23 de abril de 2011

Óbelum


Foto del biologuero

Óbelum
Alejandro Luque


Como de costumbre, 
anoche ella estaba ahí, encima de mí, rodeándome, 
envalentonada desde su postura imperturbable y tan ella, 
que no pude contenerme y la volví a poseer 
por un brevísimo instante como sólo yo bien sé hacerlo. 
Luego nos olvidamos, nos ignoramos, nos rearropamos 
 de París cada uno a su manera, 
y nos dejamos perder por el resto de la noche 
como dos imperfectos conocidos.


Estar perdido en la ciudad –poco importan las razones– es tan fácil como decididamente imposible. Uno puede jugar a que los reparos se desvanezcan girando cinco veces sobre uno mismo para tomar la dirección en que la nariz quedó apuntando, o que esa esquina vedada al derrotero cotidiano se convierta en una excursión por tierras indómitas y peligrosas e, incluso, a elegir combinaciones del metro según el tipo del próximo pasajero: sonrisa, línea par; indiferencia, línea impar; mendigo o criatura (que son lo mismo, aunque huelan y uno los sienta distinto), volver en sentido contrario. Perderse implica renovarse, al menos renovar de vez en cuando los propios códigos. Entonces ya no son los gestos o el estado, ni las esquinas o marearse lo que define el extravío. Uno puede perderse doblando a la izquierda en cada bocacalle hasta que se percibe un coche rojo o anaranjado. En ese momento se puede seguir derecho hasta que uno encuentra otro vehículo del mismo color, entonces hay que doblar en la próxima a la derecha y renovar colores o estrategias porque, como todo, todo depende de la opción, la necesidad y el interés.

Desde un punto de vista meramente temporal, no es lo mismo ni más sencillo perderse a cualquier hora del día, no; por la mañana, por ejemplo. Las hordas de señoras que salen con sus carros a pasear los bebés son como luces en una pista: le indican a uno la dirección inequívoca, el destino de ida y vuelta inexorable. Ni qué hablar de los yupies urbanos que, bien calzados en trajes caros y zapatos puntiagudos, se dejan igualmente engullir que vomitar por las bocas del metro: uno sabe de dónde vienen y hacia dónde van como si fueran la aguja de una brújula. De día y temprano, el mundo se dirige inevitablemente, hilvana su monotonía, y perderse deja de tener gracia. No obstante hay esa hora, ese intervalo que resiste las mareas densas y los acuerdos más urgentes, que suele acontecer antes del mediodía cuando el hambre todavía no arrea la tropa abombada. Pero dura poco y siempre se encuentran los indicios innegables que permiten reconocer que por allí se llega a allá, y que a esta esquina uno la conoce bien. La luz del día es terrible: más que delatar el camino, nos acorrala en una lógica de emparde: de todos modos tiene que ser por acá.

Por la tarde, entre las cuatro y las cinco –si no fuera porque no es más que una hora magra–  vale la pena perderse pero con cierta premura. La ciudad, en esos momentos, está como atontada y sus habitantes se muestran caprichosamente imprevisibles. En ese rato, cuando el sol comienza a perder la fatuidad de su corona, por ejemplo vale la pena jugar con los perfumes que se agitan desesperados después del agobio: glicina, a la derecha hasta azaleas o pizza. Si pis de gato o tilos o Chanel (o algún otro perfume que grite la moda), vuelta a la izquierda o bajar al metro, lo que primero se presente. Pero hay que ser rápido, aunque perderse –lo que se dice perderse– necesita su tiempo y esmero.

El mejor momento es la noche, sin duda. Uno se siente amparado por la complicidad de las sombras que son las compañeras ineludibles del juego. Aunque tampoco uno debiera de fiarse ciegamente, porque pueden engañarnos. Basta que uno decida cruzarse con una pareja para luego poder doblar en la próxima, y ya al punto del giro verificar con desconsuelo que no son dos sino un alma perdida demasiado arropada. Y uno siente que las reglas del juego no fueron tan claras como debieron o como uno tendría que haberlas  establecido. Las sombras también trampean haciéndonos creer que esa silueta apoyada en la pared a doscientos metros es la de una persona que nos marcará la nueva dirección: si antes de cruzarnos con ella se moviera hacia la derecha o hacia la izquierda, entonces iremos en dirección contraria, como si avanzara o retrocediera. De seguir impasible en su lugar, el camino se continuará. Pero al llegar a unos metros, uno se da cuenta de que la silueta no es más que un buzón o un cartel de tránsito. Entonces hay que empezar el juego desde el principio. Aun así, es de noche cuando uno se pierde casi siempre con comodidad; uno se siente un gato con el poder de penetrar todos los secretos de las penumbras, la imaginación se enciende y los sentidos todos se excitan sabiendo que el tiempo deja de ser un obstáculo.

Por ejemplo ahora, el código es seguir derecho hasta sentir un bocinazo, y entonces tomar la próxima a la izquierda. Hay tres posibles izquierdas, y me aventuro por la primera que es la más izquierda de todas. Decido doblar la apuesta y, en vez de una bocina poco probable a estas horas, ahora propongo divisar una mujer que porte algo rojo. Cuando finalmente aparece doblo a la derecha, luego a la izquierda, y otra vez a la derecha (a veces hay que plantearse itinerarios precisos). Todavía más osado, consigno subir al metro más cercano si el próximo hombre con el que me estoy por cruzar me mira. Es así, en el metro, donde el juego alcanza su cenit: establezco que me bajaré en una estación –la que sea– justo luego de haber encontrado a alguien que me recuerde a vos. De no lograrlo, habré de dejar el metro en su terminal y seguir la ruta en la misma dirección, a toda costa, hasta ganar la apuesta. Entonces volveré sobre mis pasos como un insecto sediento que va a beber de la llama patibularia. Pero no todo está perdido, no: la terminal ya va quedando bien lejos, y a mis espaldas aún alcanzo a percibir el resplandor del atalaya de hierro que sigue barriendo lo que queda de la noche. Quizá en el cruce que viene tu rostro, y entonces.

El resto de la noche es lo que a uno le queda para seguir apostando a perderse sin reencontrarse con las señales indelebles del camino. 

1 comentario:

Javier Fernando Castillo Naranjo dijo...

Está muy bien, disfruté de tu escrito.

Lo peor de perderse así, es cuando no se trata de un juego; a mi me ha llegado a suceder, en ese caso podría decirse que huía.