27 de abril de 2012

(Libre)

Foto del biologuero

(Libre)
Alejandro Luque


Faltaba eso en este domingo intrascendente y destemplado: salir desabrigado a la calle para comprar fasos, atravesar el semáforo en rojo al pedo, levantar la vista a la altura del kiosco a punto de cerrar y cruzarnos. El lenguaje urbano se encargó de los imponderables, y el desorden de mi departamento de arrinconarnos en la zona franca. Nos convidamos los sexos en un silencio ceremonial que barrió en un segundo todo el frío, convencidos de que nuestros cuerpos necesitaban eso y ninguna otra cosa. Destiempo previsible y satisfacción lograda. Cigarrillos, ducha, forro a la basura, y una cerveza cortada con un CD de Piazzola. Enseguida aparecieron como por arte de magia los bollos de la ropa con la que volvimos a disfrazarnos de ciudadanos, y desde la cornisa del aborrecible lunes en ciernes nos despegamos de nuestro desconocimiento mutuo en una posibilidad tan indefinida como necesariamente vacía.

La Mujer De La Derecha



La mujer de la derecha

Alejandro Luque

¿Es tu voz ese boomerang que vuelve para impactarme en el medio de la llaga, o simplemente es que me olvidé de tomar el bupropión? Porque convengamos que después de tanto tiempo, de tanto insomnio y terapeutas con esa cara de nada que firman recetas, guardan el cheque de la consulta y ya te reservan turno para la siguiente, escuchar tu voz en la ducha o al otro lado de la puerta me perturba, me confunde. ¿Sos realmente vos o es que acabo de retroceder diez casilleros en este estanciero ridículo de la vida en el que el loco más furioso es el que tiene más y termina ganado todos los terrenos? 

No podés ser vos, no. Ni siquiera sabés dónde vivo, como tampoco sabés cómo me las he arreglado para vivir hasta hoy. No sabrías volver sobre tus pasos porque al irte borraste tus propias huellas. Desaparecí de tu vida porque hiciste ese pase mágico de nada por aquí, nada por allá, y simplemente dejé de estar en tu cotidiano, en tus proyectos; dejé de formar parte del café negro y bien cargado de las mañanas rutinarias que te atormentaban y del beso en el ascensor, mirándonos al espejo que tenía dos manchas ahí. Pluf y no estuve más. Y seguiste tu camino, tan libre que ni siquiera yo sé dónde estás ahora, por eso que no es tu voz ni estás al otro lado de la puerta, golpeando y llamándome con ese nombre que hace años nadie usa. Ese nombre que encendía nuestra intimidad porque era un llamado a la guerra sucia que más nos gustaba, ese nombre que respondía a otro nombre, el tuyo, que aún vibra en las paredes e intenta convencerme de que volviste, de que estás ahí, al otro lado de la puerta. No podés ser vos, no. Nunca tuviste un buen olfato para orientarte. Acordate de aquella vez cuando te perdiste en el Reina Sofía y te encontré hecha un ovillo y casi llorando al pie del Guernica. Y aunque vos hayas insistido en que la lágrima abriendo tu mejilla izquierda te la había sacado el grito desencajado de la mujer de la derecha, yo supe entonces que sentirte perdida era demasiado para vos, para la seguridad de quien maneja todo, y que esa no era la primera lágrima. Lo verifiqué cuando te levanté con mis brazos y partimos de la gran sala sin que vos te dieras vuelta una sola vez para corroborar que aquella mujer sólo podría haber gritado tu desamparo. 

Así que no vengas con tus fantasmas de cuarta, intentando convencerme de que lograste retomar el camino que te trajo de nuevo a la puerta de mi pocilga. Y no insistas con el perfume de lilas que sabés es mi perdición. Sé que no lo fabrican desde hace años, porque Lancôme decidió que eran demasiadas lilas a portar por una sola mujer. No, no es tu perfume el que me está desesperando, sino mi falta de atención que últimamente olvida el bupropión porque sabe a metal, porque sabe al olvido necesario de eso que fui. Sí, no te rías, si ya sabés que soy de los que empañan su presente con los brillos que expiraron. ¿No lo dijiste vos una vez? “Sos un romántico empedernido y no tenés remedio”. Pero hay remedios, creéme, aunque tengan gusto a metal repetitivo, a regurgito estéril, aunque abomben y transformen las puertas y las paredes en muros aislantes a prueba de ruido y de calor y de ausencia. Y yo terminé siendo de los que necesitan tomar esos remedios para que las puertas y las paredes se queden quietas en su lugar. 

Así que no me vengas ahora con tu ectoplasma indolente, porque sabés que detesto los fantasmas burlones. Y no, no voy a levantarme para abrir la puerta y cometer el acto ridículo de comprobar que no estás del otro lado. Por que esa que escucho no es tu voz. Ni siquiera es la memoria de tu voz porque pasó mucho tiempo y ya cambié cuatro veces de analista. Y tampoco me importa que ahora intentes convencerme con tus azules profundos que me deliraban, porque aprendí en todo este tiempo las ventajas del verde y lo conveniente de los marrones. No, no es que me haya olvidado del azul, es que también tuve que lograr ponerlo en su lugar. El mundo sin vos se había vuelto pálido y sin relieves, así que me ensañaron a pintar con los ojos, a cambiarle el tono a mi universo. Al principio fue duro, sí, porque vos sabés que nunca fui muy ducho con las amalgamas y los degradés. Pero al final logré convencerme de que más vale usar la paleta de la imaginación que pasarse semanas en la tela del insomnio. Sí, no poder dormir. Entonces entendés de lo que te estoy hablando: afortunadamente existe el bupropión. 

No me pidas que ponga en el equipo de audio ese tema que sabés me va a hacer mal. ¿Por qué querés escucharlo ahora? Ya sé, es muy fuerte, es nuestro. Me parece estar viéndote en aquel boliche perdido del barrio del Pilar, cuando te estaba mostrando los rincones de Madrid y sus tapas y sus noches interminables y ruidosas. Vos te pusiste a bailar sólo para mí ese tema que le pedimos al DJ. Escuchá, escuchá. No. No hables ahora por favor. No vengas a arruinarlo todo con tu piel, que sabés pertinentemente que me descontrola. No digas nada y bailemos, pero no quieras engañarme. Estoy cansado de engaños, de intentos, de esfuerzos enciclopédicos por dejar de ser una larva que se cubre de musgo y de líquenes mientras los inviernos me arrecian. Sh. Escuchá. 

Esperá. No deshagas la cama todavía. Todavía no. Permitime el encanto de la colcha estirada y ufana que nos vuelve a recibir sin tiempo ni reproches. Así, acurrucados en la misma calma que solía abrigarnos de la inclemencia de nuestras individualidades. Así, enredados. Y por favor, no sigas golpeando a mi puerta. Ya sabés que está bien cerrada y que no tengo más la llave que la abre. Te queda tan bien tu vestido azul y tu voz tan tuya. No te rías así. Bueno, no importa. Ya sé que los fantasmas no pueden reír. Quedémonos así. Dejá tranquila esa puerta de una vez. Y no te preocupes que te dejo sobre la mesita de luz la última pastilla de bupropión. Seguro que te va a hacer bien aunque no seas vos.