1 de julio de 2006

Errante

"Tour et Lampadaire", Paris, foto del Biologuero

ERRANTE

Alejandro Luque

Palomas y cuervos. Y por supuesto gente. Pero ningún gato, ni un miserable perro que ladre o que decida hacer de su camino el mío. Las calles y los barrios, no obstante, podrían albergar esos seres ubicuos que suelen pulular en el entorno. O, al menos, que habitaban los lugares en los que viví. Pero no.

Río Cuarto tiene un puente que atraviesa un intento de río que muchas veces es un hilo irónico frente a la sed veraniega de sus habitantes. El puente, al que fotografié en detalle para el asombro de los lugareños, fue ensamblado por un equipo alemán en 1914. Siempre me pregunté por qué nunca lo usaron para filmar esas películas bien americanas de la primera guerra, de la que es un fiel exponente. Macizo y eficiente, como toda la tecnología germánica, flota por encima de ese vacío que debiera ser llenado por el cuarto río de Córdoba. El trayecto tiene unos quinientos metros y sendos pasajes peatonales a los costados. Las arcadas de hierro y el relieve de los bulones se suceden con inercia, inertes. Uno lo atraviesa de noche sabiendo que no se va a caer. Y, sin embargo, esa travesía tiene tanto de aventura que cada parante que define un recoveco es una puerta abierta al universo. Una noche, en uno de esos rincones, encontré un proyecto de gato todo gris y desamparado que me obligó a abrigarlo y ponerle el nombre de Férula, como el personaje de La Casa de los Espíritus.

Mis noches de lujuria al otro lado del río ‘pandito’, regadas de Blenders y de profundas amistades que me llenaban el corazón, me exigían atravesar el puente a diario y muy tarde… Nocturnamente. La tasa de alcoholemia jugaba sus descontroles, pero la solidez del puente acompañaba cada movimiento torpe y desencajado. Un hombre borracho, y con el corazón lleno, pisa mal, huele mal, pero sabe siempre en qué dirección está su norte… siempre diez grados a la derecha y diez a la izquierda. En esas travesías solían acompañarme los cuzcos de la rivera. Verdaderas carcazas vestidas de perros que salían de la oscuridad que reinaba al principio del puente. Ladraban frases pretenciosamente feroces, pero que terminaban siempre con esa tonta aceptación canina frente a la mano que se estira prometiendo una caricia. El acto humano que, más que nada, tenía por objetivo amansar los ladridos que atontaban y revolvían el alcohol en la sangre, provocaba toda una corte de acompañamiento que se diluía casi siempre del otro lado del puente. En ocasiones, un cuzco obstinado seguía más allá mis pasos en ‘ese’ y los monólogos impertérritos que me surgían. Cuando el asfalto se perdía en una estela de polvo, los guardianes caninos y bien alimentados del barrio se despertaban, y el cuzquito osado volvía, solemne y convencido, sobre sus pasos. En el garaje de estudiante donde vivía me esperaba Férula con sus miaus roncos y su pelambre gris presta a la caricia, pero no demasiado. Lo justo. Quizá percibía mi estado de embriaguez o, simplemente, vivía su oficio de gata. La cama solía ser una superficie donde arrojarse cansado para metabolizar el alcohol en menos de seis horas, antes de volver al laboratorio e intentar escribir una tesis.

Por aquellos días y aquellos lares, el asfalto de la ciudad se confundía con los caminos de tierra. No era necesariamente un problema, salvo cuando las precipitaciones iban más allá de las seguras previsiones. Allí y entonces, el asfalto se convertía en pasarelas de agua que desembocaban sobre el alisado. En minutos, este se convertía en verdaderos estanques fangosos poblados de cuanto bicho uno se imagine. Arañas molestas, hormigas haciendo puentes incomprensibles, garrapatas flacas escondiéndose en las cornisas, grillos silenciosos y perturbados colonizando los zaguanes, ratones, por lo común ausentes, atravesando los salones y las cocinas… y moscas embelesadas de tanto terreno pegajoso. Al almacén iba en botas para comprar Raid y espirales contra los mosquitos previsibles. Nunca faltaba una sanguijuela que se incrustaba en el jean o la piel y que había que despegar con asco y tirarla en el inodoro. Allí se arqueaba y se condensaba, justo antes de vaciar el depósito de agua. Y por la noche, ranas. No sólo el coro, sino la visita. Tanta agua por todos lados invitaba a traspasar el bajo de las puertas, a trepar por los vidrios y saltar dentro de la pileta de la cocina. Allí las encontraba por la mañana, perdidas, desesperadas. En un universo equivocado.

En esos momentos, Férula se volvía más salvaje que de costumbre y no comía su alimento. Pasaba la noche fuera del garaje correteando sobre los techos. A unas cuadras, el arroyito se volvía una masa alocada e incontenible de agua que bajaba hacia su destino. Y cruzar el puente de ida o de vuelta cobraba una nueva magnitud. Con todo, los cuzcos no abandonaban jamás sus escondrijos. Las tertulias de discusiones eternas resolviendo el mundo y explicándolo de todas las maneras posibles se sucedían sin considerar el nivel del agua. Las noches eran abiertas y los perros seguían ladrando. Los gatos maullaban sus celos como bebés desesperados. Los zorzales y las urracas pasaban, nidaban y partían.

Hoy, atravesando el Pont Alexandre con una lata de cerveza en la mano, me asombré de la belleza del Grand Palais a la izquierda y de la contundencia barroca del Petit Palais a la derecha. El Sena, masivo y agitado, reflejaba los rayos de un sol tímido sobre su cresta. Había mucha gente sacando fotos y que hablaba idiomas inciertos. Busqué algún perro suelto, algún gato abandonado en un rincón. Sólo encontré hordas de palomas y varios cuervos. Alguien se acercó y me pidió en una lengua universal que le sacara una foto. Clic. Volaron algunas palomas mientras uno de los cuervos miraba con avidez el ocular de la cámara.

Del otro lado del puente recordé, y no pude evitar comparar. Bien que a mi espalda se acostaba el sol sobre la torre Eiffel, mi espectáculo preferido, me di cuenta de que en París no hay perros en las esquinas, ni gatos abandonados. No hay calles de tierra ni la ironía de un río pandito. Sólo palomas y cuervos. Y, por supuesto, gente.

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