16 de febrero de 2011

Visitas (Y Despedida)


K en julio de 2008, foto del biologuero

Visitas (y despedida)
Alejandro Luque


A Kathleen Smith, que partió –ella también y prematuramente– hoy.

Antes de ir a la clínica, decido pasar chez toi en pleno Montparnasse, a quince minutos del laboratorio. Salir del trabajo cuando hay sol y la ropa ligera ni se siente, es un placer que no dejaré jamás de disfrutar. Entre el laboratorio y tu morada las calles están afortunadamente infectadas de árboles que dan verde y sombra y ese perfume de tilos y plátanos que calma (salvo a los alérgicos). Qué generosos esos seres vivos en los que pocas veces reparamos. Están ahí, siempre, aunque pareciera que el hombre tiende a ignorar lo que no se mueve, sobre todo en la urbe. Bueno… lo que se mueve también. Nos amurallamos y nos creemos que todo por fuera es estático y perenne, nos sentimos seguros de la continuación en nuestro cocoon, como si poseyéramos un escudo de eternidad.

Pero estoy yendo hacia vos y me sacudo de asfalto y azulejos. Sé que nunca los soportaste. Te he leído más de una vez pidiendo con desesperación menos cáscara y más piel. Creo que por eso vuelvo a visitarte. A visitarlos, porque siempre estás con ella, con tu esposa. Con el paso de los años aprendí a quererla sin llegar a conocerla como te conozco a vos. De hecho, en varias oportunidades recorrí sus trabajos e intenté entenderte en tu elección. Creo que siempre he hecho eso con los compañeros de mis amigos: aceptarlos desde la comprensión que hizo que ellos los eligieran. Con Carol he descubierto en vos eso que muchas veces vi en mí: amamos al que hace mejor que nosotros eso que tanto nos gusta: la fotografía, en este caso. Sus clichés son magníficos, profundamente expresivos, llenos de esa vida instantánea que tanto vos como yo nos empeñamos en captar por otro medio (y vos inmensamente mejor que yo). Prefiero sus fotos a sus escritos, sin dudas.

Llego y los encuentro, como siempre, a los dos juntitos retozando el tiempo detenido cerca de ese árbol cuya especie desconozco. Parece un nogal, pero nunca lo vi eructar sus nueces. Les llega a los dos la sombra de esta tarde de verano en pleno centro de un París trufado de turistas que vagan sus calles en horarios raros. Intuyo tu sonrisa irónica, porque los dos sabemos que París no tiene otra estación que la que uno quiera darle. Aunque estamos los tres solos, me perturba esa pareja que pasa a unos metros y nos mira, nos mide. Creo que los dos son argentinos, porque estoy seguro de que ella dijo “dejá”, así, con ese argentino acento en la a. Quizá los están  buscando, quizá acaban de visitarlos a ustedes dos. Quién sabe.

Carol está casi desnuda, y vos, como siempre, atiborrado de papelitos, cartas, postales, monedas y piedritas de colores que me recuerdan los caracolitos que asoman sus cuernos al sol. Como ninguno de los dos dice nada, me acomodo yo también debajo de la sombra del árbol sin nombre, saco la revista del bolso y se las muestro. Quiere el azar del viento que se abra en la página donde está uno de los textos que he firmado. Se los leo, asegurándome de que la pareja de argentinos ya está lejos. Leo con calma. Al terminar, no los dejo decir nada porque no pretendo respuestas aunque me asalte la fiebre de preguntas, como de costumbre. Te dejo la revista, la acomodo en el hueco que sirve para dejar flores, y les saco una foto a los dos. Enseguida me doy cuenta de que te arropo aún más mientras Carol sigue casi desnuda y sin protestar. Pero es así la vida y lo que ya no lo es. Antes de irme te señalo el título de la revista, que es el del foro de cuentos que cree en tu homenaje, y siento tu sonrisa acariciarme el corazón. Quiero sentirla. Lo necesito en medio de este verano de tímidas despedidas.

Corro al metro. Odio las contorsiones surrealistas de la gare Montparnasse, pero no tme queda otra. Veinte minutos después me bajo en la Plaza de Clichy, “la triste plaza con su muchedumbre alienada y amarga” según el que te dije. Camino a grandes pasos y trepo por el pie occidental de la butte de Montmartre hasta la rue Duresme donde termina mi escalada. Entro en la clínica, digo bonjour desde las tripas a toda esa gran gente que se ocupa de la gente que ya no puede ocuparse de sí misma, y tomo el ascensor hasta el cuarto piso. Me pongo el barbijo, el guardapolvo, los guantes y me cubro los zapatos con unas medias enormes. Golpeo y entro en la habitación.

K, en la cama, está comiendo una ensalada y me brinda la sonrisa sincera de quien esperó todo el día una visita desde su vacío de enfermo soltero y extranjero. Hablamos de los juegos olímpicos en China, de las nuevas e incómodas perfusiones que le pusieron a nivel del cuello por lo inaccesible de sus venas en los brazos y las piernas, de esa puta infección que le resta menos posibilidades de las que realmente tiene, de los avances de mis experimentos en el laboratorio que ella no pisa desde hace más de un año. Le pido disculpas por no haber pasado ayer; “Anoche me llegaron las correcciones de la revista y quería terminarla”, me justifico, y me pide que le vuelva a contar sobre el foro, y porqué Perras Negras.

Y aquí estoy yo, dibujándole a K rayuelas imposibles como si fueran modelos para armar, y es ella la que recuerda en su sopor y balbucea un octaedro, y yo replico con bestiarios, y ella menciona a su hermano de tierra Charlie Parker y yo le recuerdo lo irrisorio de los premios y lo raro de algunos exámenes. Para el final del juego pronuncio los nombres de Manuel y de la querida Glenda. Nos reímos de las coincidencias que no son tales y pienso –siempre termino pensando– en la maga.

No hablamos de su batalla, porque los guerreros no necesitan de eso. Aunque entre cuento y cuento de los que bien matan el tiempo, percibo una brizna de cansancio en su gesto. Pero, ¿cómo animar al guerrero desde una ridícula tribuna? ¿Cómo transmitirle la energía indecente que a uno le sobra? Un beso, una sonrisa y alguna que otra promesa. Fuera de la habitación me quito el disfraz aséptico de visita y, casi al partir, me pregunto si estuvo bien no haberle contado a K que esta tarde fui a visitarte al cementerio de Montparnasse para dejar en tu morada la revista que armamos en el foro y arroparte aún más.

Sin responderme, porque muchas veces no hay respuestas, salgo de la clínica pensando en mi casa, en mis cosas, en mi vida y la vida de los otros, y en cómo hacer para darle belleza literaria a toda esta ausencia terrible de ayer, de hoy, de mañana.

Mañana fue hoy.

París, verano de 2008, invierno de 2011.