28 de abril de 2011

El Fin De La Anomalía


Le guide des Cités (Schuiten & Peeters)


El fin de la anomalía
Alejandro Luque


Era la tercera vez, en menos de quince días, que el becario de cartografía costera entraba al despacho para informarme acerca de una anomalía en las mediciones geodésicas de la región de Zahmar. Pero esta vez, sin llegar a perder el rigor del protocolo académico, me presentó el problema con una inocultable ansiedad: “Profesor Guimard, tenemos una nueva diferencia de treinta codos entre la última carta y los datos recién adquiridos por el telémetro”. A continuación, Tassel ­–así se llamaba el joven–, me acercó nuevamente el mapa de la costa zahmariana, que yo mismo había actualizado un par de días atrás, y una tira de papel con los datos topográficos a lo largo de la cual las irregularidades estaban subrayadas en rojo. Mientras yo cotejaba las mediciones, Tassel sentenció: “Si el telémetro está funcionando correctamente, estos datos implicarían que el plató de Zahmar está elevándose a razón de…”
–¿Cien codos cada quince días? –rematé su frase sin ocultar un cierto dejo de ironía.
–Exacto, Profesor. Pero usted y yo sabemos que eso es imposible –protestó el joven.
–Imposible, téc-ni-ca-mente –hice hincapié en la palabra–. ¿Cuándo se hicieron las últimas verificaciones del buen funcionamiento del telémetro, Tassel? –pregunté sin dejar de cotejar la lista de grados y medianas y calculando en mi cabeza las variaciones que parecía volver a sufrir la topografía costera.
–Hace poco más de un mes, Señor –respondió el becario, y agregó–: yo mismo envié la orden al equipo de mantenimiento que verificó el buen funcionamiento del aparato, y…
–¿Hay algún aeromóvil de la Oficina disponible y capaz de alcanzar el plató de Zahmar? –interrumpí mirando el almanaque sobre el muro.
–Mañana temprano, un equipo de exploración debe establecerse al sur, por lo que en dos días podría llegar…
–Reserve inmediatamente dos plazas, a su nombre y al mío, y espacio suficiente para el equipo de campaña –ordené sin pensar otra cosa que en la ilusión que me producía un viaje aéreo que, además, terminaría con esas lecturas imposibles.
–¿Usted, Profesor?... ¿Va a viajar? –preguntó asombrado el becario.
–En efecto –contesté inmutable al tiempo que recorría con mis dedos el borde de la costa en la carta–, y cuento con que usted se encargará de todos los detalles. ¡Ah! Y ofrézcale a su fiancée mis disculpas por separarlo de ella el resto de la semana.
–Con mucho gusto, Profesor Guimard –aceptó un Tassel tan displicente como insondable. –¿Algo más, Señor?
–Sí –respondí–: asegúrese de conseguir cantidad suficiente de cuerdas y material de alta montaña. Si algo está elevándose en Zahmar, habrá que escalarlo o descender de él.
Y con esas palabras me volví a zambullir en el mar tranquilo de mi escritorio sobre el que las cartas topográficas danzaban las curvas de sus líneas sutiles; curvas que podría al fin observar con mis propios ojos sobre el terreno, después de tantos años.

Toda mi vida detesté los terramóviles, tanto los individuales como los comunales, por lo que siempre que podía prefería caminar el trayecto que une la tumultuosa Oficina de Cartas, en el centro, con la preciada soledad de mis departamentos en la periferia de Sortiaris. El atractivo global de la urbe en plena expansión productiva había disminuido en los últimos decenios, pero los dos recorridos que solía tomar de ida y vuelta del trabajo me permitían disfrutar de ciertos espacios y construcciones tan intactos como los descubriera en mi infancia, medio siglo atrás. Pegado al Portal Mayor del casco principal se yergue la ocre oficialidad del Pabellón de los Mil Pasos con sus alzadas inclinándose hacia la ciudad, tal los sombreros de dos níscalos vidriados que vigilan la buena conducta de los sortiarinos. Casi enseguida, el Hotel Ambré de Fronteras –una delicia de nervaduras ascendentes que definen como en la fronda de un helecho sus once balcones singulares– abre en su ala derecha un casi imperceptible y estrecho pasaje orgánico tallado en granito verdoso que desemboca en el Gran Boulevard. Allí las glicinas, los cerezos y las calas perennes, que se extienden por casi una milla hasta la circunvalación principal de Sortiaris, exudan sin empacho el dulzor de su néctar y delinean con delicada parsimonia las viejas casonas bajas del Barrio Primo.
Muchos años atrás, una tarde soleada y calma, caminábamos con mi padre por ese mismo boulevard. Sin soltarme de la mano, me anunció dos novedades que entonces no supe comprender del todo: su enfermedad y la fuga de mi madre. Poco tiempo después comprendí que esas dos desgracias en mi vida, la interminable postración de mi padre y el abandono inexplicable de su mujer, me habían arrebatado la infancia de golpe. Porque pocas veces se puede decidir frente a las catástrofes, sobre todo cuando se es aún una criatura. Es al final del Barrio Primo donde vivo desde que nací, y solo desde la muerte de mi padre.
Ya en mi hogar aquella noche comencé a ordenar el bolso de campaña luego de horas de haberlo buscado en todos los placares. Acaso también por falta de costumbre, subí a la habitación de mi padre con la sensación de tener que excusarme por la ausencia que provocaría este viaje. Pero, obviamente, sólo encontré la cama vacía con el servicio de noche ordenado a un costado. Y ese tufo a miasmas de enfermo, impregnado en el cuarto aún después de tantos años, que me abofeteó de nuevo la cara y que perduró en mi conciencia olfativa hasta que logré más tarde conciliar el sueño.

Por la mañana me desperté más temprano que de costumbre e irremediablemente excitado, casi como una criatura que sabe va saborear el gusto de una golosina excepcional: el de la aventura. Volví a la Oficina tomando el segundo recorrido que bordea al Barrio Primo hacia el levante. Me dejé deglutir por los corredores peatonales que divergen a modo de zarcillos desde la inmensa Estación de Aeromóviles, cuyos hangares se expanden a la horizontal como ramilletes imbricados de hojas de viña que buscaran sedientas la embriaguez de la luz.
Parado en la puerta de mi despacho y peinándose con los dedos su siempre prolijo bigote en gancho, Tassel me esperaba con manifiesta impaciencia; y al verme llegar se acercó con sus carpetas en los brazos sin darme tiempo a nada. Las cifras que comunicaba el telémetro en Zahmar se habían duplicado en el transcurso de las últimas horas. Alcancé a descubrir en su mirada el miedo a lo incontrolable contenido con dificultad. Hasta su delgada postura, de común erguida y desafiante, ahora había perdido toda esa provocación de quien considera el futuro –si lo hace– como una quimera ajena, para transformarse en la silueta de un hombre encorvado frente a la desprotección inminente.  Desde una inusitada empatía intenté calmarlo con una palmada en el hombro y la invitación de sentarse a discutir en mi oficina. Por primera vez en la vida me vi a mí mismo tratando a alguien con un sentimiento de consideración y de reparo: algo así como una protección paternal, no menos novedosa para el célibe incorruptible que siempre fui.
Curioso, sí, ya que ni siquiera durante las interminables noches en vela pasadas al lado de mi padre postrado, cuyos huesos cedían al simple efecto de la gravedad, sentí protegerlo. En realidad asistía a su agonía desde el mandato filial que hoy razono como un fardo terrible, monstruoso e injusto. Solía preguntarme por qué mi madre nos había abandonado, en vez de estar calmando los dolores de su marido, de acompañarlo en su agonía alimentándolo a purés y consomés sin perder la paciencia, limpiando las excreciones incontenibles de un cuerpo impedido, y cuidando de su hijo ¿Por qué yo tenía que asumir esa anormalidad familiar que me arrebataba el presente y condicionaba mi futuro? Pero no hubo jamás respuesta sino la obligación ineluctable de hacerme cargo, de estar todo el tiempo inclinado sobre el lecho paterno de muerte. Y ahora, como una ironía de la vida, no sólo también me estaba haciendo cargo de ese becario que sufría el vértigo lacerante del mundo que se desmoronaba a sus pies, sino que también sentía la curiosa urgencia, la irracional necesidad de ampararlo. Sin manifestar mi descontento por el transporte ni la excitación por el vuelo, acepté que un terramóvil de la Oficina nos condujera a la aeroestación.                      
Es verdad que hacía varios años que no me desplazaba en un aeromóvil, y que tampoco antes lo había hecho con frecuencia. De alguna manera, mi responsabilidad como Geodesta Principal en la Oficina de Cartas también había decidido por mí, bien a pesar de mi repulsión por arraigarme a cualquier responsabilidad, imponiéndome un cómodo despacho, la rutina del cartografiado y un título honorífico de profesor. Hacía décadas –¿lustros?– que mi función había quedado cristalizada en el análisis del suelo, pero todo ese trabajo lo llevaba a cabo sin moverme de mi escritorio y sobre las cartas atiborradas de cotas y valores que otros relevaban del terreno por mí. Quizá por eso la sensación de libertad que me producía viajar por el aire siempre había quedado rezagada a mis obligaciones profesionales. No obstante, la posibilidad de volar solía excitarme de forma contradictoria: ver la topografía de nuestro mundo desde mil pies de altura era, sin duda, el evento empírico más elocuente de mi profesión. Pero a la vez me volvía el niño que había dejado de ser de forma prematura cuando sólo pensaba en errar por los cielos. Lo que no quitaba que el asunto de Zahmar había que resolverlo de forma rápida y eficiente, aunque más no fuera para transmitirle a Tassel la confianza que había perdido en la solidez inalterable de nuestro mundo.

Durante los casi dos días de vuelo que nos llevó atravesar el imponente macizo de Ôlalyc que separa la región de Sortiaris de la costa de Zahmar, no pude disimular el interés que despertaba en mi interior la visión del mundo allí abajo. Pasaba horas en mi camarote con la nariz pegada al ojo de buey, y sólo retomaba mis apuntes y mis cartas cuando el joven becario se asomaba, curioso o preocupado, a través de la puerta. De hecho, Tassel mostraba su eficacia preparativa y su espíritu imbatible de organización en todo momento. Con su levita gris ceñida a la desvergonzada juventud de su cuerpo esmirriado, iba y venía de la cabina de pilotaje del aeromóvil a nuestros cuartos de equipaje sin dejar de comunicarme el estado del crucero, los pormenores climatológicos que se abatían sobre el terreno y asegurándose de que nuestro equipo estuviera en condiciones. No me asombraba la vitalidad que desplegaba, propia de su edad, sino la imprevisible madurez de cada acción que ejecutaba, como si las causas del temor que incuestionablemente lo invadía fueran a desvanecerse gracias a su meticulosa ocupación.
A los postres de la cena del primer día le pregunté si su fiancée sabría disculpar lo inoportuno de este viaje, y no dudó en responder con un inocultable brillo en su mirada que “¡Por supuesto, Profesor! Mi Tiffany es conciente de la importancia de esta campaña y de la necesidad de llevarla a buen término”. Contemplando la delatora claridad de sus ojos pardos, pensé en los mudables conceptos de importancia y necesidad, y no pude menos que alegar: “Querido Tassel, no deje nunca que lo importante y necesario se convierta en el hacedor de su propio infortunio o de quien lo rodea”.
–Lo tendré en cuenta, Profesor Guimard, pero ¿no es por eso mismo que vamos a corroborar que todo en Zahmar esté en su lugar?
–En su lugar o no, Tassel… o no –repliqué con un tono seguramente amargo, para luego agregar–: quizá estemos yendo a Zahmar para terminar de asumir que el mundo en el que habitamos, el suelo que creemos incambiable e inamovible según lo muestran las cartas que trazamos, sea una aberrante tontería más.
–No entiendo, Señor… –replicó el joven con un aire asombrado y aun perturbado.
–Ya lo hará, estimado Tassel –y aunque no pude dejar de percibir su desasosiego, continué–. Ya llegará el momento en que la necesidad y la importancia de esta anomalía nos pondrán a prueba a ambos, aunque sólo se trate del capricho de un telémetro defectuoso que malinterpreta la inquietud que sufre el suelo de un yermo despoblado.
             
Por la tarde del segundo día, Tassel golpeó la puerta de mi camarote por última vez para anunciarme que el aeromóvil nos depositaría en el refugio costero, a menos de dos leguas del telémetro. “Y despreocúpese, Profesor” aconsejó el becario en el intento poco sutil de hacer referencia a mi edad y la prominencia de mi abdomen. “Le aseguro que la maniobra de desembarco será bastante simple: el aparato adquirirá posición de aerostato a unos cincuenta pies sobre el refugio. Tendremos que descender por una escalera estructural que se desplegará a un lado, y del otro recuperaremos del guinche nuestro bagaje que…”. No pude menos que interrumpir esa verborrea nerviosa que comenzaba a sacarme de quicio. “¡Tassel! ¿Acaso olvida a quién le habla?”, lo increpé, y se retiró sumiso y esforzándose por ocultar aún más su ansiedad.
Unos minutos después pisábamos la zona costera del plató de Zahmar. Tassel, en completo silencio, reunía todo el material de campaña, mientras que yo recuperaba el aliento apoyado sobre una roca. Antes de continuar su ruta, el piloto nos recordó, en el código inconfundible de la navegación, que pasaría a recogernos en dos días por el mismo lugar. El tenor adicional de su mirada recorriendo compulsivamente el paisaje en todas direcciones escondía otro mensaje que decidí no descifrar en ese momento.

Las violentas ráfagas de viento a ras del suelo me resultaron caprichosas, inexplicables para la región. Hasta donde sabíamos, Zahmar era una baja meseta abierta al mar en la que los vientos continentales no alcanzaban a azotar sus planicies interminables gracias a la barrera del macizo montañoso de Ôlalyc, en el poniente. Caminamos el yermo durante un par de horas, y antes de llegar al refugio vi en los ojos de Tassel el chisporroteo de una preocupación creciente. Ya había notado que el terreno que nos sostenía parecía vibrar. Más que una vibración, la sensación era como la de estar en un montacargas que se elevaba dubitativo y con dificultad.
–Tranquilo, mi estimado Tassel –intenté calmarlo e invitarlo a resolver, de una buena vez, la peculiar anomalía que tanto lo preocupaba–. El terreno parece inestable, pero seguramente esto se debe a un reordenamiento de las placas subyacentes que terminará tan pronto como empezó –impartí la académica seguridad de la misma manera que en mis épocas de estudiante recitaba los tratados de plegamientos de placas antes de los exámenes.
Como un desafío a mis palabras, un violento sacudón del terreno nos hizo perder el equilibrio. Enseguida, una ráfaga saturada de sulfitos y cianatos que escupió una de las grietas recién abierta a nuestros pies nos obligó a correr en busca de un espacio con un aire menos viciado.  
–¡El telémetro! –gritó el becario en plena carrera, al tiempo que señalaba el montículo donde el aparato de medición estaba enclavado. Con esfuerzo logré alcanzarlo.
–¿Qué dicen las últimas lecturas?
–¡Imposible! –repetía el becario a medida que desenrollaba el papel que el aparato guardaba en su interior.
–¿Qué sucede, Tassel? –pregunté con firmeza, observando exasperado el entorno que parecía aislarse del resto del paisaje.
–Las mediciones, Señor… ¡No puede ser! Estamos…
Arranqué el registro de las manos de Tassel y enseguida comprendí el estado de consternación del joven estudiante. Si los datos eran correctos, la superficie sobre la que nos hallábamos estaba a dos mil pies sobre el mar. Lo que implicaba que la placa que la sostenía se había elevado unos mil seiscientos pies en poco más que dos semanas. Y los números indicaban que la anomalía cobraba una aceleración topográfica irracional. ¿Hasta dónde podría llegar esta irregularidad? ¿Podía ser entonces posible que el mundo que conocíamos, tan estable a través de milenios, estaba al fin cambiando a un punto tal que las cartas dejarían de tener su solidez irrefutable?
Mientras mi mente eructaba como una máquina esas preguntas sin respuestas frente a las mediciones delirantes del aparato, mis pies percibían la inquietud de la tierra como una especie de mensaje sin otro código que el de los grandes eventos: aquellos que sobrepasan nuestro sistema de prevención y predicción. Tassel se había quedado en cuclillas al costado del telémetro, con las manos y los brazos cubriendo su cabeza: la figura indiscutible del hombre abatido por un entorno adverso. ¿No había adoptado yo mismo esa posición el día que el médico anunció que mi padre ya no podría levantarse de su cama y dependería por entero de mí? Igual que poco tiempo después, aquella tarde cuando vi a través de la ventana, y por primera vez, el despegue de un aeromóvil de la aerostación. Entonces supe que mi deseo de volar quedaría definitivamente postergado por la obligación de atender a mi padre el resto de sus días. Ver a Tassel postrado me recordaba aquel momento de mi vida en el que se signó el cariz de mi destino. ¿Por que será tan estúpida e indeleble la historia de los pequeños detalles, como para que uno termine reflejándose en los otros desde la divergencia de todas las imposibilidades de un evento puntual del pasado? De forma contradictoria, cubrimos nuestras cabezas como si quisiéramos contenerlas cuando todo en su interior es ebullición incontrolable. Quizá sea por instinto o, simplemente, por la estúpida pretensión de retardar el estallido de nuestra impotencia soplándola como a una mina activada.

El telémetro comenzó a regurgitar una cantidad enorme de papel. Los nuevos datos que recibía, como diferencias de las cifras anteriores segundo a segundo, resultaban de toda evidencia un absurdo imposible de procesar, por lo que el instrumento terminó exhalando su inaptitud en un estertor de engranajes rotos. Miré el cielo que se acercaba a mis ojos de forma temeraria y comprendí que el plató estaba sufriendo una inmensa  transformación orogénica: el nacimiento de una montaña que seguramente comenzaría a fracturarse de un momento a otro. Instintivamente corrí hasta nuestro equipo cubierto por la bruma tóxica y recogí las sogas, el arnés y las estacas. Me asombré de sentir un cuerpo de sesenta años con capacidades físicas ya olvidadas.
Volví al montículo donde Tassel aún yacía de cuclillas y en estado de catatonia. Sin pensar, lo tomé del brazo y lo arrastré a los tirones hasta llegar al farallón que se precipitaba sobre la costa. Frente al vacío entendí el mensaje en la mirada del piloto del aeromóvil. Clavé una de las estacas en la roca, armé el arnés en el tronco del muchacho y encarrilé a una polea el extremo de la soga que lo sostendría durante el descenso hasta alcanzar la playa. Con horror, sus ojos observaban el terreno de la costa que se alejaba cada vez más de nosotros. Sin decir palabra, lo obligué a saltar por el borde del acantilado. Por encima de mi cabeza, el cielo abría sus fauces para devorar todos mis intentos. Sin reparar en la piel que se desprendía de mis palmas, fui soltando con rigor y premura la soga que le ganaba preciosa distancia a la anomalía. No pensaba otra cosa que en brindarle a Tassel la oportunidad de alcanzar las bases de nuestro mundo. Confiaba en que él aprendería con el tiempo, que entendería las razones de lo importante y lo necesario, aunque el hilo de nuestras existencias entonces fuera demasiado corto como para mantenernos unidos. Cuando quedaron unos pocos pies de cuerda, percibí que el peso al otro extremo había encontrado su equilibrio, y deseé que mi becario hubiera alcanzado un sitio más estable desde el que pudieran rescatarlo.
La superficie del plató se inclinaba y se desgajaba a pasos acelerados como una cebolla vieja, al tiempo que perforaba sin piedad las nubes que encontraba en su ascenso. La inestabilidad del terreno había terminado proyectándome sobre una roca, y boca arriba me sentía catapultado a las alturas como un nimbonauta desnudo. Ya no sentía mis manos ni dolor alguno, como tampoco miedo, ni siquiera resentimiento: sólo una simple emoción primaria y esencial tan remota como familiar.

Vuelvo al lugar del error incalculable, a la causa inexplicable de aquello que está más allá de todo arte, de todo mandato y toda ciencia. Vuelvo al punto donde el status quo es la más estúpida de las pretensiones humanas. Vuelvo para ofrecer mi infancia sobre la cumbre ascendente de Zahmar, pero esta vez desde mi adulta libertad.

23 de abril de 2011

Óbelum


Foto del biologuero

Óbelum
Alejandro Luque


Como de costumbre, 
anoche ella estaba ahí, encima de mí, rodeándome, 
envalentonada desde su postura imperturbable y tan ella, 
que no pude contenerme y la volví a poseer 
por un brevísimo instante como sólo yo bien sé hacerlo. 
Luego nos olvidamos, nos ignoramos, nos rearropamos 
 de París cada uno a su manera, 
y nos dejamos perder por el resto de la noche 
como dos imperfectos conocidos.


Estar perdido en la ciudad –poco importan las razones– es tan fácil como decididamente imposible. Uno puede jugar a que los reparos se desvanezcan girando cinco veces sobre uno mismo para tomar la dirección en que la nariz quedó apuntando, o que esa esquina vedada al derrotero cotidiano se convierta en una excursión por tierras indómitas y peligrosas e, incluso, a elegir combinaciones del metro según el tipo del próximo pasajero: sonrisa, línea par; indiferencia, línea impar; mendigo o criatura (que son lo mismo, aunque huelan y uno los sienta distinto), volver en sentido contrario. Perderse implica renovarse, al menos renovar de vez en cuando los propios códigos. Entonces ya no son los gestos o el estado, ni las esquinas o marearse lo que define el extravío. Uno puede perderse doblando a la izquierda en cada bocacalle hasta que se percibe un coche rojo o anaranjado. En ese momento se puede seguir derecho hasta que uno encuentra otro vehículo del mismo color, entonces hay que doblar en la próxima a la derecha y renovar colores o estrategias porque, como todo, todo depende de la opción, la necesidad y el interés.

Desde un punto de vista meramente temporal, no es lo mismo ni más sencillo perderse a cualquier hora del día, no; por la mañana, por ejemplo. Las hordas de señoras que salen con sus carros a pasear los bebés son como luces en una pista: le indican a uno la dirección inequívoca, el destino de ida y vuelta inexorable. Ni qué hablar de los yupies urbanos que, bien calzados en trajes caros y zapatos puntiagudos, se dejan igualmente engullir que vomitar por las bocas del metro: uno sabe de dónde vienen y hacia dónde van como si fueran la aguja de una brújula. De día y temprano, el mundo se dirige inevitablemente, hilvana su monotonía, y perderse deja de tener gracia. No obstante hay esa hora, ese intervalo que resiste las mareas densas y los acuerdos más urgentes, que suele acontecer antes del mediodía cuando el hambre todavía no arrea la tropa abombada. Pero dura poco y siempre se encuentran los indicios innegables que permiten reconocer que por allí se llega a allá, y que a esta esquina uno la conoce bien. La luz del día es terrible: más que delatar el camino, nos acorrala en una lógica de emparde: de todos modos tiene que ser por acá.

Por la tarde, entre las cuatro y las cinco –si no fuera porque no es más que una hora magra–  vale la pena perderse pero con cierta premura. La ciudad, en esos momentos, está como atontada y sus habitantes se muestran caprichosamente imprevisibles. En ese rato, cuando el sol comienza a perder la fatuidad de su corona, por ejemplo vale la pena jugar con los perfumes que se agitan desesperados después del agobio: glicina, a la derecha hasta azaleas o pizza. Si pis de gato o tilos o Chanel (o algún otro perfume que grite la moda), vuelta a la izquierda o bajar al metro, lo que primero se presente. Pero hay que ser rápido, aunque perderse –lo que se dice perderse– necesita su tiempo y esmero.

El mejor momento es la noche, sin duda. Uno se siente amparado por la complicidad de las sombras que son las compañeras ineludibles del juego. Aunque tampoco uno debiera de fiarse ciegamente, porque pueden engañarnos. Basta que uno decida cruzarse con una pareja para luego poder doblar en la próxima, y ya al punto del giro verificar con desconsuelo que no son dos sino un alma perdida demasiado arropada. Y uno siente que las reglas del juego no fueron tan claras como debieron o como uno tendría que haberlas  establecido. Las sombras también trampean haciéndonos creer que esa silueta apoyada en la pared a doscientos metros es la de una persona que nos marcará la nueva dirección: si antes de cruzarnos con ella se moviera hacia la derecha o hacia la izquierda, entonces iremos en dirección contraria, como si avanzara o retrocediera. De seguir impasible en su lugar, el camino se continuará. Pero al llegar a unos metros, uno se da cuenta de que la silueta no es más que un buzón o un cartel de tránsito. Entonces hay que empezar el juego desde el principio. Aun así, es de noche cuando uno se pierde casi siempre con comodidad; uno se siente un gato con el poder de penetrar todos los secretos de las penumbras, la imaginación se enciende y los sentidos todos se excitan sabiendo que el tiempo deja de ser un obstáculo.

Por ejemplo ahora, el código es seguir derecho hasta sentir un bocinazo, y entonces tomar la próxima a la izquierda. Hay tres posibles izquierdas, y me aventuro por la primera que es la más izquierda de todas. Decido doblar la apuesta y, en vez de una bocina poco probable a estas horas, ahora propongo divisar una mujer que porte algo rojo. Cuando finalmente aparece doblo a la derecha, luego a la izquierda, y otra vez a la derecha (a veces hay que plantearse itinerarios precisos). Todavía más osado, consigno subir al metro más cercano si el próximo hombre con el que me estoy por cruzar me mira. Es así, en el metro, donde el juego alcanza su cenit: establezco que me bajaré en una estación –la que sea– justo luego de haber encontrado a alguien que me recuerde a vos. De no lograrlo, habré de dejar el metro en su terminal y seguir la ruta en la misma dirección, a toda costa, hasta ganar la apuesta. Entonces volveré sobre mis pasos como un insecto sediento que va a beber de la llama patibularia. Pero no todo está perdido, no: la terminal ya va quedando bien lejos, y a mis espaldas aún alcanzo a percibir el resplandor del atalaya de hierro que sigue barriendo lo que queda de la noche. Quizá en el cruce que viene tu rostro, y entonces.

El resto de la noche es lo que a uno le queda para seguir apostando a perderse sin reencontrarse con las señales indelebles del camino. 

3 de abril de 2011

Sin Importancia



Foto del sitio Rue de Vinaigriers


Sin importancia
Alejandro Luque


Cuando la enfermera del Centro de Seguridad Social le preguntó cómo se llamaba, él respondió Ernesto, dudando entre sopor y entumecimiento. Lo llevaron en andas hasta una gran sala tapizada de azulejos blancos. Intentaron desnudarlo completamente, pero las medias se negaron. Alguien vestido enteramente de blanco (¿un hombre, una mujer?... a quién le importa) lo manguereó con agua ni fría ni caliente. Luego lo enjabonó y lo frotó enérgicamente con algo muy áspero.  
Después de secarlo, lo condujeron a otra habitación en la que lo recibió ese tipo que siempre preguntaba cosas y que ordenó incinerar sus ropas a alguien vestido de verde (¿hombre, mujer?... qué importa). Otro (¿era una mujer?... de todos modos, a quién le importa) le ofreció un bulto de ropa limpia.
A continuación, y como tantas otras veces, le preguntaron por su identidad a lo que él respondió desde su brumosa despreocupación porque, ¿de qué habría de preocuparse? Luego de pensar unos minutos, improvisó un apellido, pero escuchó que le decían que no era ése. Se esforzó, entonces, en aclarar que de su nombre se acordaba casi siempre al instante: Ernesto. Ernesto. Sí, Ernesto.
Todavía no se había vestido y apareció una enfermera (mujer, seguro que sí), con algodones, pinzas y frasquitos, que se puso a retirar las medias incrustadas en la carne. A un costado, ese tipo que siempre preguntaba cosas ahora quería saber qué pasaba con la familia, que si había ido a verlos. Y la respuesta le surgió como tantas otras veces en un mismo vómito: que qué familia, que lo dejen tranquilo. Y por qué, insistía el tipo, y la respuesta volvía a sepultar un dolor inconmensurable: porque es así. El tipo ese le repetía que estaba casado, que tenía una hija mayor, que había sido contador, que tenía que hacer algo ya, que era una vergüenza terminar en ese estado.
Pero no había nada que entender, nada importante. Porque a pesar de los andrajos de sus ropas que ya estarían ardiendo en el horno, o de los pedazos de las medias que la enfermera extraía de su carne y que caían a los costados de los pies hediondos y ulcerados, o de los piojos desalojados por los chorros de agua desinfectante y eso áspero con que lo frotaban siempre, la puerta abierta del Centro, la que da a la calle, era la única posibilidad real. Ernesto era eso ahí y ahora, y a nadie le importaba; ni siquiera a Ernesto cuyo apellido ya no existía.
Lo dejaron salir a la mañana siguiente, luego del desayuno que casi no probó. Con los centavos que le dieron en el Centro tomó el subte, e intentó volver al yermo de la ciudad que solía cobijarlo de asfalto y monedas sobrantes. Los pies vendados dentro de las pantuflas le dolían mucho.
Al recoveco que había conseguido ayer, hoy ya otro (¿un hombre, una mujer?... qué importa) lo había ocupado, así que a seguir caminando. Pero antes de continuar se sacó las vendas. En la costanera debe haber lugar, pensó.
Percibía un olor nauseabundo trepándole desde sus propios pies que supuraban una baba amarillenta, y se dijo que el río sería un buen lugar para aliviar su malestar. Caminó más allá de los muelles y descendió por una explanada hasta el barro: avanzó sin pensar y no le produjo casi nada sentir el agua a la altura de las rodillas. Miró el horizonte y vio la bola de fuego tocándolo. Pensó en las ropas que le quitaron en el Centro y sintió una especie de vieja frustración que venía y se iba.
A lo lejos alguien pescaba robando (un hombre, una mujer?... ¡pst!). Algo así como una cascada de imágenes de su pasado estaba a punto de desbordarse en su interior. Pero no lo hizo porque él ya sabía cómo dejar pasar aquello que duele inútilmente. Lo que no podía eliminar era el ardor de las llagas en los pies. El agua era una especie de confortable caldo barroso.
La bola de fuego menguaba su fin. Quizá después habría que pensar en comer, en beber algo aunque la tripa todavía no se quejara ni tampoco el hígado. Acercó al agua su mano temblorosa y llena de cascarones. Quiso sentir asco y miedo, pero no pudo, y finalmente la sumergió.
Una ráfaga perdida de viento le azotó las mejillas, y en ese momento se dio cuenta de que también alguien en el Centro (¿un hombre, una mujer?... qué importancia) lo había afeitado.
Se dejó absorber enteramente por el agua y no pensó otra cosa que en la absurda molestia de los pies. Espantó con un gesto vacío una mosca empedernida en libarle el párpado izquierdo. Se dijo que era mejor flotar y dejar de sentir el dolor de las insoportables llagas de los pies que hoy olían distinto.
El horizonte se había tragado completamente el sol cuando Ernesto, acunado por el agua, se dejó llevar como siempre.  Soplaba una brisa insulsa y el aguijón  de Escorpio picaba el oeste. Sin pretenderlo, como todo lo que en definitiva le había acontecido en su vida, terminó por diluirse en el río como una mancha de leche en agua barrosa. Ernesto Vargas debe haber dejado de serlo entre los 49 y los 51 años, sin que a nadie le importara.