del útero por el que el relato de la tortuga verá la luz. En realidad, y en resumidas cuentas, yo soy, es, el tipo sería bastante femenino, calificativo que debe tomarse como neutro y no despectivo, y sobre todo como personaje matriz, por esa cuestión que pare tortugas como regalo… pero ese tema de la feminidad y de los partos es otra historia.

Esta tratará de explicar, si alguna explicación fuera necesaria, el por qué de su gesto de regalarle una tortuga de dos pesos a alguien. Sí, es verdad: urge dar algún dato de ese alguien. Pero, y por sobre todo, habría que evitar que la subjetividad se filtre en el relato para que éste produzca en el lector un mejor efecto. ¿Acaso hay alguna duda de que un buen (bio u holo)relato debe, por sobre todas las cosas, (ex)poner al lector frente a sus propias (im)posibilidades? No. Al contrario de un mal relato, como los que suele escribir este tipo, y que logran un único y poco redituable objetivo: que el lector se pierda en vericuetos sin importancia por lo ajenos; al contrario de eso digo, se dice, se diría, vale decir que el buen relato se aleja y enajena del propio narrador para convertir al lector en el único héroe factible que derribará al que cuenta y recuenta hasta que se vuelva transparente, inexistente, una brisa y nada más. Que no deje de decirse que quien escribe no vale más que lo que el lector logra revivir en su cabeza. O sea que si existe algún tipo capaz de regalarle una tortuga de dos pesos a alguien, sólo puede hacerlo porque el lector –amo plenipotenciario de las imágenes que decide albergar por debajo de sus meninges– se lo permite. Cada uno decide consumir lo mejor cuando lo mejor se le ofrece. Un buen relato es un buen nutriente, un mal relato deja pesadez, malhumor y, luego, nada. 

Algo así como el desmesurado apetito por lo banal, lo que yo denomino, lo que se denomina, lo que valdría la pena nominar como “realityísmo”, moda felizmente extinta en este nuevo decenio.  Entonces, el lector –en este caso el paraveedor o transvivenciador– se veía hipnotizado por una serie de eventos burdos y sin mayor profundidad que lo convencían de que en eso, en el fondo de lo que consumía, había algo realmente bueno. Las incontables muertes cerebrales registradas en aquel entonces me dan a entender, nos dan, darían a entender el porqué de la hambruna intelectual del siglo pasado que casi diezmó la población pensante ávida de abrirse las venas frente a sus pantallas (del internetsms: yuPñiko, y del antiguo rescatado, chup-ete lect-ron-ico). Pero esto también es otra historia que no tiene nada que ver con el tipo que regaló a alguien una tortuga de dos pesos.

De la persona receptora se sabe poco, o poco quiero, se quiere, se querría contar. Hay un escán en pobre color CNK, que huelga decir que es un abuso innecesario y ancestral de información en dos dimensiones, y que me convenció, que convence, que convencería de que se trataba de alguien poseedor de algo especial. Especial, digo, se dice, diríamos por eso que llamaban sonrisa. Es verdad que una sentencia que incluye el calificativo de especial nos vuelve a acercar al nimbo del mal relato. Sin embargo, la impresión de esta persona en el cubo holográfico que poseo, que se tiene, que tendríamos para verificar la vetusta digitalización, no deja lugar a dudas de que la receptora en cuestión debió ser alguien particular para el donante, ya que el dicho escán habría sido visto por millares de personas  interconectadas por pantallas inexplicablemente inertes. En la imagen se ve una hilera de dientes que, curiosamente, unos labios bordan sin reparos a pesar del pixelado, detalle injustificable en nuestros días. De fondo se ve una estructura fálica escasamente iluminada y de una altura considerable, que corta la imagen en dos. Al costado, a la izquierda virtual, aparece el donador, que me veo, que se ve, que se vería un poco en escorzo, por lo que  difícilmente antropogenerable por el cubo. La persona receptora, aparte de su sonrisa, conserva un misterioso objeto transparente en sus manos que no me permiten, no permiten, no permitirían ni su identificación ni una mejor recreación del momento.

En todo caso, los nanholoperitos reportan que en el lugar en cuestión, el volumen de una tortuga no más grande que un pulgar, pasó de mis manos, de unas manos, de las posibles manos del donante a las de la persona receptora, bajo los preceptos del antiguo ritual que todos hoy conocemos. Nada en la imagen permite asegurar lo que sé, lo que se sabe, lo que habría pasado. Sólo queda la traza de esos labios que bordan con amplitud sendas hileras de dientes, un objeto indescifrable que sostiene la receptora, el falo divisorio al fondo, y mi figura, esa figura, lo que de seguro es la figura escorzada del donante.

Sin embargo creo, se cree, sería razonable creer que el curioso mito de regalar una tortuga de dos pesos, de no haberse originado durante ese encuentro, debió de ser uno de los primeros en aquellos tiempos pretéritos. Tiempos en los que me encontré, en los que el donante se encontró, en los se habrían encontrado estos dos personajes, de los cuales la persona receptora manifestaba la notable cualidad de unos labios que bordaban una blanca e inexplicable sonrisa, y el donante perpetraba este mito, base de nuestra cultura, que ofrece en el símbolo de la tortuga perseverancia y sabiduría. Génesis de este mito que intentaré, se intentará, intentaríamos desarrollar en el holorelato que sigue basados en los detalles de este registro único que poseo, poseemos, hoy se posee.