24 de
Marzo de 1976
Alejandro Luque
Nunca
podré olvidar aquel día negro. Como de costumbre, esa mañana salimos temprano
con mi viejo a buscar el coche que él estacionaba en la cancha de la Sagrada
Familia, a doscientos metros de casa. Hacía frío y había esa garúa marplatense
que oscurece y moja todo. A esa hora, las seis y media de la mañana, yo estaba
en piloto automático y mi viejo, como de costumbre, callado. Así todos los días
de la semana caminábamos hasta “el patio de los curas” que estaba justo en
frente del destacamento de policía del puerto, subíamos al coche, mi viejo
encendía la radio (radio Rivadavia, creo) y me acercaba al colegio. Luego él
seguía camino a su laburo. Pero aquella mañana de viernes no llegamos al coche.
Pienso
que fue por la garúa y porque por la calle no pasaba un alma que nos pusimos a
caminar por el asfalto, cerca del cordón, en vez de seguir por la vereda. Lo
que siguió fue muy rápido. A mitad de camino escuchamos un grito, yo alcancé a
ver la silueta de un hombre a unos cien metros, otro grito y enseguida el golpe
sordo de metralla. Mi viejo se me tiró encima y los dos terminamos en el piso
al costado del cordón. No sé cuánto tiempo estuvimos en esa posición sin
movernos, unos minutos, supongo. No recuerdo si mi viejo me dijo algo ni
tampoco si yo lo hice. Sí me acuerdo del miedo atroz que yo tenía aunque no
entendía de qué. A continuación escuchamos acercándose a la carrera un par de
botas sobre el asfalto y la orden de “¡A tierra! ¡A tierra, carajo!”.
Yo
tenía la cabeza pegada al asfalto y lo único que podía ver eran los borceguíes
militares a unos centímetros y mis libros y carpetas desparramados un poco más
lejos. Escuché que el militar le decía a mi viejo que qué estábamos haciendo y
por qué no nos habíamos detenido a su orden. Mi viejo explicó algo con la voz
entrecortada, quizá que no había entendido qué ordenaba el grito. Yo lo sentía
sobre mí y me acuerdo perfectamente de los latidos agitados de su corazón.
“Documentos”, dijo el militar. En ese momento mi viejo se puso a mi costado y
sin levantarse sacó su billetera de la cartera de mano que tenía y le entregó
la libreta. Yo pude incorporarme un poco y ahí vi dos militares vestidos de
guerra, el que había hablado y que miraba los documentos de mi viejo y el de
los borceguíes casi sobre mi cabeza, los dos apuntándonos con sus armas.
“¿Dónde
vive? ¿Qué hace? ¿Adónde iba? ¿De quién es esta criatura? ¿No sabe lo que
pasa?” es la ráfaga de preguntas que recuerdo que el militar le disparaba a mi
viejo, y él respondiendo con la voz temblorosa y la cara pálida “Acá nomás, iba
a trabajar y a llevar a mi hijo a la escuela, no, no sé”. “¿No sabe que estamos
en estado de sitio?” Entonces el militar le devolvió la libreta a mi viejo y
nos ordenó ganar inmediatamente nuestro domicilio mientras los dos no dejaban de encañonarnos.
Volvimos
a casa casi pegados a las paredes de la cuadra. Recuerdo la cara de mamá al
vernos entrar, estaba en camisón con los rastros indelebles de la noche en
blanco, envuelta en los vapores de eucaliptus que salían de las cacerolas para combatir el enésimo
ataque bronquial de mi hermano. Luego siguió la radio, la noticia del golpe de
estado militar en el país y la repetición de los comunicados conjuntos de las
fuerzas armadas. Veníamos de una etapa siniestra, pero ese día comenzamos a vivir
el periodo más negro y mortífero de toda nuestra historia. Un día como hoy,
que nunca podré olvidar.
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