Chance
En la madrugada de un bar perdido, alguien le había
hablado de lo mágico que era el programa, pero también le había advertido de su
peligro. El hombre, de quien no recordaba un sólo rasgo, le ofreció el estuche
que contenía un DVD sin
etiqueta y un par de anteojos oscuros. Sin pensar se lo guardó en un bolsillo y
siguió bebiendo olvido.
Salió a duras
penas del bar con la ayuda de su mejor amigo, Julián, que había acudido a
buscarlo luego de recibir un confuso SMS que delataba su estado. Cuando se
despertó doce horas más tarde, se encontró semidesnudo y retorcido en el sofá
del living de su casa. Todo estaba desordenado a su alrededor, y el aire, mezcla
de tabaco rancio y sudor de abandono, supuraba moscas de tamaños diversos. Con
esfuerzo se incorporó pero perdió el equilibrio. La cabeza le daba vueltas al
ritmo del martillo que la azotaba y sentía en la boca el regurgito infecto de
un hígado abatido. Se arrastró hasta la mesa. Se incorporó ayudándose con una
de las sillas. Al lado de varios platos sucios en osado equilibrio pudo leer
las líneas que le había dejado su amigo al dorso del volante de un grupo de
terapia. Pablo, no podés seguir así. No puedo hacer de bombero cada madrugada.
Necesitás ayuda para salir de esta escalada demencial. Nada volverá a ser como
antes, lo sabés. Nada puede cambiar lo definitivo ni para vos ni para mí. Pero
llamá a este número ya. Ellos sí podrán darte la mano que necesitás. Cuidate,
por favor, J. Con un gesto impávido espantó una mosca que libaba indecente la última
letra de la nota. Logró llegar al baño aferrándose a las paredes. Sin
desvestirse se dejó masajear por la ducha hasta que no hubo más agua caliente.
Se sintió
despejado aunque infinitamente cansado. Con la ropa interior empapada hizo un
bollo y lo tiró en un rincón. Cuando volvió al living, la absurdidad del
silencio, la ausencia anudada desgarrándole el corazón como un bisturí en las
manos de un enajenado, abofeteó su desnudez. Lo volvió a embargar aquella
desesperación ahogante. Revolvió todo el departamento hasta encontrar debajo de
un almohadón la botella de whisky que había abierto la noche anterior. Se la
empinó como si fuera agua, y al bajar la vista vio el estuche en un rincón del
sofá. Lo abrió, sacó los anteojos y apareció un cable con una ficha USB en el
extremo. Como un autómata fue hasta su PC y lo desenterró del cúmulo de
facturas impagas, resúmenes de internación y ropa sucia. Se sentó, encendió el ordenador
y conectó el cable de los anteojos. Volvió a beber. Deslizó el DVD en
el lector y obedeció la consigna que apareció en la pantalla:
Póngase los anteojos y pulse la tecla
enter
Una sensación
como la de estar bajo una lluvia de partículas de plomo se expandió desde las
sienes al resto del cuerpo. Enseguida apareció en el campo de visión la tierra,
ese globo celeste flotando en una inmensidad oscura. En ese momento tuvo la
sensación de que su cuerpo ya no estaba en el departamento sino en el espacio.
Percibió como si una especie de dedo muy fino, preciso y delicado hurgara dentro
de su cerebro. Algo lo lanzó hacia el planeta sumido en un vértigo que jamás
había vivido. Vio la capa luminosa de la atmósfera hacerse cada vez más grande,
penetró los primeros estratos sin quemarse y atravesó las nubes como si fueran
un banco de neblina porosa. Sus ojos comenzaron a distinguir la región en la
que vivía, la ciudad, el barrio de Julián. Y en la vereda, su propia humanidad
acercándose entre tumbos al coche.
Tanteo las llaves
en el bolsillo, las saco y se me resbalan de los dedos. Me niego a
escuchar lo que dice el exagerado de Julián. Me agacho y las recojo, no sin
antes darme la cabeza contra la puerta del auto. No pasa nada, exclamo mientras
me incorporo. Está todo bajo control. Es este llavero de morondanga que siempre
hace lo que quiere. Subí, mi amor, que en media hora estamos en casa. Pablo, me
dice ella, a mí me parece que, pero le corto la frase previsible con un gesto
de furia. Entonces aparece el pesado de Julián que vuelve a repetirme eso de
que no estoy en condiciones de conducir y que le dé las llaves. Lo mando a su
puta madre, porque me harta con sus naní-nanás. A parte, ¿cómo se le ocurre
pedirme las llaves de mi coche por una vez que me pongo alegre? Como si yo no
supiera hasta dónde puedo y hasta dónde no. Dale, Ceci, subí que nos vamos.
Pero el estúpido de Julián me arrebata el llavero y me dice que me lo devuelve
si entramos a su casa y tomamos el café que preparó su mujer. Pablo, un café y
después se van, me asegura. Pero por el tono entrecortado de su voz, por la
expresión con la que primero mira a Ceci y luego a mí –como si yo fuera una
legión que me precede–, por el brillo de alerta en sus ojos comprendo que me
miente. Entonces me pongo como una fiera y me lanzo sobre él para recuperar las
llaves. Caemos al piso y rodamos. Hay un flash, una chispa remota que
desencadena algo en algún rincón del universo. En medio de la lucha empiezo a
recordar lo que pasará después: la curva, el árbol, la sangre, los pedazos de
mi familia desparramados en la banquina, y yo con heridas leves. Es cuando un cimbronazo
violento me atraviesa de pies a cabeza y detiene mi pulsión. Me percato de la
silueta de Cecilia junto al coche escudando en sus brazos a la nena y
aferrándose con desesperación a un presente que depende sólo de mí; de mi puño
a punto de descargarse sobre el rostro de Julián que me observa con terror de
espaldas al suelo. Y desde un rincón del universo me dejo caer a un lado,
rendido y borracho. Julián se levanta, se sacude la ropa y se mete el llavero
en el bolsillo. Me ayuda a ponerme de pie y me conduce al interior de su casa.
Ceci, con la nena en los brazos aún dormida, agradece sin decir una palabra y la
recuesta en el sofá.
Pablo se observa en
la secuencia que proyectan los anteojos. Está rodeado de los suyos, tomando de
a sorbos y en silencio el café de la chance. Nadie habla. Pero cuando la
serenidad que ve en el rostro de su imagen comienza a irradiarle de calma el
espíritu, siente un nuevo cosquilleo y un mensaje aparece frente a sus ojos:
¿Desea continuar o desconectarse del
programa?
Atención, su decisión será
irrevocable y definitiva,
y afectará el sentido de todas las
cosas