1 de julio de 2006

La Historia Apócrifa De Chactas

Entierro de Atala, Girodet-Troison (1767-1824)

La historia apócrifa de Chactas
Alejandro Luque


Cuando llegaron al valle con sus pieles blancas que hedían soberbia y prepotencia, no valieron los ataques que organizaron las siete tribus ni, al final, los esfuerzos de nuestros brujos para detener la avanzada del hombre del oeste. Nos diezmaron sin clemencia, se apoderaron de nuestras tierras y de nuestros dioses, y nos acorralaron en los yermos montañosos del sureste. Lejos del espíritu del Gran Río, perdimos fuerza y los dioses terminaron por abandonarnos. Algunos de nuestros ancestros se contentaron con los cactos y las rapaces, y se reunieron en tribus abrasadas por el sol y el hambre. Otros se abandonaron a su suerte, creyendo encontrarla en nuestras antiguas tierras. Lograron dividirnos. Ganaron.

Pero el golpe más brutal de los invasores fue que nos impusieron su dios vengador de tres caras: la que azota con su barba blanca, la que exige una paz obligada en la que el pueblo que la recibe es siempre perdedor, y la del crucificado que pregona la aceptación del fuerte sobre del débil.

Soy Chactas, hijo de Mimbras de la tribu de los Natchez. He perdido todo, nada me queda. Y juro que no será la sangre de los invasores la que llore sobre tu tumba, Atala, cuando el sol se vuelva a poner detrás del monte de encinas. Aquel reducto oculto donde nos prometimos la desnudez que heredamos de nuestro pueblo será un invento, un engaño como el que las nubes inquietas del sur juegan en los meses del sol sobre nuestras cabezas. Tampoco será la vanagloria violenta de los brujos blancos la que te rendirá los homenajes dignos de tu alcurnia, porque tu cuerpo no estará ahí. Aunque así se lo hayas prometido a tu madre que abrazó la cruz y quiso imponértela.

Porque no sabrán que no estás debajo de esa piedra que sostiene al crucificado y en la que pintaron un nombre que no es el tuyo. Pero si sospecharan, no te encontrarán, lo sé. Chactas te promete que ninguna luna pintará la sombra de los leños en cruz sobre tu morada. Sé que no podré evitar que el gusano de la muerte te desmigue, pero cumpliré con el pacto de nuestra estirpe. Caminaré orgulloso el resto del camino que me queda por recorrer, Atala. Y no temas, no me perseguirán como a una bestia de caza, porque no seré culpable de otra cosa que de esconder mi corazón sometido al látigo de tu abandono inexorable. No lloraré como lo hago ahora.

Oculto un mechón de mis cabellos en tu mano, los cabellos que amabas y recorrías con tus dedos como buscando el fondo del río. Lo enrollo en tu mano que aún lleva esos leños en cruz que nos separaron sólo por un instante. El único bien que poseo es el aro de mis ancestros. Me lo arranco para sangrarte en silencio y reemplazar con él la cruz. Aubry, ese viejo cómplice que me arrebata la delicadeza de tus pies tan iguales a los míos, me reprende y me dice: “Un esclavo de la iglesia no llora”. Te entregamos a la tierra en esta cueva, Atala. Te devolvemos a nuestros dioses derrotados que te guiarán en el viaje.

Mentiremos, Atala, porque nos enseñaron a hacerlo. Mentiremos para rebelarnos contra ese dios mezquino que masacró nuestros dioses y nos confundió. Mentiremos, y los invasores nos creerán, mi amor… Ellos siempre creen.

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