3 de septiembre de 2015

Como el humo y la vergüenza

Imagen AFP, en Le Monde  


El horror plasmado en dos dimensiones circula desde hace unos días en las tres o cuatro tomas "recortadas" que divulgó AFP y, que al verlas, a mí (también) me avergüenzan. Humana y europeamente me avergüenzan. Me avergüenza ver el cuerpo naufragado de un chico de tres años semienterrado en la arena de una playa turca. Y mi vergüenza ahora tiene nombre y apellido y nacionalidad: Aylan Kurdi, sirio. Y mi vergüenza se agranda aún más cuando me veo reflejado en cualquiera de los dos tipos pescando a unos metros del epicentro del horror plasmado, arriba y a la derecha de la foto. Con vergüenza me digo que esos dos pescadores despreocupados del entorno y centrados en la indiferencia simbolizan sin eufemismos Europa y los europeos mirándonos el ombligo. Es cruel. Me siento cruel. Cruel pretender que un político que me represente haga lo que yo no hago. Cruel ver que pertenezco bien a la comunidad a la que pertenezco. Es cruel saber que este horror plasmado es uno más de los cientos de horrores que no han sido captados por un fotógrafo en los últimos meses. Los títulos y copetes de los medios suenan solemnes y contundentes y hasta salmodian: “El verano terminó, Señor Cameron… ahora hágase cargo”, “La foto de una criatura muerta ahogada se convierte en símbolo del drama de los inmigrantes”, “Una foto para abrir los ojos”, “Aylan, el pequeño sirio que huía de uno de los bastiones islamistas”, "La imagen de un chico que es el mundo entero”, “El disparo que sacude al mundo”. Pero esos títulos se esfumarán injustificablemente de la actualidad en unos días como la vida de cientos de otros desesperados del planeta, como el humo y la vergüenza.


Alejandro Luque. París, 3 de septiembre de 2015

25 de marzo de 2015

24 DE MARZO DE 1976

24 de Marzo de 1976
Alejandro Luque

Nunca podré olvidar aquel día negro. Como de costumbre, esa mañana salimos temprano con mi viejo a buscar el coche que él estacionaba en la cancha de la Sagrada Familia, a doscientos metros de casa. Hacía frío y había esa garúa marplatense que oscurece y moja todo. A esa hora, las seis y media de la mañana, yo estaba en piloto automático y mi viejo, como de costumbre, callado. Así todos los días de la semana caminábamos hasta “el patio de los curas” que estaba justo en frente del destacamento de policía del puerto, subíamos al coche, mi viejo encendía la radio (radio Rivadavia, creo) y me acercaba al colegio. Luego él seguía camino a su laburo. Pero aquella mañana de viernes no llegamos al coche.

Pienso que fue por la garúa y porque por la calle no pasaba un alma que nos pusimos a caminar por el asfalto, cerca del cordón, en vez de seguir por la vereda. Lo que siguió fue muy rápido. A mitad de camino escuchamos un grito, yo alcancé a ver la silueta de un hombre a unos cien metros, otro grito y enseguida el golpe sordo de metralla. Mi viejo se me tiró encima y los dos terminamos en el piso al costado del cordón. No sé cuánto tiempo estuvimos en esa posición sin movernos, unos minutos, supongo. No recuerdo si mi viejo me dijo algo ni tampoco si yo lo hice. Sí me acuerdo del miedo atroz que yo tenía aunque no entendía de qué. A continuación escuchamos acercándose a la carrera un par de botas sobre el asfalto y la orden de “¡A tierra! ¡A tierra, carajo!”.

Yo tenía la cabeza pegada al asfalto y lo único que podía ver eran los borceguíes militares a unos centímetros y mis libros y carpetas desparramados un poco más lejos. Escuché que el militar le decía a mi viejo que qué estábamos haciendo y por qué no nos habíamos detenido a su orden. Mi viejo explicó algo con la voz entrecortada, quizá que no había entendido qué ordenaba el grito. Yo lo sentía sobre mí y me acuerdo perfectamente de los latidos agitados de su corazón. “Documentos”, dijo el militar. En ese momento mi viejo se puso a mi costado y sin levantarse sacó su billetera de la cartera de mano que tenía y le entregó la libreta. Yo pude incorporarme un poco y ahí vi dos militares vestidos de guerra, el que había hablado y que miraba los documentos de mi viejo y el de los borceguíes casi sobre mi cabeza, los dos apuntándonos con sus armas.

“¿Dónde vive? ¿Qué hace? ¿Adónde iba? ¿De quién es esta criatura? ¿No sabe lo que pasa?” es la ráfaga de preguntas que recuerdo que el militar le disparaba a mi viejo, y él respondiendo con la voz temblorosa y la cara pálida “Acá nomás, iba a trabajar y a llevar a mi hijo a la escuela, no, no sé”. “¿No sabe que estamos en estado de sitio?” Entonces el militar le devolvió la libreta a mi viejo y nos ordenó ganar inmediatamente nuestro domicilio mientras los dos no dejaban de encañonarnos.

Volvimos a casa casi pegados a las paredes de la cuadra. Recuerdo la cara de mamá al vernos entrar, estaba en camisón con los rastros indelebles de la noche en blanco, envuelta en los vapores de eucaliptus que salían de las cacerolas para combatir el enésimo ataque bronquial de mi hermano. Luego siguió la radio, la noticia del golpe de estado militar en el país y la repetición de los comunicados conjuntos de las fuerzas armadas. Veníamos de una etapa siniestra, pero ese día comenzamos a vivir el periodo más negro y mortífero de toda nuestra historia. Un día como hoy, que nunca podré olvidar.