20 de julio de 2006

Marko y Tanja


Circo Gruss - Foto de publicidad

Marko y Tanja
Alejandro luque


Marko y Tanja se conocieron en una caravana de evacuación nocturna, durante una de las tantas guerras antropófagas que deformaban la antigua Yugoslavia. Marko arrastraba con una soga un camión Dunlop sin ruedas. Seguía con esmero los pasos de su padre que cargaba, como la mula que no tenía, un colchón y varios cacharros. Tanja y su muñeca viajaban en un carrito de supermercado, sobre la montaña de bártulos que supieron habitar su casa. Al carro lo empujaba una mujer arrugada prematuramente, su madre.



Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

1 de julio de 2006

Rayagüer


Línea 13 del metro parisino, foto del biologuero

Rayagüer
Alejandro Luque

Era tarde y estaba cansado. El tufo de neurastenia ciudadana terminaría por darme asco y me vendería el billete que siempre compro: el deseo de un viaje que sea corto. Pero el tumulto apurado e insolente en el autobús de las siete nos puso uno pegado al otro, y deseé que el viaje fuera largo. Fue mi mano la primera en despertarse. Fue el giro casi imperceptible de tu cabeza que nos volvió a la vida. Adelanté unos centímetros kilométricos mi cadera y la tuya me recibió con su resistencia micrométrica. Bailamos un rato el ritmo ajetreado del viaje mordiéndonos el jadeo. Tu mano luchó entre los intersticios de miles de extremidades hasta alcanzar la bragueta que ya no podía contener nada más. 

Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

Tal Vez


(Barro Tal Vez, tema de Luis Alberto Spinetta
del álbum Kamikaze, que inspiró el relato)


Tal Vez
Alejandro Luque

Fui barro. Pero no ese barro que un dios aburrido y caprichoso se pone a malear. No. Fui ese barro que gestó principios posibles y una de sus tantas consecuencias. Sí. Ese barro banal que se forma al costado de un arroyo luego de las lluvias del equinoccio y que huele a estanco y a olvido salvaje que inunda la hora en la que el sol no logra dibujar una sombra. Fruto del estiércol prodigioso de las bestias que se acercan para saciar su sed, que se bañan para mudarse de los parásitos que las habitan. Fui barro, empantanado barro humoso que al secarse se transforma en una costra de ceniza y que al fermentar con el calor de todas las tardes se disfraza con hierbas bravas, que se adorna con la arquitectura exquisita de todos los insectos. Fui barro de mañana que absorbe la niebla espesa que se arrastra como un aliento cansado y denso a través de las gargantas y de los valles. Poro vital y generador. Un barro ágil que se condensa y se dilata en el ritmo implacable de la noche que sigue al día, que trabaja amoldando cada grieta, que incuba y amasa a su germen legionario y escondido. Barro que se seca al sol y que se resquebraja en millones de pedazos, barro coriáceo que respira, y que respirando le da aire a la maravilla que protege. Barro tal vez.


Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

Instrusión


Lara...

Intrusión
Alejandro Luque

Percibo recién ahora su presencia en la otra sala ya que la lluvia acaba de terminar con su inquietante repiqueteo sobre los techos. Se mueve entre las sombras, se cobija en los rincones oscuros de la casa. La sangre comienza a fluir por mis venas a una velocidad indescriptible, y el miedo que me acechaba unos minutos antes ya no existe. Siento crecer una necesidad imperiosa de desplazarme lentamente hasta el vano de la puerta. Sé que puedo estar cometiendo un grave error, pero también reconozco que no hay otra salida. Acomodo mi cuerpo, contengo mi respiración y avanzo lentamente. El espejo de pie, al fondo del pasillo, pretende asustarme con mi propia imagen y se me erizan los pelos en la piel. Me recompongo, me desplazo y gano la habitación. Mis sentidos confirman que el intruso está cerca del escritorio. Es el momento de avanzar sigilosamente para sorprenderlo antes de que sea tarde. Vestida de oscuridad soy prácticamente invisible. Inexorablemente soy. Por detrás del perchero hago el contacto visual. Me condenso. Está ahí, hurgando entre los papeles. Entonces todo deviene instinto implacable. Avanzo un poco, me agazapo, tomo ímpetu, salto y atrapo certeramente su cola con mis garras recientemente afiladas en el tapizado del sillón del living, sin hacerle daño. Aún no, porque tengo por delante toda la oscuridad de la noche para jugar con este ratón.

La Historia Apócrifa De Chactas

Entierro de Atala, Girodet-Troison (1767-1824)

La historia apócrifa de Chactas
Alejandro Luque


Cuando llegaron al valle con sus pieles blancas que hedían soberbia y prepotencia, no valieron los ataques que organizaron las siete tribus ni, al final, los esfuerzos de nuestros brujos para detener la avanzada del hombre del oeste. Nos diezmaron sin clemencia, se apoderaron de nuestras tierras y de nuestros dioses, y nos acorralaron en los yermos montañosos del sureste. Lejos del espíritu del Gran Río, perdimos fuerza y los dioses terminaron por abandonarnos. Algunos de nuestros ancestros se contentaron con los cactos y las rapaces, y se reunieron en tribus abrasadas por el sol y el hambre. Otros se abandonaron a su suerte, creyendo encontrarla en nuestras antiguas tierras. Lograron dividirnos. Ganaron.

Pero el golpe más brutal de los invasores fue que nos impusieron su dios vengador de tres caras: la que azota con su barba blanca, la que exige una paz obligada en la que el pueblo que la recibe es siempre perdedor, y la del crucificado que pregona la aceptación del fuerte sobre del débil.

Soy Chactas, hijo de Mimbras de la tribu de los Natchez. He perdido todo, nada me queda. Y juro que no será la sangre de los invasores la que llore sobre tu tumba, Atala, cuando el sol se vuelva a poner detrás del monte de encinas. Aquel reducto oculto donde nos prometimos la desnudez que heredamos de nuestro pueblo será un invento, un engaño como el que las nubes inquietas del sur juegan en los meses del sol sobre nuestras cabezas. Tampoco será la vanagloria violenta de los brujos blancos la que te rendirá los homenajes dignos de tu alcurnia, porque tu cuerpo no estará ahí. Aunque así se lo hayas prometido a tu madre que abrazó la cruz y quiso imponértela.

Porque no sabrán que no estás debajo de esa piedra que sostiene al crucificado y en la que pintaron un nombre que no es el tuyo. Pero si sospecharan, no te encontrarán, lo sé. Chactas te promete que ninguna luna pintará la sombra de los leños en cruz sobre tu morada. Sé que no podré evitar que el gusano de la muerte te desmigue, pero cumpliré con el pacto de nuestra estirpe. Caminaré orgulloso el resto del camino que me queda por recorrer, Atala. Y no temas, no me perseguirán como a una bestia de caza, porque no seré culpable de otra cosa que de esconder mi corazón sometido al látigo de tu abandono inexorable. No lloraré como lo hago ahora.

Oculto un mechón de mis cabellos en tu mano, los cabellos que amabas y recorrías con tus dedos como buscando el fondo del río. Lo enrollo en tu mano que aún lleva esos leños en cruz que nos separaron sólo por un instante. El único bien que poseo es el aro de mis ancestros. Me lo arranco para sangrarte en silencio y reemplazar con él la cruz. Aubry, ese viejo cómplice que me arrebata la delicadeza de tus pies tan iguales a los míos, me reprende y me dice: “Un esclavo de la iglesia no llora”. Te entregamos a la tierra en esta cueva, Atala. Te devolvemos a nuestros dioses derrotados que te guiarán en el viaje.

Mentiremos, Atala, porque nos enseñaron a hacerlo. Mentiremos para rebelarnos contra ese dios mezquino que masacró nuestros dioses y nos confundió. Mentiremos, y los invasores nos creerán, mi amor… Ellos siempre creen.

... Y Después Soy Biólogo


La mesada de trabajo del Biologuero

... Y después soy biólogo
Alejandro Luque

Por la mañana existe ese lapso de tiempo entre el desayuno rápido y la puerta del ascensor que se abre frente al lugar que me contendrá una gran parte del día. Ese intervalo es lo más personal e íntimo de mi existencia social. Bajar las escaleras de mi departamento, abrir la puerta -no exactamente para ir a jugar-, husmear el aire, y cruzar la calle. Al paso, reconfortarme con los colores en plena construcción estética que el artista de mi verdulero pinta magistralmente. Entrar, enseguida, al bar-tabac para comprar los veinte cilindros demoníacos y encender uno compulsivamente. Nada me impide darle un vistazo al escaparate de Mirto, un negocio de ropa para jóvenes. A esa hora de la mañana todavía no manifiesto un juicio vehemente sobre las locuras de la moda. Me contento con saborear las potencialidades perdidas de mi cuerpo sintiéndome al lado de mí mismo. Luego el semáforo de l’Avenue de Clichy. Me preguntarán qué tiene de especial un semáforo en una avenida. Les respondo que mucho, y éste especialmente.

Hace varios años, cuando el tedio actual era un asunto impensable, una mañana muy fría de otoño, casi pegado al semáforo esperando que vomite su hombrecito verde, vi una chica joven que se me acercaba corriendo toda ella vestida en miles de capas de tules de colores y varias bufandas desplegadas como alas en su espalda. Creí que iba a saltarme encima, pero simplemente se agachó y recogió del pie del semáforo una hoja de álamo. Cuando se incorporó, me miró a los ojos sólo un instante, secó la hoja con los puños de su pulóver violeta y la abrigó en su vientre. Cruzamos juntos la avenida pero yo me dejé devorar por las fauces inclementes del metro, mientras que ella se habrá librado a la mañana parisina que reserva el rigor y sus grietas.

El viaje en metro es siempre eso: un viaje donde todos son piernas o rostros que esquivan otros rostros. La intimidad más próxima sin el mínimo contacto humano. El gusano avanza por el túnel secretando y absorbiendo viajeros. Finalmente todo pasa como los boletos por las máquinas, sin dejar rastro ni alma. Pero yo disfruto de ese viaje. A veces juego sonrisas, otras insinuaciones de caricias. Alguna vez fijé la mirada y, sólo una, recibí una cachetada. Por lo general, leo.

Cuando llego a la estación en frente de mi trabajo, el gusano me expulsa y saludo Les Invalides, primero, y la Dama de Hierro, después. Cruzo el campus entre el perfume de los narcisos en invierno o las hortensias en verano. Camino aún libre de mi contrato de trabajo. Saludo al quiosquero que acepta reservarme alguna locura cinéfila. Me acerco al edificio, tomo el ascensor. Cuando la puerta se abre, me dejo tragar por ese lugar que me dará de comer.

Después, soy biólogo durante unas ocho horas.


Hotel Terrasse


Biologuero, con el Hotel Terrass de fondo


La manera de percibir imita cada vez más los montajes del buen cine; creo que Ludmilla estaba todavía hablándome cuando pensé en el Hotel Terrass, en los balcones sobre las tumbas; o tal vez había soñado vagamente con el hotel y entonces Ludmilla, despertándome con un vaso de jugo de frutas, se volvió parte de las últimas imágenes y empezó a hablar mientras algo del hotel y los balcones sobre el cementerio seguían presentes. Después el métro me llevó hasta la Place de Cliché como si sólo él hubiera tomado la decisión y organizado los cambios de estaciones necesarios. Con Ludmilla no habíamos hablado mucho, era más de mediodía y no pensábamos siquiera en almorzar, hacía calor y yo estaba desnudo en la cama, Ludmilla envuelta en mi bata según su mala costumbre habitual, los dos fumando y tomando jugo de fruta y mirándonos y Marcos, claro, y la joda, todo eso. De manera que, Perfecto. Sí, Andrés, le dije, pero no quiero que todo quede como en una heladera desenchufada, pudriéndose despacio. Me miró cariñsamente, desnudo, medio dormido, desde tan lejos. Estás aprendiendo, Ludlud, es precisamente mi método y eso que habías llegado a la conclusión de que sólo servía para estropear más las cosas. No es el método sino las cosas mismas, le dije, siempre te agradecí la verdad pero hubiera sido mejor que no tuvieras que venir a contarme de Francine. Lo mismo puedo decirte, Ludlud, ojalá vos no me hubieras traído esas novedades, perfumadas con Joda y jugo de pomelo, pero ya ves, ya ves. También yo te lo agradezco, por supuesto. Somos educadísimos, salta a la vista.

Después ni siquiera llegué a la altura del Hotel Terrass, había sido un impulso mecánico que se cumplía como para darme tiempo y entrar en ese nuevo tiempo, ratificación de algo presumible pero aún no asumido; sé que salí del métro en la Place de Cliché y que anduve por las calles, bebiendo coñac en uno o dos cafés, pensando que Ludmilla y Marcos habían hecho perfectamente bien, que no tenía sentido plantearse problemas de futuro puesto que probablemente otros decidirían por nosotros como siempre. Pero el guardagujas había movido a fondo la palanca y todo se estaba desviando a la carrera, imposible aceptar de golpe los nuevos paisajes en las ventanillas, asimilarnos así nomás. Nada hubiera podido parecerme más horrible que la introspección en una terraza de café, fácil repugnante monólogo interior, remasticación del vómito; simplemente los hechos se daban como una mano de póker, había quizá que ordenarlos, poner los dos ases juntos, la secuencia del ocho al diez, preguntarse cuántas cartas pediría, si era el momento de blufear o si me quedaba una chance de ful. Coñac en todo caso, eso sí, y morder en la nueva vía con todas las ruedas hasta el próximo cambio de agujas.


Fragmento de Libro de Manuel, de Julio Cortázar (1973)

Urbi Et Orbi



Sacre Coeur, Paris, foto del Biologuero


Urbi et Orbi
Alejandro Luque

Es en esta época del año, La Pascua de Resurrección, y a fines de diciembre, por la Navidad, que esta latinísima expresión nos salta en la primera plana de todos los medios. Estrictamente hablando, quiere decir “a los romanos y al resto del planeta”. Teniendo en cuenta la datación del carbono catorce de esta frase, vale decir que el resto del planeta en aquellas épocas era un vecindario más que nada circunscrito a los dominios abarcables de la roma papal de los últimos siglos. Hoy la frase tiene otra connotación, quizá más global (a la imagen y semejanza del google earth) y que se podría traducir como “a los presentes y a los que nos ven por la televisión, nos escuchan por radio y nos leen en la prensa”.

Como sea, es el momento del año en el que la cristiandad recibe, sin pagar el diezmo, la bendición papal. Algunos católicos apostólicos románicos (perdón… romanos) aseguran que si uno está en la Piazza San Marco, la bendición “llega más profundamente”.

La bendición del Papa, como todo personaje mediático y político que maneja opiniones y es capaz de dirigir guerras, no es para menospreciar ni para pretenderlo como un discurso telúrico o folclórico más. Su Santísima Figura rocía a los presentes y al resto del mundo de agua bendita y de un mensaje que refuerza el dogma de su reino, el reino del Dios de los católicos. Y en ese mensaje se puede leer, como una gitana recorriendo las marcas de nuestra palma, dónde está occidente y hacia donde va. Porque no olvidemos que el occidente cretino (perdón… cristiano) es el nuestro. Seamos fervientes creyentes, fervientes agnósticos, fervientes evangelistas u ortodoxos, o fríos indiferentes. La institución de la iglesia, como los gobiernos y su peluca política, infiere profundamente en nuestras vidas.

Hace un rato, Su Santidad Benedicto XVI utilizó varias veces la palabra “honroso u honra” para definir las salidas de nuestros problemas mundiales. Que Irak salga honrosa de esta situación evidentemente poco honorable, que se logre una salida honrosa frente a los ‘problemitas’ nucleares que nos afectan. Volvió a esa posición que nunca resolvió nada sobre Palestina e Israel. No tiren más bombas y que se reconozca ese ‘controvertido’ estado. También posó sus ojos celestes en las realidades de injusticia e inestabilidad política de la América latina y de las problemáticas, más que insoportables, de África.

Nada nuevo bajo el sol. Urbi et orbi. A quien quiera escuchar aquí y allá. No podemos criticar la política de los Estados Unidos de América en Irak. No podemos enfrentar el poder económico de Israel y decirles que no tienen razón de ocupar de esa manera ese territorio. No podemos confiar en la arquitectura política de Irán y su desarrollo nuclear, por tanto no podemos apoyarlos (y automáticamente apoyamos la arquitectura política de USA que tiene su poder nuclear listo para ser utilizado). Los problemas en Africa son todos políticos. No hablemos de S.I.D.A., ni de la cultura de los preservativos, ni de la humanidad económica que podría sofocar a ese continente de una plaga occidentalmente injusta.

Urbi et orbi. No hablemos de la explotación a los límites de la esclavitud que ya llega, de la mano de las derechas, incluso al primer mundo. No hablemos de la asfixia que sufre el planeta para que una fracción circule por impecables autorrutas en magníficos coches. No hablemos del problema del petróleo que se nos acaba, como el agua que ya comienza a dar signos de agonía. No hablemos del colonialismo en pleno siglo XXI ni de los crónicos chicos que se mueren de hambre allí donde el primer mundo católico, apostólico y románico (perdón… romano) se instala para obtener más creyentes y mejores beneficios.

Urbi et orbi. La Pascua de Resurrección es el festejo de la esperanza. Es el momento en el que la cristiandad, en luto por la muerte terrible de su pastor, bate los colores de sus almas, porque el hijo de Dios les mostró que él podía volver contra todas las vicisitudes.

La esperanza de un mundo razonable y humanamente mejor latiendo en nuestros corazones de seres responsables. "Honrar la vida" como supo escribir magistralmente esa pérdida irreparable de Eladia Blázquez.

Todo lo demás, me parece un circo urbi et orbi.

Con todo el respeto a la creencia de cada un@, me permito emitir esta opinión de Pascua.

Responsable Pascua de Resurrección a tod@s y cada un@.

Diferencias Horarias


Torre Eiffel penetrando la bruma, foto del Biologuero

Diferencias Horarias
Alejandro Luque

Volver, cuando de distancias y de tiempos se trata, posee ese matiz inevitable del miedo al encuentro y, a la vez, al desencuentro. El traslado en sí opera a modo de intersticio entre las rutinas de la nueva vida y las viejas imágenes que uno mismo dejó impregnadas en ese lugar al que uno vuelve. Una hora de viaje se convierte en sesenta minutos de posibilidades, de dudas, de recuerdo, ya hilarante, ya lacerante. Y uno avanza como la flecha que busca el blanco, decidido y prácticamente imparable. Y el tiempo cambia a medida que se atraviesan los meridianos.

Llegar es algo así como recuperar la valija y otros menesteres que uno depositó un tiempo antes en una consigna. Hay ese ánimo de recuperación, de readquisición de códigos, de hábitos, de reconocimiento meteorológico del cielo, de la tierra y de los humores. Vientos fuertes, humedad penetrante, sensación térmica, dérmica, visceral. Y también las horas, porque si volver es sentirse la flecha que se dirige al blanco, llegar es tomarse el tiempo para perder la piel, para desnudarse de todas las ropas, seguramente inadecuadas para recorrer el otro lado del charco. Luego uno va vistiéndose en cada kilómetro que une el aeropuerto con el primer destino que marcará un descanso. Es un proceso casi natural, inexorable, y no está exento de un cierto pudor. Es en esos momentos en los que uno mira el reloj y se da cuenta de que ganó o perdió varias horas.

Estar implica poner en pausa lo que se dejó del otro lado y arrancar aquello que quedó detenido en el lugar de destino. Es durante ese intervalo de un tiempo necesariamente desordenado, que uno recupera la identidad propia que siguió viviendo en los otros durante su ausencia. Uno se reconvierte a la realidad más subjetivamente inalterada que los otros le reclaman. Se podrían argumentar millones de canas nuevas, arrugas y curvas siempre in crescendo, hasta la infección de algunos acentos extraños que delatan la enfermedad del exilio. Pero allí, en cada encuentro, en cada mate y asado, en cada vaso de vino tino o en el porro de la paz de toda reunión de viejos conocidos, uno vuelve a ofrecer lo que fue a la luz de los demás. Y las horas nuevamente; porque aún con el flamante atuendo de visitante local, ahora es el alma y sus alrededores los que piden su momento para mutar, o quizá para desmalezarse del aire impregnado del otro mundo, tal vez para despertarse. Sin pretenderlo, uno recrea una simbiosis imposible con el pasado, con su pasado; con esa parte de su vida que quedó truncada, desmembrada de todo futuro el día que se ejecutó el primer partir, pero que no murió ni se desvaneció. Porque los códigos se retoman como si se los hubiese dejado a un costado por un rato. Porque los ojos ingenuos comienzan a olvidarse de las canas y de las curvas para develar los rostros de siempre, esos que permanecen inmutables detrás de las caras. Por momentos, las alas se despliegan.

Regresar es el salto al vacío conocido. En ese nuevo volver las horas son siglos interminables. La miríada de sensaciones y momentos inolvidables flota en una suerte de presente quimérico y comienza a decantar lentamente. Las vecindades del alma y el alma misma se abroquelan, se contraen, se encierran en su capullo. Uno se pone el traje del regreso con el primer signo inocultable de la vuelta. No es natural, pero es necesario ese arropamiento poco instantáneo. Debajo, el charco inmenso se encarga de ahogar el dolor que pudiera aflorar. El mecanismo de pausa y arranque se disparan y la flecha se lanza a su nuevo blanco.

Ser del otro lado tiene que ver con el cambio, vivir con las decisiones que se han tomado de una u otra forma alguna vez. Vivir a veces bien, a veces mal. Caminar un sendero con códigos a los que uno se va habituando, pero que nunca serán los de uno. Algo debe haber de importante en ese quedarse del otro lado, de lo contrario no tendría sentido el regreso. Quizá tenga que ver con esa sensación sutil que suele surgir durante la estadía: saberse de paso, siempre, y siempre extranjero en cualquier lugar. Parece increíble, pero una vez que se es extranjero, no hay posibilidad de reversión. Queda la esperanza de volver, de llegar y de estar de vez en cuando, como sucedáneo para ese ser que se es, aunque las horas intenten engañarlo a uno con sus sesenta minutos de ubicuo rigor de presente. Y desde ese presente en la distancia, uno aprende a ser muchos, y varios de nosotros logramos ser felices, de a ratos.

Obviamente, uno vuelve a cambiar la hora al llegar al aeropuerto.

Errante

"Tour et Lampadaire", Paris, foto del Biologuero

ERRANTE

Alejandro Luque

Palomas y cuervos. Y por supuesto gente. Pero ningún gato, ni un miserable perro que ladre o que decida hacer de su camino el mío. Las calles y los barrios, no obstante, podrían albergar esos seres ubicuos que suelen pulular en el entorno. O, al menos, que habitaban los lugares en los que viví. Pero no.

Río Cuarto tiene un puente que atraviesa un intento de río que muchas veces es un hilo irónico frente a la sed veraniega de sus habitantes. El puente, al que fotografié en detalle para el asombro de los lugareños, fue ensamblado por un equipo alemán en 1914. Siempre me pregunté por qué nunca lo usaron para filmar esas películas bien americanas de la primera guerra, de la que es un fiel exponente. Macizo y eficiente, como toda la tecnología germánica, flota por encima de ese vacío que debiera ser llenado por el cuarto río de Córdoba. El trayecto tiene unos quinientos metros y sendos pasajes peatonales a los costados. Las arcadas de hierro y el relieve de los bulones se suceden con inercia, inertes. Uno lo atraviesa de noche sabiendo que no se va a caer. Y, sin embargo, esa travesía tiene tanto de aventura que cada parante que define un recoveco es una puerta abierta al universo. Una noche, en uno de esos rincones, encontré un proyecto de gato todo gris y desamparado que me obligó a abrigarlo y ponerle el nombre de Férula, como el personaje de La Casa de los Espíritus.

Mis noches de lujuria al otro lado del río ‘pandito’, regadas de Blenders y de profundas amistades que me llenaban el corazón, me exigían atravesar el puente a diario y muy tarde… Nocturnamente. La tasa de alcoholemia jugaba sus descontroles, pero la solidez del puente acompañaba cada movimiento torpe y desencajado. Un hombre borracho, y con el corazón lleno, pisa mal, huele mal, pero sabe siempre en qué dirección está su norte… siempre diez grados a la derecha y diez a la izquierda. En esas travesías solían acompañarme los cuzcos de la rivera. Verdaderas carcazas vestidas de perros que salían de la oscuridad que reinaba al principio del puente. Ladraban frases pretenciosamente feroces, pero que terminaban siempre con esa tonta aceptación canina frente a la mano que se estira prometiendo una caricia. El acto humano que, más que nada, tenía por objetivo amansar los ladridos que atontaban y revolvían el alcohol en la sangre, provocaba toda una corte de acompañamiento que se diluía casi siempre del otro lado del puente. En ocasiones, un cuzco obstinado seguía más allá mis pasos en ‘ese’ y los monólogos impertérritos que me surgían. Cuando el asfalto se perdía en una estela de polvo, los guardianes caninos y bien alimentados del barrio se despertaban, y el cuzquito osado volvía, solemne y convencido, sobre sus pasos. En el garaje de estudiante donde vivía me esperaba Férula con sus miaus roncos y su pelambre gris presta a la caricia, pero no demasiado. Lo justo. Quizá percibía mi estado de embriaguez o, simplemente, vivía su oficio de gata. La cama solía ser una superficie donde arrojarse cansado para metabolizar el alcohol en menos de seis horas, antes de volver al laboratorio e intentar escribir una tesis.

Por aquellos días y aquellos lares, el asfalto de la ciudad se confundía con los caminos de tierra. No era necesariamente un problema, salvo cuando las precipitaciones iban más allá de las seguras previsiones. Allí y entonces, el asfalto se convertía en pasarelas de agua que desembocaban sobre el alisado. En minutos, este se convertía en verdaderos estanques fangosos poblados de cuanto bicho uno se imagine. Arañas molestas, hormigas haciendo puentes incomprensibles, garrapatas flacas escondiéndose en las cornisas, grillos silenciosos y perturbados colonizando los zaguanes, ratones, por lo común ausentes, atravesando los salones y las cocinas… y moscas embelesadas de tanto terreno pegajoso. Al almacén iba en botas para comprar Raid y espirales contra los mosquitos previsibles. Nunca faltaba una sanguijuela que se incrustaba en el jean o la piel y que había que despegar con asco y tirarla en el inodoro. Allí se arqueaba y se condensaba, justo antes de vaciar el depósito de agua. Y por la noche, ranas. No sólo el coro, sino la visita. Tanta agua por todos lados invitaba a traspasar el bajo de las puertas, a trepar por los vidrios y saltar dentro de la pileta de la cocina. Allí las encontraba por la mañana, perdidas, desesperadas. En un universo equivocado.

En esos momentos, Férula se volvía más salvaje que de costumbre y no comía su alimento. Pasaba la noche fuera del garaje correteando sobre los techos. A unas cuadras, el arroyito se volvía una masa alocada e incontenible de agua que bajaba hacia su destino. Y cruzar el puente de ida o de vuelta cobraba una nueva magnitud. Con todo, los cuzcos no abandonaban jamás sus escondrijos. Las tertulias de discusiones eternas resolviendo el mundo y explicándolo de todas las maneras posibles se sucedían sin considerar el nivel del agua. Las noches eran abiertas y los perros seguían ladrando. Los gatos maullaban sus celos como bebés desesperados. Los zorzales y las urracas pasaban, nidaban y partían.

Hoy, atravesando el Pont Alexandre con una lata de cerveza en la mano, me asombré de la belleza del Grand Palais a la izquierda y de la contundencia barroca del Petit Palais a la derecha. El Sena, masivo y agitado, reflejaba los rayos de un sol tímido sobre su cresta. Había mucha gente sacando fotos y que hablaba idiomas inciertos. Busqué algún perro suelto, algún gato abandonado en un rincón. Sólo encontré hordas de palomas y varios cuervos. Alguien se acercó y me pidió en una lengua universal que le sacara una foto. Clic. Volaron algunas palomas mientras uno de los cuervos miraba con avidez el ocular de la cámara.

Del otro lado del puente recordé, y no pude evitar comparar. Bien que a mi espalda se acostaba el sol sobre la torre Eiffel, mi espectáculo preferido, me di cuenta de que en París no hay perros en las esquinas, ni gatos abandonados. No hay calles de tierra ni la ironía de un río pandito. Sólo palomas y cuervos. Y, por supuesto, gente.

11 de junio de 2006

Eramos tan jóvenes (I) - Las Golondrinas



Tendría unos cinco años, estaba en el jardín de infantes (Pulgarcito). Me acuerdo muy bien que amasaba figuras en plastilina mientras recitaba una poesía, "Las golondrinas". Había un fotógrafo en la sala y las maestras le deben haber pedido que me sacara estas fotos mientras repetía los versos que me había enseñado mi tía Anita. Aún recuerdo la poesía 'uanque no el autor), que transcribo en el post que sigue.

Eramos tan jóvenes (II) - Las Golondrinas



Las Golondrinas
(autor desconocido)

Las golondrinas cruzan los mares

El blanco sendal tendido

Ellas levantan sus nidos

En nuestros dulces hogares.


Ellas dejan sudadas

Las diademas de sus plumas

Rompen con esas brumas

En magníficas bandadas.


Ellas cantan cuando arde

El sol rojo sobre la tierra

Ellas gimen cuando cierra

Sus blancos ojos la tarde.


Ellas al morir la luz

Lloran con eco doliente

Porque besaron la frente

De Jesucristo en la cruz.


Son las aves peregrinas

Que a Dios levantan en vuelo

Las avecitas del cielo

Que se llaman golondrinas.



27 de abril de 2006

Lara



Lara con calor, foto del Biologuero


Lara, Lara... Mi gata que no soporta a otro ser vivo que no sea quien escribe. ¿Será porque es española, o porque la destetamos demasiado temprano? Como sea, Lara es una parte innegable e importante de mi existencia, la fuente de muchas inspiraciones y la posibilidad de observar, y de asombrarme en el acto, de la inteligencia de la vida. Lara ya tiene 10 años.

26 de febrero de 2006

Perras Negras - Foro De Cuentos Y Relatos Breves



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