16 de diciembre de 2009

La Espera



Imagen encontrada en este blog

La espera
ADL

Siete de la tarde. En una hora llega y yo todavía estoy en veremos. ¡Vamos, activate! Desempolvo de su rincón la vieja aspiradora y rasqueteo ─sí, así está de vieja y abandonada, como yo─ el departamento en menos de diez minutos. Demasiado tiempo, teniendo en cuenta sus extenuantes veintidós metros cuadrados. Reencarcelo al aparato en su confín y me pongo a recoger todos los objetos fuera de lugar. Publicidades mezcladas con facturas, diarios viejos que ni siquiera leí, los crucigramas, calzoncillos y remeras que quedaron misteriosamente abandonados sobre el sillón, colgados de las sillas y arrugados al pie del colchón. Y sí: no tengo cama sino un colchón sobre el piso de la habitación. Siete y veintitrés. Me pego una ducha reparadora. Tengo que acordarme de comprar shampoo y papel higiénico para el baño. Me visto en un santiamén con mi caballo de batalla: pantalón beige, camisa de algodón azulada y mis mocasines con suela térmica. Ocho menos diez. Mientras confirmo si todo está bien, siento la aspereza de mi barba. Frente al espejo del baño desaparece en menos de tres minutos. Enjuago la pileta, acomodo el jabón de mano en su lugar y pliego la toalla con delicadeza. Un pshh de perfume y ya está. Huelo el aire confinado de la sala y decido encender un sahumerio. Estiro el mantel de la mesa y acomodo las sillas. Cuatro minutos para las ocho. ¡El café! Casi me olvido. Corro a mi cocinita, saco el filtro con el café viejo, repongo, agrego agua y lanzo el ciclo. Sin detenerme a disfrutar del aroma poso sobre los individuales de rafia azulada dos tazas de la única porcelana que poseo. Me miro una vez más en el espejo, y me siento a esperar. Ocho y siete minutos, suena el timbre. Me siento excitado y contento por la reporchable puntualidad. Verifico a través del ojillo y abro entonces la puerta sonriente. 

¿Señor Martínez? Walter Gambaldi, de Seguros La Esmeralda, hablamos por teléfono ayer. Mil disculpas por el retraso, pero el tráfico está terrible.


13 de octubre de 2009

Al Ras Del Suelo



Al ras del suelo
Alejandro Luque

Dejame a mí –creo entender de tu susurro. Y digo creo porque, al mismo tiempo que me hacés vibrar el tímpano, me sobás, casi que me mordés el lóbulo de la oreja. Estábamos en el cielo mientras éramos vos y yo hasta que devine la posibilidad de ese abismo en frente de mí.

Trigésimo noveno piso y tus dedos dentro de mi boca. Te apoderás de mis brazos como si fueras dueña y señora. Los alejás de mi torso y los amontonás –sí, lo siento así– por encima de mi cabeza. Por eso tengo tus pezones que me rebotan sobre los labios.

Vigésima séptima planta, y tu lengua que me recorre desde la punta de la nariz hasta esa oquedad ridícula del ombligo. Te detenés por unos segundos, quizá entre el piso veintidós y el veintitrés, y me lamés en línea horizontal, te enredas entre los primeros indicios del pubis, y tus manos comienzan a buscar, a tantear el terreno oscuro y desquiciado que se debe colonizar. Pero me pregunto si sabés lo que pienso sobre el colonialismo.

Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

7 de octubre de 2009

Aire De Sonata


Separation II. Edvard Munch

Aire de sonata
Alejandro Luque

Presto agitato
Con nuestras membranas exhaustas de tanto reabsorbernos, comenzamos a remar el cauce de un mar silencioso y agitato. Pianissimo, como se suele hacer en ese tempo marcato y a contrapunto del primer encuentro, simulamos un sueño largo ma non troppo. Pero ambos sabíamos, espalda contra espalda, que era una nueva coda, simplemente el da capo para la próxima noche en la que estuviéramos juntos. Oí tu respiración perdiéndose ad libitum mientras sentía mi sueño desplegarse in crescendo e cuasi non legato.

Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

27 de septiembre de 2009

La Razón Del Aire



Hombre de Traje Negro III, pintura de Fabián Pérez


La razón del aire
Alejandro Luque

─¿Está listo, Don Fermín?
─Sí, yo estoy listo, ¿y usted?
─Eh... grabando…

Recuerdo como si fuera hoy que detrás de la higuera, debajo del mamarracho de hojas secas que mi mujer arrinconaba hasta formar una parva impenetrable, encontré la verdad. Fue una mañana en sepia de septiembre, como todas las mañanas que aún corretean los resquicios de mi mente.

Usted pensará, con todo derecho, que un viejo moribundo con un reprochable pasado judicial sólo vive para contar historias. No se equivocaría ya que por más que mi cuerpo se esté apagando y se termine llevando con él todos los secretos de alguna lejana voluptuosidad, mi mente aún conserva intacta toda su luz. Esa que usted espera que ilumine sus certezas y sus dudas, la confesión póstuma que cerrará un caso sin resolver luego de cincuenta años de una oscuridad que a los demás podrá empañarle la vista, pero a mí no.

─Vayamos por partes…
─Si realmente quiere saber, no me vuelva a interrumpir. Una historia debe escucharse en completo silencio para que las preguntas que surjan luego encuentren solas las buenas respuestas. 
─¡Oquéi, oquéi!… No interrumpo y escucho.

Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

23 de agosto de 2009

Perspectiva


Untitled, foto de Gottfried Helnwien

Perspectiva

Alejandro Luque

Volver es posible, aunque la exactitud de los aparatos guarde todavía la elegancia y la sobriedad del error caprichoso: año más, año menos. Después de todo, el tiempo nunca dejará de ser ese enemigo imaginario que nos controla la vida. Volver y reafirmar lo que sucedió en algún momento del pasado, hoy, es tan real como la ilusión que uno pudo tener de chico de que las líneas paralelas se cruzaban en algún punto.


¿Seis? ¿Siete? Carezco de los elementos tópicos para definir con certeza cuántos años tengo ahora que he vuelto. Sin haber perdido la conciencia de la cuarentena, tampoco puedo dominar como a un títere a ese que soy más de tres décadas hacia atrás en el tiempo. De hecho, el objetivo es justamente lo contrario. Volverme la criatura de aquel entonces para asegurarme luego de que todo se perpetrará.

Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

21 de agosto de 2009

Afuera


Afuera
Alejandro Luque


El beso rápido y superficial como los de las viejas publicidades nos alcanza cuando uno de los dos cierra la puerta del placard luego de haber colgado por enésima vez las trazas estereotipadas del engaño. “¡Hola!”, decimos al unísono, desembarazándonos de las manchas que pesan en el seno de una intimidad igual de forzada que civilizada. Desde la consecuencia de eventos automáticos que se establecen estratégicamente para durar, el otro va a la cocina a tomar un sorbo de agua mineral que diluya la saliva del tercero. El primero aprovechará para entrar en la habitación y mudarse de las escamas que crecen cuando se repta sobre otras sábanas. Atestiguamos como zombis, una vez más, la resistencia al cambio. Rondamos nuestra relación como dos fantasmas que se aferran a su propia muerte a toda costa; y acompañándonos nos desencontramos en justificaciones mutuas.

El amor había partido una tarde de nuestro otoño perenne por la misma puerta insulsa que usábamos para escaparnos por la mañana del mundo de la cohabitación condescendiente. En aquel momento uno de los dos habrá preguntado por protocolo “¿Qué tal el trabajo?” para que el otro respondiera por primera vez con el monosílabo de rigor mientras buscaba el control remoto del chupete electrónico. Luego el horno a microondas habrá oficiado de cocinero en aquel mundo de tiempos falsos y demasiado exhaustos; la mesa, de la excusa plana y sin relieves; y la habitación, de cofre que guarda ansiolíticos y forros, que cobija el sexo por decoro y calendario y que fermenta oscuridades.

Así comenzamos a volver puntualmente a la morada para castigarnos minuciosamente por nuestras infidelidades implícitas. Uno de los dos retiraba los platos y los cubiertos, el otro los lavaba, y cuatro manos enajenadas y desemparejadas secaban y ordenaban. Quedaba el zapping sobre el sillón Stark que nos abrazaba con el diseño obstinado de sus mil seiscientos dólares en veinticuatro cuotas. Luego el rito de acostarnos, de refregarnos el uno contra el otro y de volver a firmar el contrato, “Te amo”, “Yo también”, “Ponete el látex”, “Ya está”. Finalmente quedaba fingir la unión y la constelación: desposeer y alejarse. “¿Acabaste?”, “No, abrite más, que así no puedo”, “¿Así?”, “Sí”. Sentir sobre la piel y las entrañas, sobre las dos pieles y las dos entrañas, el silencioso rechazo acordado a dúo.

Ahora, el primero que ponga los pies en el suelo frío tendrá derecho a ducharse antes y a dormirse sin necesidad de preguntar o de responder. El segundo ganará acceso directo a la heladera y podrá capturar algo dulce; luego usurpará la sala y el home theater para brindarse un buen vaciamiento profiláctico de la conciencia; y por último tendrá vía libre para declamar en lenguaje de texto las diferencias ineluctables.

Todo seguirá así, hasta llegar a ese momento en el que los fantasmas se cansarán de los ectoplasmas del amor y se materializarán en entes mudables que parten. Mientras tanto, sólo nos queda saborear el encuentro con los espectros que nos esperan al otro lado de la puerta indefectiblemente insulsa.

16 de agosto de 2009

El Exorcismo De Agnès


Chamán shipibo-conibo, foto del blog Mauvais Esprit

El
exorcismo de Agnès
Alejandro Luque

El joven, de unos veinte años, yacía postrado e inconsciente en una hamaca que colgaba de dos arbustos a la derecha, según se entraba al albergue del chamán. Como cada choza de la tribu de shipibos, la del sanador consistía en una pared continua y circular de adobe cubierta por haces de hojas secas y con una abertura que daba al norte, en dirección del río sagrado. La única diferencia con las otras era su posición central en la aldea. La oscuridad de la noche paría batallones implacables de insectos alados que si no se estrellaban aturdidos contra quien estuviera fuera de su mosquitero terminaban achicharrados en las lenguas de fuego que escupían las fogatas. La humedad que exudaba el río Ucayali era insoportable. Combatiendo a cuatro manos esas penumbras infestadas, Agnès se acercó una vez más hasta el muchacho. Enjugó el sudor de su frente, constató la inflamación de los ganglios sublinguales y le tomó el pulso. Le costó encontrarlo. La piel del joven seguía ardiendo, su respiración estaba agitada y entrecortada; y el cuerpo cubierto de ramas, de hojas y de restos secos de mejunjes que olían fuerte, parecía un saco de arena olvidado. Calculó que si la fiebre no descendía antes de la mañana, el joven terminaría como un vegetal que serviría para el festín de todas las alimañas del lugar. Volvió a la tienda de campaña y comenzó a escribir unas líneas en su cuaderno de notas.

El brujo se sirve de una mezcla de hojas y flores secas que cuece durante horas en agua proveniente de lugares específicos y soleados del río. Filtra el cocido y prepara una pasta que luego usa para untar el pecho del enfermo. Confirmo que no es ayahuasca, ya que los ramos colgados a la entrada de la choza me indican que se trata, fundamentalmente, de tres especies vegetales: Eucalyptus botroyoides, Anadenathera peregrina y Datura toe. Como ya he informado, esta tribu hace barrera a las infecciones pulmonares con las esencias del eucalipto rojo. No cabe duda de que las flores narcóticas del “floriopondio” (la Datura) sirven para calmar al enfermo. En cuanto a la función del “yopo” (la segunda especie), tengo mis dudas. Sobre este árbol -raro en la región- valdría la pena centrar algún estudio adicional.

Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

15 de agosto de 2009

Piel Simple


Fotomontaje del biologuero

Piel simple
Alejandro Luque


Harto de tanto desencuentro individualista en mis relaciones urbanas, me pagué un pack de fin de semana all inclusive a Marruecos. Oferta razonable para la época del año, agente de viajes recomendado por serio, hotel discreto en la vieja medina del norte –o sea lejos del centro insoportablemente turístico con spa personalizado en la habitación. Las fotos de la publicidad podían mentir, pero ya sentía que mi cuerpo disfrutaba el reposo sobre la cama morisca justo debajo de una ventana en ojiva con vista a un patio interior. Pago en línea, billete electrónico, y la valija de rigor con dos cambios de ropa de verano, un libro y mis notas. La ciudad me regurgitó la noche del jueves y desapareció de mi existencia. 

Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

13 de agosto de 2009

Dorita Ojos De Hambre


Manifestación (1934) - Antonio Berni

Dorita ojos de hambre

Alejandro Luque


Aquella mañana se respiraba una mezcla extraña de tensión y determinación en el aire. Doña Idelma iba y venía chancleteando por el patio, un mate con poca yerba en la mano y el “porca miseria” que portaba en los labios y ofrecía cada dos frases que intercambiaba con los inquilinos.
–¿É usté, don Anyelo, anque lei v’andare? – me preguntó con los ojos casi desorbitados y la mano extendida, sin avanzar un centímetro más allá del vano de la puerta de mi habitación.
–Sí, doña Idelma –respondí mientras me levantaba del camastro para aceptar el mate. Y cuantos más seamos los que gritemos nuestra miseria, mejor –agregué.
–¡Porca miseria, mío filio! É molto pelicoroso perque la polítcia di capi vano lei rompere la testa –sentenció casi con lágrimas en los ojos.
–¿Para qué le sirve la cabeza al que se está muriendo de hambre, doña Idelma? –repliqué devolviendo el mate. ¡Gracias!
–¡San Yenaro benedeto! ¡Guardate a loro, porca miseria! –rogaba al aire mientras volvía a atravesar el patio con los ojos llenos de lágrimas.

Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

Realmente Podrido


Realmente podrido
elale


La sensación es casi siempre la misma: la inseguridad de la realidad que, al cabo de un rato, se vuelve contundente. Las imágenes se repiten con su parsimonia elocuente, y la angustia late esa fibrilación que me hace estar casi sin ser, justo al principio. ¿Hace falta decir que la mano sale por entre el abrigo de las sábanas para apagar el despertador antes de que emita su puteada insoportable? ¿No es evidente para todos, o casi todos, que lavarse los dientes y tirarse agua en la cara para diluir las lagañas, sean actos automáticos que la memoria puede recrear como realidades? ¿No es eso, la conciencia de estar “procediendo como siempre”, lo que nos asegura de que estamos vivos? Después de todo, si uno vive en el mismo techo que otra persona, la simple falta de rutina es la señal de alerta. Uno no corre el riesgo, en esos casos, de ser encontrado duro y lleno de moscas porque un vecino avisara a los bomberos por el olor in-so-por-table.

Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

¿Por Qué, María?




María terminó por desbordar los meandros de su cordura para navidad. Comenzó por rehuir del agua y a dormir acurrucada en un rincón de su habitación. Al escuchar el barullo de aquel año nuevo salió a la calle con un viejo rifle y se puso a amenazar a los paseantes. “¿Por qué?”, inquiría sin dejar de apuntar vacíos hacinados de probabilidades. El arma, de tan arrumbada, se había olvidado de cómo disparar. Así los vecinos le perdieron miedo y se acostumbraron a esquivarla. Y desde aquellas fiestas, cada Nochebuena María salía de su casa descalza, en camisón y armada de su escopeta oxidada. Vagaba por Santa Polola preguntando, “¿Por qué?”. Nadie nunca le respondía; no fuera a ser que se tratara de una aparición.

8 de agosto de 2009

La Leyenda Del Viento


Foto encontrada en la red

La leyenda del Viento

Alejandro Luque


Phebeas O'Reilly no tenía pata de palo, ni parche en el ojo, ni garfio por mano. Sin embargo, poseía un curioso papagayo originario de las islas Maldivas, cuyo mar circundante fue uno de los primeros que este bucanero surcó en sus mocedades. Como el ave no hablaba, nunca tuvo un nombre, pero los tripulantes de la flota lo llamaban el “húo de Neptuno”. Justo antes de las tormentas, el ave solía exaltarse y proferir incansablemente el extraño graznido de ¡huuúoóooh, huuúoóooh! Hay quienes aseguraron que el papagayo era la mano derecha del demonio, y que el mismo demonio no era otro que O’Reilly.

Según se cita en “Las Crónicas Marítimas del Sur”, Phebeas fue un despiadado y solitario lobo de mar que vestía de negro y blanco. En varios partes de la Armada Real de Hyspania, se mencionan los atracos sangrientos de un bucanero del norte apodado “el Orca”. Sir Barnes Baring, en su magnífico “Archivos de la Piratería en los Mares del Imperio”, asocia de manera indiscutible a la persona de Phebeas O’Reilly con el misterioso “el Orca”: …como asediaba los mares con su flota de tres navíos inseparables –el Viento, el Este y el Quizá- lo apodaban “el Orca”. (…) Constan en los registros de la prisión de la isla Victoria las confesiones detalladas del tránsfuga contramaestre del Este que confirman esta aseveración.

El Orca conformó la que habría de ser su flota implacable luego de obtener un importante botín de oro que transportaba un navío de la corona portuguesa. Según confirma un parte de la corte marítima de Portugal, el navío a mando de O’Reilly cañoneó y averió definitivamente la fragata de su Real Majestad a la altura de Cabo Verde. Luego del abordaje, el pirata incautó todas las posesiones en metal, como también el negrerío [sic] de esclavos que se transportaba con destino al mercado de Lisboa. (…) La insignia, propiedad de su Majestad, fue hundida. Hasta ese momento, la actividad de Phebeas no comprometía los intereses de la otra corona, la británica. Por lo que es de comprender la ausencia de registros en los primeros tiempos de la vida de este pirata.

Todo hace pensar que el Orca y su escuadra fueron los responsables del hundimiento de “La Gracia”, una insignia británica que transportaba oro y esclavos de las Américas, y la hija del Cónsul Británico en Monterrey. La joven, Margaret Philips, prometida a un noble londinense fue dada por muerta a falta de pedido de una recompensa. Pero el contramaestre del Este ha dejado testimonio de su cautividad en el Viento ya que el capitán del navío solía atravesar su cubierta con ella cuando la mar no estaba brava. Sin dudas, la mujer se convirtió en un sostén para O’Reilly: …preparados para abordar el navío español, la Señora convenció al capitán de hundirlo sin tomar posesión del metal.

No resulta comprensible aún el sentido de los movimientos del Orca y sus navíos. Hay quienes afirman que las rebeliones en las islas de Australia tienen que ver con la llegada de la flota de O’Reilly a esos mares, pero al mismo tiempo se cita la presencia del pirata en las inmediaciones de Samoa y abordajes poco creíbles en las regiones marítimas de Papúa y Seychelles. Pero algo inesperado debió de acontecer al norte de las islas Comores, ya que en esa época la actividad de Phebeas y su flota se vuelven caóticas.

Hay testimonios que afirman -entre ellos, los del contramaestre del Este- que el asalto a un bergantín con el nombre de “La Argentina” hirió mortal e inopinadamente al Viento, y que en aquel asalto Margaret perdió la vida. Otras fuentes hablan de la decadencia de O’Reilly, enceguecido por aumentar sus cuantiosos tesoros. Como sea, el Orca emprendió retirada y se refugió en el puerto natural de Anjouan. Parece ser que es allí donde enterró gran parte de su tesoro y el cuerpo de Margaret. El contramaestre del Este dice: … El Orca se volvió lánguido y extremadamente iracundo. (…) Lo obsesionaban los brujos locales y sus visiones. Jamás se separaba del “Húo de Neptuno” y solía increparnos violentamente para terminar de reparar al Viento. (…) Nunca volvió a hablar de la Dama, pero todos sabíamos que el golpe había sido certero en el alma de nuestro capitán. (…) En el último consejo de guerra, condenó a pasar debajo de la quilla del Quizá a siete tripulantes. (…) Solo y descontrolado, el Orca nos exigía, a cambio de tesoros imaginarios, seguirlo ciegamente.

Cuenta una leyenda que el Orca contrajo por aquella época la fiebre del sueño y estuvo al borde de la muerte. Cuando se despertó, comunicó a su equipaje que había visto una ciudad de cristal y plata con altísimas cumbres al otro lado del océano. Sabía que se trataba de un viaje largo y que lo único que sabía hacer era apoderarse de los tesoros que acaparaban los otros. Así el comandante del Viento comenzó su legendaria travesía. El primer navío de su flota en amotinarse fue el Este. Quizá lo siguió, y entre ambos rescataron los tripulantes del Viento.

El Orca y su papagayo se perdieron definitivamente cerca de las Azores. Los marinos supersticiosos aún temen encontrarse con el Viento cuando, a cada tormenta, escuchan filtrarse por las escotillas el fantasmal ¡huuúoóooh, huuúoóooh! premonitorio.

Pasión De Malevos

Pasión de malevos
Alejandro Luque


Todos en Santa Polola estábamos pendientes de los encuentros entre el Chulo y el Tajo. Manifiestamente se odiaban y parecía claro que no había lugar para los dos en el pueblo. Quien más, quien menos vaticinaba un final de sangre. Cada uno por su lado se pavoneaba con las putas del caserío y bastaba que se cruzasen sobre la misma vereda para que los facones encandilaran las vista de los paseantes y los ponchos flamearan en el aire. Como dos gallos se medían y amagaban el ataque, pero casi siempre se contenían. Así, cada pareja seguía su viaje dejando a sus espaldas una tensión que se podía palpar.

Una noche de luna tramposa los encontró a ambos en el bar del turco Sulimán. Recuerdo que el Chulo estaba en la barra tomando una caña cuando escuchó el grito camorrero del Tajo que se le venía al humo por la espalda. En un segundo se trenzaron. Sulimán se agarró la cabeza mientras los malevos rompían mesas, copas y botellas al rodar por el piso como dos sanguijuelas con fuego en la piel. Aquella vez el Chulo le marcó el brazo al Tajo y éste logró ensartarle la hoja en la oreja al otro. Cuando vi que Sulimán sacó su bufoso salí corriendo y me escondí en la suite al costado de la barra. En segundos el bollo de malevos entró catapultado a la habitación. No se percataron de mi presencia mientras seguían su baile de niños envueltos sobre el piso del bulo. La puerta se había cerrado y atrancado durante la pelea; por detrás se escuchaban las puteadas del turco. Aún rodaban su abrazo cuando los quejidos se transformaron en risotadas. El facón dispuesto en la mano del Tajo casi me encegueció con el reflejo de la luna espía. Se había montado sobre el tronco del Chulo y lo inmovilizaba con sus piernas. Pero no fue el filo del arma blanca el que se descargó sobre el cuerpo apresado.

El beso fue profundo como la noche y sin afrenta. Cuando el turco logró derribar la puerta, el Tajo salió volando por la ventana, y la sonrisa del Chulo, que lo siguió en la carrera, se le congeló en la cara al descubrirme agazapado en el rincón.

No los volvimos a ver aunque las malas lenguas nunca dejaron de murmurar que los dos malevos seguían jugando su pasión inconfesable al otro lado de la sierra.

Diferenciación Terciaria



Diferenciación terciaria

Alejandro Luque


Por mucho que la mujer que más amaba en el planeta intentaba consolarlo, Walter se hundía en una depresión sin salida. En menos de un mes su pene había perdido casi dos centímetros en reposo, y más de seis durante las cada vez más raras erecciones. El urólogo, la oncóloga y el fisioterapeuta intranquilizaban aún más con sus gestos inocultablemente azorados; proponían incomprensibles tratamientos hormonales y el implante quirúrgico como última alternativa. Cuando decidieron ir a ver al curandero de Sierra de la Ventana, los testículos de Walter ya se habían reabsorbido casi completamente al punto de que la bolsa escrotal, replegada en dos como un capullo, recubría una excrecencia del tamaño de una perla. El curandero ahumó la habitación y preparó una mezcla de hierbas que olía muy mal. Su mujer fue quien las recogió como a su marido para llevarlo de regreso al coche.

Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

No Ver Los Pies


No ver los pies
Alejandro luque

La primera vez, no levantó los ojos por convicción sino por instinto. Allí estaban Casiopea y la cabeza de la Hidra brillando con indiferencia inmutable. Así sintió Adèle la confirmación de su insignificancia en el mundo, de la insignificancia de todo el mundo por debajo de las estrellas.

Dos lunas antes, una mujer muy joven había llegado hasta ella con su hijo, de unos tres años, morado y con los miembros sacudiéndose de forma alocada. Adèle lo tomó en sus brazos y corrió al estanque. Una luna llena se asomaba por encima del bosque, y la tarde de un cielo de verano consumía los últimos rayos de sol que rebotan en la piel del agua. La “curadora” clamaría después que, al sumergirla, la criatura había escupido un espíritu en forma de nube. Volvió con el niño que recobraba sus colores humanos y le dio de beber la pócima a base de mandrágora y tomillo que siempre tenía preparada. Era la fuente de todas sus curaciones. Ofreció a la madre una bolsa de lienzo repleta de hierbas y las indicaciones precisas de cómo hacer la infusión y cuándo administrarla. La mujer recuperó a su vástago y partió sin decir una palabra.

Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

Rosa De Los Vientos



Rosa de los vientos
Alejandro Luque


Él se había acostumbrado a la improbabilidad del amor. Ignorando vestirse, se metió dentro de un traje azul y negó su imagen en el espejo. Partió al casino, olvidándose la esperanza en algún rincón sombrío.

Ella apostaba al amor en las probabilidades de todos los juegos. Sus manos eran como su perfil: diseños magníficos. Los ofrecía a quien supiera valorarlos, mientras que sus dedos hacían con las fichas ademanes deliciosos sobre el paño verde musgo.


Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

6 de agosto de 2009

Hiroshima Y Nagasaki

El hongo atómico sobre Nagasaki
Hiroshima y Nagasaki
AL
La mañana del 6 de agosto de 1945 estaba despejada. El cielo abierto por encima de Hiroshima dejaba prever ataques aéreos, por lo que una parte de la población ya había sido movilizada hacia el norte luego del ultimátum de Postdam (en la pluma y voz de Truman, que el imperio Nipón decidió ignorar). Una parte. Pero a Hiroshima también llegaban refugiados de otras regiones y el vital aprovisionamiento.

La estimación oficial del número de personas presentes aquella mañana en la ciudad y las islas del delta del Ota varía según las fuentes: de 150.000 a más de 250.000. Un B-29, el Enola Gay, largó el arma de destrucción masiva con corazón de uranio sobre el centro de la ciudad a las 8 y cuarto de la mañana. El aparato explotó a menos de 600 metros del suelo, justo por encima del hospital Shima. “Una enorme burbuja de gas incandescente de más de 400 metros de diámetro se formó en unos segundos, emitiendo una poderosa irradiación térmica.

Debajo del hipocentro, la temperatura de las superficies expuestas a esa radiación alcanzó valores cercanos a los 4000 °C. Hubo incendios que se iniciaron incluso a varios kilómetros del epicentro. Las personas expuestas a este rayo ignominioso se quemaron. Aquellas protegidas al interior o por los edificios fueron aniquiladas o heridas debido a las proyecciones que trajo la poderosa onda de choque unos segundos después. Vientos de 300 a 800 km/h devastaron las calles y las casas.

El largo calvario de los sobrevivientes recién comenzaba cuando el hongo atómico, que aspiraba el polvo y los escombros, todavía continuaba con su ascensión de varios kilómetros. “Un enorme incendio generalizado se dispersó rápidamente con picos extremos de temperatura en varios lugares. Si la explosión no tocó algunas zonas, éstas tuvieron que afrontar segundos después el diluvio de fuego causado por los movimientos intensos de las masas de aire perturbadas.

Al observar los efectos de la explosión el copiloto del Enola Gay, Bob Lewis, pronunció la famosa frase que quedó registrada en el archivo de vuelo: “¡Dios mío! ¿Qué hemos hecho? Aunque viviera cien años quedarán en mi espíritu por siempre estos pocos minutos”.

El número real de muertos aquella mañana nunca se conocerá. Las cifras cambian según quien las emite. Así se calcularon, en el momento, de 70.000 a 80.000 muertos por la explosión, la onda de choque y la tormenta de fuego, y un número equivalente de heridos. Pero análisis más recientes confirman cifras que duplican las anteriores.

Un segundo ultimátum fue emitido por los norteamericanos el 8 de agosto, que fue igualmente ignorado por Hiroito, especulando con la ayuda de las fuerzas rusas que nunca llegaría. A las 11 horas y 49 minutos de la mañana del 9 de agosto de 1945, otro B-29, el Bockscar, dejaba caer sobre Nagasaki, uno de los puertos más importantes al sur de Japón, la segunda arma de destrucción masiva con corazón de plutonio y un poder devastador superior a la anterior. 

La bomba atómica explotó a menos de 500 metros del suelo, y el hongo de la deflagración se elevó a una altura de 18 kilómetros. Una vez más, el número de víctimas es aún oficialmente incierto aunque las cifras del momento se evaluaron en 35.000 muertos y un número equivalente de heridos. Análisis más recientes calculan que los decesos en Nagasaki sobrepasaron la cifra de 60.000.

Entre los sobrevivientes a las dos explosiones se han identificado y registrado más de 300 tipos de cáncer, y más de doscientos de leucemia que, indudablemente, habrán aumentado el número final de muertos luego de los atraques.

Los ataques nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki son, hasta hoy, los únicos llevados a cabo con fines bélicos sobre poblaciones civiles.

Algunas fuentes: 
-Schull W. The somatic effects of exposure to atomic radiation: The Japanese experience, 1947–1997. PNAS, 1998. 95(10): 5437–5441.

3 de agosto de 2009

presa


Foto de este lugar

presa

Alejandro Luque

frío blanco cueva negro silencio
hambre fatiga sueño vigilia miedo
brasa aullido eco
silencio silencio


Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

El Error

Tumba de la familia Raspail - Père-Lachaise, París

El Error
ADL

Se despertaba por instinto antes de las Laudes y miraba el reloj. Con delicadeza retiraba la sábana que cubría su cuerpo con ese gesto conocido que repetía cada noche, cinco minutos antes de las tres. Entonces sus pies desnudos tocaban la laja gris de la celda. En invierno, la planta de los pies comunicaba el dolor lacerante del frío al hueso. En esos momentos sor Sixta levantaba la mirada y agradecía al Cristo sobre la cabecera de su catre. Para evitar la seducción de la tibieza del verano, solía desperdigar granos de maíz por el suelo. De pie, frente a la única silla en el reducto, se quitaba el camisón de algodón y los cinturones con púas de plomo. Siempre con los ojos cerrados se embutía en su sotana negra y se calzaba con su único par de zapatos, demasiado 33 para su torturados 37. Besaba la cruz colgada en la pared y acomodaba su propio crucifijo en la oquedad del pecho seco. Diez minutos después salía de su celda y bajaba las escaleras, a oscuras y con sigilo, hasta el refectorio.

Una vez en la cocina podía observar el seminario curial a través de la ventana, justo en frente del claustro. Allí esperaba la señal. Ésta llegaba como una insinuación desde las profundidades de la oscuridad en la que el portal del huerto que daba al cementerio, casi imperceptible a esas horas de la madrugada, cambiaba de un marrón profundo a un negro aterciopelado. Sixta, entonces, abría la puerta de la cocina, se persignaba, la cerraba a sus espaldas y corría en dirección del olivo del huerto. Con luna llena o nueva, sequía o nieve, el olivo era el milagro de la abadía: siempre con hojas y fértil. La sombra de Sixta en la noche era su disfraz más cómplice. Del olivo al portal del cementerio sólo había diez pasos.

El rosario colgado en el portal abierto era la señal para avanzar sin peligro. Del otro lado del muro quedaba por franquear las tumbas y la plazoleta de San Francisco para alcanzar el mausoleo episcopal. Allí estaría él, esperándola como cada noche. Juntos se volverían a reunir para cumplir con el pacto que hubieron sellado diez años atrás. En las insospechables profundidades del edificio mortuorio, se encontrarían cara a cara, una vez más, sin poder calmar la excitación.

–¡Querida Sixta!...
–¡Hermano Pablo!...
–Vía Jesús.
–Amén.

Como después de cualquier misa Pablo se quitaba la faja violeta que sostenía la cintura de su sotana; Sixta su tocado negro con los ojos siempre cerrados. Envolviendo sus manos con todas esas telas, Pablo corría la pesada lápida de la fosa que escondía un pasadizo secreto, y ambos bajaban por la escalera para llegar al sótano.

Allí estaba encadenado, casi tragado por la oscuridad del rincón que lo albergaba, el error. Un cuerpo retorcido por el castigo infame del síndrome de Proteus. Un monstruo informe de diez años incapaz de hablar ni de moverse. Sixta le devolvía el rosario a Pablo que sacaba, como de costumbre, los restos de comida escondidos debajo de su sotana y se los entregaba a la hermana. Ella los aceptaba y se acercaba gateando hasta el error. Desmenuzando el alimento en mendrugos, los metía con delicadeza en la boca deformada que aceptaba entre gruñidos.

–Hijo mío querido… ¡Perdón! –lloraba Sixta su pecado, al tiempo que frotaba y ungía con sus lágrimas la piel rugosa e inflamada debajo de las cadenas que contenían al error.
–Dios nos perdone, mi ángel –replicaba Pablo, mientras rezaba su rosario en el rincón opuesto del sótano y sin mirar.

Y ya no hablaban más. Juntos recogían los excrementos del rincón y cubrían con un manto oscuro y limpio el cuerpo del error que se dormía. Volvían sobre sus pasos habitualmente antes de las cinco. Como en cada madrugada antes de la hora prima, Sixta y Pablo intentaban conciliar un sueño imposible en la oscuridad desdentada de sus respectivas celdas.

1 de agosto de 2009

Nosotros Tres



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Nosotros tres

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No hay tiempo para intercambiar opiniones acerca del indispensable Dom Pérignon.

Veo el brillo de tus ojos aumentado por el muro del cristal que se me interpone. Me pregunto si esa lágrima tributaria y enorme que divide tu mejilla izquierda fue forjada por el arrepentimiento o la intensidad de este momento que elegimos después de haber tatuado en nuestros pechos y con letras góticas los nombres de nosotros tres. Una trilogía que nos convirtió en cómplices y verdugos. El amor tiene ese no sé qué de fábula tragicómica, y vos y yo siempre jugamos bien la pantomima. Quizás por eso sonreís, y yo me deje contagiar por esa brisa inoportuna de frivolidad que supo enamorarme de vos.


Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

31 de julio de 2009

El Sabor De La Convicción

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El sabor de la convicción

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La que vendría a ser mi suegra está empecinada, y Nayla, en su silencio respetuoso, le otorga la razón a esa bruja que insiste en unirnos según el rito de la familia; esas tonterías comunitarias que embrutecen y aíslan a los extranjeros en el país que los recibe. Porque esta familia nómada de cuatro mujeres que vive en plena capital, sigue durmiendo sobre esterillas improvisadas, rodeadas de cirios de colores y pequeñas figuras estrafalarias hechas de trapos y ramas secas. Demás está decir que, salvo Nayla, las otras tres ni siquiera hacen el esfuerzo mínimo por aprender nuestra lengua de forma apropiada. Viven aisladas en su quiste temporal. Pero Nayla no, porque yo no lo permitiré.

Mientras me atiza con sus argumentos excéntricos, la bruja mira a su hermana y busca el consentimiento implícito de su madre ─la bruja mayor─ que me observa sin verme. La madre de Nayla replica burlona con su acento enrevesado, “Tiempo agora de regar Nayla y dar tú mullos nietas… usando regadera de tú…”. Evitando ponerme a la altura de lo llano de su grosería, intento una vez más atraerla a mi realidad occidental, “¿Para qué quiere usted seguir poblando este mundo de locos?, ¿para crear más hambre?” Argumento que rechaza altanera mientras sacude a diestra y siniestra una especie de plumero con ristras de caracoles tintineantes. “No decide tú tus fillos”.

Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

Abaddón Posmoderno


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Abaddón posmoderno
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Fui prácticamente despedida de mi trabajo por toser. Mi catarro matinal inocultable obligó a que el jefe de personal organizara una breve entrevista privada en su despacho para informarme que, por razones sanitarias de dominio público, yo debía tomar una licencia técnica de diez días hábiles sin goce de sueldo. Sentí una furia descontrolada al escuchar la forzada preocupación en el tono de su sentencia, una especie de náusea vindicativa que afloraba en forma de aliento ácido capaz de desintegrar su escritorio y hasta la médula de sus huesos. Dos semanas sin dinero, dos criaturas que atender y alimentar, y un marido desocupado y en plena depresión que contener. Sin duda por eso fue que se materializó la espada en mi mano y sentí que me crecían las alas en la espalda. La cólera se precipitó en el despacho de aquel estúpido burócrata como un lanzallamas. Los de seguridad, ocultando sus gestos detrás de unos barbijos insolentes, me sacaron en andas y me metieron inmovilizada en un coche.


Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

30 de julio de 2009

Diatomea Mañana

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Diatomea mañana

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Tu ausencia me convierte en algo anfibio, más cerca del agua y lo informe que del ser humano que se supone soy. Se ama o no se ama. Nos aman o no nos aman. Es ese albedrío supuestamente justo e inapelable, dependiendo del lado en el que se esté. Y yo estoy del lado del agua, del costado esquivo de quien se ahoga en un vaso de alcohol o en el reflujo de sus propias lágrimas. Porque simplemente no estás. Dejaste de formar parte de la vida que tenía con vos, de mi vida en vos, de todo lo nuestro que prometía eternidades y contundencia. Pero me miro al espejo del botiquín en el baño y veo que me licuo, que me convierto en algo amorfo que comienza a verterse por las cañerías. Una masa irregular regida por el simple y obsecuente rigor de la gravedad. Y del caño oscuro desemboco en la cloaca que termina siempre en algún mar.

Allí me diluyo merced a las corrientes prodigiosas que rigen las verdades primarias de los océanos. No me duele sentirme extranjero, siempre lo fui. Me entrego al capricho de tus corrientes y mareas, tus zonas fértiles y tus yermos fríos e insondables. Hago el esfuerzo lamarckiano de desarrollar branquias para filtrar el escasísimo oxígeno de esta soledad frente a la ausencia de vos. Duele la metamorfosis, no menos que otras. Y ésta es necesaria porque aquí estoy, en este mar familiar pero que no elegí, librado a sus embates y peligros.

Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

29 de julio de 2009

Fuegos Fantasmas


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Fuegos fantasmas
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Aquel checking fue en un lugar tan improbable para un encuentro como el aeropuerto de "La Coruña". Había entrado al hall hecho sopa por esa neblina pegajosa y desagradable de noviembre y, encima, lidiando con mi maleta. Acababa de perder una de sus rueditas en el buche de la navette, por lo que se había transformado en un lastre molesto.

Ella estaba delante de mí. Un piloto caqui ceñido a la cintura y un sombrero tan discreto como gris que se inclinaba caprichoso hacia la izquierda. No la reconocí por la fina silueta que me daba la espalda sino cuando la oí preguntar al despachante por un posible retardo. El timbre certero de su voz me repercutió en esa zona de la memoria que ya no posee otra referencia que la del recuerdo labrado en la carne. Al dejar su lugar en el mostrador, se volvió y me miró sin verme. Estaba casi igual, definitivamente madura y, como siempre, tan ella. Hubiese querido decir algo pero, por dentro, un universo de sensaciones encontradas se derramaba sin que yo pudiera ordenarlas ni contenerlas. Y era mi turno.

Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

20 de julio de 2009

Pseudo-ensayo Sobre La Triste Irrealidad Del Jeringoso Y El Síndrome De Plutón Asociado


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Pseudo-ensayo sobre la triste irrealidad del jeringoso
y el síndrome de Plutón asociado

Apalepejanpadropo Lupuquepe

“¿Vospo hapabláspa elpe jeperinpigoposopo? ¿Sipi? ¡Gepenialpa!”

Resulta que he vivido convencido de que ese idioma que hablaba con mis amigos para que nadie entendiera nuestros secretos en el colectivo o en el recreo, no sólo no es un idioma sino que tampoco se llama “el jeringoso”. Según la monárquica academia ibérica, este ‘lenguaje especial de algunos gremios, de mal gusto, complicado y difícil de entender, usado coloquialmente también para denotar una acción extraña y ridícula, y localmente para señalar que alguien anda en rodeos o tergiversaciones maliciosas’, se denomina muy femeninamente “la jerigonza”.

De alguna manera tardía, es triste darse cuenta de que uno vivió la ignorancia cultural de ostentar el uso de una lengua no materna –bueno, en este caso un ‘lenguaje gremial y de mal gusto’–, mencionándola incorrectamente. Como creerse que uno posee un finísimo tono oxfordiano que resuena “very bright” al invitar a su mejor amigo con el “Do you like some tea, my dearest?” y escribir convencido en el CV que uno habla “fluently linglish”.

Así es que en mis verdes años me faltó, sin duda, algún colocutor integrista que, a la pregunta de más arriba “¿vospo hapabláspa elpe jeperinpigoposopo?”, me respondiera, “¿Quépe? Lapa jeperipigonpozapa, queperráspa depecirpi”, y con tan adusta sentencia aboliera futuros decenios de escarnio ajeno. Y no, no lo hubo, por lo que seguro que no faltó algún soporeptepe escuchando de refilón, y al haber descubierto el error en la dicción haya salido corriendo a dispersar la clásica ignominia “¡Dipijopo jeperinpigoposopo! ¡Dipijopo jeperinpigoposopo!

Reflexionando acerca de mi falla lingüística, intenté encontrar su génesis (todo error tiene un principio). ¿Por qué para mí era jeringozo la jerigonza? Y la respuesta me vino en una imagen ‘patente, patente’, como diría la Chona. Si uno se fija en la sintaxis de este ‘lenguaje de mal gusto’, rápidamente entiende que se trata de dividir las palabras en fonemas silábicos a los que se le agrega a continuación una “p” más la vocal fuerte antes contenida. ¿Sepe enpetienpedepe? En realidad, no es ni más ni menos que la “inyección” de nuevos fonemas a la serie original. Y quien dice inyección piensa en las temibles “jeringas”, lo que me ha llevado a imaginar, seguramente, que como existe una forma de hablar “gangoso”, el hecho de inyectar fonemas que comiencen con “p” en las palabras es un arte jeringoso o, dicho de otra manera, es el uso del idioma jeringoso ¿Mepe Sipiguenpe?

La explicación a mí me tranquiliza, aunque descuento que la corona ibérica me dará cero crédito. Pero sentirme un inculto súbdito a la altura de mis abriles no me piace. Por lo que me puse a buscar de dónde sacaron los monarcas de la lengua la raíz de la jerigonza, algo así como intentar una epistemología casera o apócrifa. Y encontré una pista consultando al príncipe bobo de la monárquica, también llamado en la intimidad el Depedé, por eso de Diccionario panhispánico de Dudas. Parece ser que se asimila este ‘lenguaje complicado’ a la ‘jerga’ (vocabulario técnico o de oficios), cuya raíz proviene del francés “jargon”, y ésta a su vez del provenzal “gergons”. De ahí también que se pueda leer de vez en cuando (aunque ‘no se recomienda en la lengua culta’) “gerigonza", o escuchar en el seno de ciertos calderos populares el también incorrectísimo “jeringonza”. Tocado.

He aquí la confesión de mi incultura revelada desde los pliegos reales que resultan indiscutibles. Pero yo me pregunto, ¿con qué derecho los monarcas de nuestra lengua nos quitan este verdadero idioma que tiene reglas estrictas (cuidado con pluralizar los fonemas “p”, salvo que se quiera marcar la diferencia, y dividir diptongos indivisibles) y hasta dialectos, varios nada más que en la misma Argentina (el rosaringasino, el cordobái’) ? Me siento igual que cuando me quitaron a Plutón como el noveno planeta del sistema solar y nos enchufaron un plutoide (un pluputoipidepe) un tanto perdido en el espacio, y la mar en coche: yo me quedé inocultablemente desequilibrado con mi bagaje cultural portado durante decenios (sin mencionar los estragos que la abolición de Plutón habrá hecho en las predicciones astrológicas y la vida de quienes se sienten afectados por los planetas). Y como de costumbre, nadie dijo nada (ni un sólo cacerolazo en este planeta que nos permiten habitar) por que nos devuelvan a Plutón. Por lo que hoy tenemos, y por decreto, ocho planetas y un montón de piedritas más o menos grandes dando vueltas por ahí, que ni quiero imaginar lo que producirá en los ascendentes de la nueva generación. Con lo de la jerigonza, ‘este lenguaje especial’ reducido a algo que esconde ‘tergiversaciones maliciosas’, yo me siento igual, si no peor.

Y si se trata de declarar la guerra a la monarquía, yo pongo mi grano de arena y cuento con las huestes de Amazonas siempre dispuestas (las huestes y ellas mismas) a combatir el detalle injusto. No, yo no me voy a ir a dormir herido sin haber lanzado mi estocada. El reino del castellano mantiene vicios machistas inocultables, y suele otorgar el género femenino a conceptos que considera menores. Como la jerigonza ha sido definida como el lenguaje de un grupo ‘gremial’ (Moyano viene entonces a ser en una especie de Delfín), entonces es menor que el lenguaje alemán que se practica en pleno desenfreno de la Octoberfest, o el inglés susurrado en medio de la bruma londinense, o el árabe que se grita de una orilla a la otra del famoso canal Suez. O sea que el modo de comunicación ‘difícil de comprender’ tendrá género femenino: la jerigonza. Al igual que la jerga, (por más que venga del “jargon” francés, que es masculino): como es algo menor a un idioma, la corona bregará por su feminidad. Pienso en el nivel superior que denota EL habla en nuestras cabezas como matriz de LA comunicación que resulta; EL verbo sobre de LA palabra, EL párrafo encima de LA oración. Yo que me jacto de los ismos, me encuentro inculto y rebanado de mi masculino jeringoso. ¡Habrase visto!

Pero nunca es tarde cuando la dicha es buena, o algo así. Hoy he tenido la oportunidad de desasnarme y de evitar, en los años que me queden de vida, incurrir en el mismo error jeringuístico, pero todo tiene un límite. Por eso, compañeras: ¡cuento con ustedes! Y también con los muchachos que sienten el mismo síndrome de Plutón. Mientras tanto dejaré de hablar la jerigonza porpo laspa dupudaspa.

Archívese, divúlguese y déjese estar.

19 de julio de 2009

Martín


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Martín
Alejandro Luque


A los treinta y dos años, la vida ya se ha encargado de mostrarme sus contradicciones más complicadas. Sin embargo, persisto gracias a él. Pero no hay peor cumpleaños que el que una festeja en casa de su abuela, sin su madre y con un aborto espontáneo aún hiriéndole la garganta, entre otras partes no menos importantes de la anatomía. Mamá dejó de hacer el esfuerzo de respirar hace poco más de un año; y la criatura que yo llevaba en el vientre se me escapó de las entrañas anteayer. Si mamá viviera me diría, como tantas otras veces y para calmarme, que antes que yo hubo varios intentos e iguales expulsiones que pretendieron abatirla. “No te angusties, no te arredres. Ya llegará, y cuando llegue, será lo mejor”, afirmaría hoy, tomándome el rostro con sus manos irrepetibles y mirándome fijo a los ojos, con los suyos tallados en un cristal de ébano. Pero, sin saberlo, se equivocaría.


Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

Sin Pe Al Final


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Sin pe al final

Alejandro Luque


Soy un desbolado y no estoy pasando por un buen momento: mucha presión, poco dinero, deudas, renta obligada, y Cindy. Por lo que esta mañana el despertador se cansó de emitir su pip, pip…pip, pip… pip, pip… pip, pip… hasta que se le acabaron las pilas. Lo escuché morirse. Y esto lo digo porque me terminé levantado a las once y el segundero estaba clavado en las y siete de tres horas perdidas. Inexplicablemente, Cindy ni se mosqueó.


Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

Porfía


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Porfía
Alejandro Luque


Siempre pensaba en el mismo dicho para no explotar y mandarlo al diablo. Lo hacía mentalmente, porque no quería herir su susceptibilidad. Fermín era de esos tipos que se empecinan en ser viejos antes de tiempo y que ven lo contrario de cualquier cosa aunque sea evidente. Con él no se podía hablar de política, porque si uno elogiaba alguna bondad de la izquierda, él enseguida encontraba en la derecha el ejemplo filantrópico. Pero bastaba con que uno señalara un punto a favor de los conservadores, para que él saliera con los ojos rojo sangre a contar los muertos por las botas y yerbas allegadas. Era un negado, y nunca supe que diera el brazo a torcer en una discusión. Claro que con el tiempo uno terminaba viendo que lo único a lo que Fermín juraba fidelidad era justamente a su porfía. Y yo creo que él no se daba cuenta de los alcances de su actitud.

Por la época del corralito, era frecuente encontrarlo de buen humor. Cuando uno hurgaba para saber las razones, él terminaba confesando que, como nunca había confiado ni en los bancos ni en el desastre del estado, tenia los ahorros bien guardados en un lugar estratégico de su casa. “¿Debajo del colchón, Fermín?” Y él se reía burlon y señalaba con un índice bailador a su interlocutor. Nunca lo supimos a ciencia cierta, pero cuando un tiempo después entraron en su casa y le robaron la televisión y un reloj de pie, dejó de reírse por el tema del corralito, sin dejar de proclamar pestes contra el gobierno por la falta de seguridad en el país y la necesidad de reforzar las instituciones.

En el otoño de 2002 decidimos formar una comisión vecinal en el barrio. Había que elegir un representante para que hiciera de puente entre los vecinos y los diputados en la municipalidad, historia de, al menos, ocuparles un poco el tiempo a los ediles. Cuando le hablamos de la inquietud a Fermín y de la importancia de su participación en la elección, él casi nos sacó a patadas. “¡Que no me vengan con política, que los políticos son todos corruptos!”. Y no hubo caso de hacerlo entrar en razones de que la comisión no tenía color sino que surgía del común acuerdo de los vecinos para su propio beneficio. “¡Que no me van a sacar un peso ni un minuto de mi tiempo!”.

La comisión, a través de su delegado, logró varias cosas el primer año; entre ellas la reposición del alumbrado en las esquinas -inexistente desde la época de Menem-, el rellenado de los dos baches mayores (decenarios) frente a la escuela, y el tendido de doscientos metros de cable que tuvo que poner Telefónica para dar línea a veintidós familias, incluyendo a Fermín, que la esperaban desde la coronación de la compañía. Pero el logro más importante fue el asfaltado de la calle donde vivía Fermín y el verdulero.

Una tarde me fui hasta su casa con la intención de charlar acerca de las posibilidades de la comisión vecinal.
– ¿Y? ¿Qué le parecen las adquisiciones del vecindario, Fermín?
– ¡Ptsss!
– ¡Cómo que ptsss! ¿No vio el asfalto que le evita embarrarse cuando cruza para ir al la verdulería si está lloviendo? ¿Y el alumbrado en la esquina? ¿Y el teléfono?
– Pelotudeeeces… Lo que necesita este barrio es mano fuerte con los delincuentes.
– ¡Fermín, el barrio es tranquilo, más ahora con el alumbrado!
– ¡El alumbrado les alumbra el camino a los delincuentes! Yo mismo los veo merodear.
– Si es así, ¿por qué no llama a la policía con su teléfono?
– ¿La policía? Si esos son los patrones de los delincuentes, desayúnese.

Y en ese momento, en que la bronca se me salía por la boca, volví a repetirme el dicho, como un mantra, como si estuviera contando hasta diez antes de cometer una locura. Miré a ese hombre anquilosado en su propio infierno y me obligué a no sentir lástima.
– ¿Sabe una cosa, Fermín? –le pregunté con sincera calma. –Yo estoy contento con lo que hemos obtenido. Venía a invitarlo a la reunión de vecinos que va a elegir al nuevo delegado para este año.
– Un nuevo ladrón, querrá decir. O usted se cree que yo no sé que su delegado tiene arreglos en la municipalidad y se forra los bolsillos con…
– “Tendrá gusto a pan, pero es queso” –lo interrumpí sin poder contener el dicho que personificaba en mi cabeza a Fermín.
– ¿Qué?
– Nada Fermín. Nada. ¡Buenas tardes!

Fue la última vez que hablé con él. El invierno que vino se lo llevó no por viejo sino por accidente. Lo encontraron duro en la bañera de su casa. Un cable pelado tocaba la roseta de la ducha. Fue el verdulero quien llamó a los bomberos cuando se dio cuenta de que hacía una semana que Fermín no cruzaba la calle para comprarle zanahorias.

Marta, Sin Hache


Foto de BERTINI / MAXPPP ©, a partir del artículo

Marta, sin hache

Alejandro Luque


Marta, sin hache, da vueltas y vueltas y se propone excusas alucinantes, como no levantar la cabeza para evitar ser devorada por ese monstruo que engulle a quien se atreva a mirarlo. Según sea el rigor de la mañana, Marta, sin hache, se niega a mirar su doble en espejo porque teme ver lo que no quiere, lo que le produce terror. Hace unos años estuvo sin dormir casi una semana cuando descubrió tres canas en ese lugar ortiva que está por delante de la oreja. Se sintió ultrajada por su propio cuerpo, aunque no era la primera vez ni tampoco sería la última. Ya antes, Marta, sin hache, había descubierto que los senos que tanto sobaron sus dos hijos se caían como frutos marchitos, se deformaban vencidos por el rigor de la gravedad. De la gravedad de vivir. Después, el parto de las mañanas en las que el cuerpo duele en cada poro y nos muestra todas sus horribles deformaciones. En todo caso, las deformaciones de Marta, sin hache, que ella ya no quiere ver en el espejo insaciable porque se dice que no tiene sentido, y que son culpa de ella en el fondo. Se cepilla los dientes, y al escupir ve que la espuma se vuelve rosa, por lo que vanamente se dice que ya es suficiente, y gira la cabeza sin levantarla. A la izquierda está la toalla de mano. Marta, sin hache, la toma y la apoya con suavidad y cierta firmeza sobre su rostro. Piensa que tendría que ser más cuidadosa, más atenta para evitar eso que le pasa a su cuerpo. Pero también recuerda lo que siempre le dijo su madre: “Fue la mujer del registro civil la que se negó a ponerte la hache en el nombre”. Había comenzado a vivir su identidad según la voluntad de los otros. Su madre se esfumó un día en la naturaleza, así que ella terminó en la casa de su tía como esclava, lavando a mano los pisos “porque queda mucho mejor”, decía la arpía. Fue por aquellos tiempos que inventó su juego secreto: se llamaba Martha, y hodiaba a su tía, hamaba a un eraldo caballero que la rescataría del hinfierno, lo hesperaba con fervor, hél lograría hacerla holvidar. Y hél llegó, y se la llevó, y tuvieron dos ijos. Y creyó volverse Martha, con ache, pero conoció el gusto lacerante del haliento himpregnado de halcol. Por eso Marta, sin hache, no quiere levantar su cabeza frente al hespejo. Y no porque no quiera ver los ematomas que la cubren, ni sus hojos a punto de hexplotar. Lo que la haterroriza es descubrir detrás de su himagen hespecular la hexpresión furiosa de su eraldo que la hespera hagazapado.

Monólogo Atormentado


"Desperation" por Antonina-Art


Monólogo atormentado

Alejandro Luque


Querido lector,

Para empezar, lo masculinizo porque estoy harto de la sensibilidad femenina que trata de hacerme aceptar lo insoportable, y porque mi médica de cabecera y mi psicóloga pertenecen al género de la suavidad y la aceptación. ¡Claro! Es tan fácil decir “No beba alcohol y utilice esto cada seis horas, y por la mañana en ayunas”, o “Trate de aceptar que usted no puede manejarla; olvídela y deje que ella fluya”. Me hartan, y hasta creo que estas minas están ahí para cagarme la vida y sacarme más dinero. Pero no voy a hacer de este grito desesperado un panfleto machista, porque el tema es grave, como lo es la hora, y no quiero ser violento.

Todo comenzó esta tarde, justo unos escalones antes de llegar a la puerta de mi departamento. La sentí como una puntada que se despierta y que pretende ocupar todo el lugar psicológico y emocional que pueda existir en la galaxia. Sé que el lector experimentado sabrá, con esas pocas palabras, reconocer no sólo al personaje sino también la magnitud de su tormento: “A buen entendedor, pocas palabras bastan”, eso dicen, y usted y yo sabemos que es verdad. ¿Qué otra cosa podía hacer frente a la puerta aún cerrada? ¡Exacto! Pegué media vuelta y me fui. Ya sé que eso no resuelve nada, de hecho no logré con aquel acto heroico eliminar la molestia de su presencia en mi piel, en mi alma, en mi existencia. Ella es mi monstruo personal, mi castigo y la imposibilidad de borrarla de mi vida. ¿No es injusto vivir como una víctima que conoce la cara de su verdugo, sus mínimos signos, sin poder hacer otra cosa que huir inútilmente? Sí, es lo que yo digo. Yo intento por todos los medios de liberarme. Hasta he optado por hablarle como cuando uno se comunica con las criaturas, con monosílabos musicales, con calma y certeza intelectual, incluso con ese amor que, se podrán imaginar, no me habita, pero ella vuelve como un cometa nefasto, como una hembra que no sólo quiere vengarse, sino que también necesita que yo, su víctima, me retuerza de dolor y de frustración. ¿De frustración? Sí, porque no hay peor relación que la que se establece con lo que se pretende olvidar, contra lo que se ha combatido con todos los presupuestos (materiales y emocionales), y aún así presenciar su retorno de fiera incontenible. Uno se vuelve hipersensible al final y termina sintiéndose una especie de marioneta imbécil. Es tan fácil decirle a otro "Déjela que ella fluya".

De mi departamento me fui a lo de Chela. Si usted me lee desde hace tiempo, sabrá a quién me refiero. Si lo hace por primera vez o desde hace poco, confío en usted, querido lector, que sabrá entender. Chela no me atendió, seguramente dormiría su bordeaux debajo de la higuera. Corrí hasta lo de Ceferino, pero tampoco estaba. Una vecina me dijo que preparaba una manifestación contra las máquinas tragamonedas en Santa Polola. Lo llamé a Gregorio, pero me atendió su secretaria. El ex cura, que casi se murió de un síncope, estaba ocupado con su portal de encuentros amorosos. Y por eso recurro a usted, querido lector, porque sé que puedo confiar en estos momentos, cuando me siento atacado y perseguido. Y porque necesito apoyo para hacer lo que sé tengo que hacer. No le pido complicidad, pero sí entendimiento y apoyo moral.

Fíjese cómo estoy volviendo cansado a casa con la presencia de ella llagándome la carne. Observe cómo abro la puerta y respiro profundamente. Constate el detalle de mi mano que baja hacia el pie con premeditación y alevosía, descalza al pie derecho y aferra el zapato preparado para lo que sea. Míreme tirarlo en un rincón con desprecio, con furia. Y aquí estoy, dispuesto a enfrentarla. Extraigo con inquina la media; la acaricio, primero, y después la retuerzo como pretendiendo preparar el arma del crimen. Sin embargo, voy hasta el botiquín y saco la crema a base de corticoides. Me unto a seis manos con frenesí sin dejar de repetir cuánto la odio.

Querido lector: ¿acaso hay tormento más terrible que una ulceración eccematosa de origen nervioso en la planta del pie?