9 de julio de 2011

CHANCE

Chance

En la madrugada de un bar perdido, alguien le había hablado de lo mágico que era el programa, pero también le había advertido de su peligro. El hombre, de quien no recordaba un sólo rasgo, le ofreció el estuche que contenía un DVD sin etiqueta y un par de anteojos oscuros. Sin pensar se lo guardó en un bolsillo y siguió bebiendo olvido.
   Salió a duras penas del bar con la ayuda de su mejor amigo, Julián, que había acudido a buscarlo luego de recibir un confuso SMS que delataba su estado. Cuando se despertó doce horas más tarde, se encontró semidesnudo y retorcido en el sofá del living de su casa. Todo estaba desordenado a su alrededor, y el aire, mezcla de tabaco rancio y sudor de abandono, supuraba moscas de tamaños diversos. Con esfuerzo se incorporó pero perdió el equilibrio. La cabeza le daba vueltas al ritmo del martillo que la azotaba y sentía en la boca el regurgito infecto de un hígado abatido. Se arrastró hasta la mesa. Se incorporó ayudándose con una de las sillas. Al lado de varios platos sucios en osado equilibrio pudo leer las líneas que le había dejado su amigo al dorso del volante de un grupo de terapia. Pablo, no podés seguir así. No puedo hacer de bombero cada madrugada. Necesitás ayuda para salir de esta escalada demencial. Nada volverá a ser como antes, lo sabés. Nada puede cambiar lo definitivo ni para vos ni para mí. Pero llamá a este número ya. Ellos sí podrán darte la mano que necesitás. Cuidate, por favor, J. Con un gesto impávido espantó una mosca que libaba indecente la última letra de la nota. Logró llegar al baño aferrándose a las paredes. Sin desvestirse se dejó masajear por la ducha hasta que no hubo más agua caliente.
   Se sintió despejado aunque infinitamente cansado. Con la ropa interior empapada hizo un bollo y lo tiró en un rincón. Cuando volvió al living, la absurdidad del silencio, la ausencia anudada desgarrándole el corazón como un bisturí en las manos de un enajenado, abofeteó su desnudez. Lo volvió a embargar aquella desesperación ahogante. Revolvió todo el departamento hasta encontrar debajo de un almohadón la botella de whisky que había abierto la noche anterior. Se la empinó como si fuera agua, y al bajar la vista vio el estuche en un rincón del sofá. Lo abrió, sacó los anteojos y apareció un cable con una ficha USB en el extremo. Como un autómata fue hasta su PC y lo desenterró del cúmulo de facturas impagas, resúmenes de internación y ropa sucia. Se sentó, encendió el ordenador y conectó el cable de los anteojos. Volvió a beber. Deslizó el DVD en el lector y obedeció la consigna que apareció en la pantalla:

Póngase los anteojos y pulse la tecla enter

   Una sensación como la de estar bajo una lluvia de partículas de plomo se expandió desde las sienes al resto del cuerpo. Enseguida apareció en el campo de visión la tierra, ese globo celeste flotando en una inmensidad oscura. En ese momento tuvo la sensación de que su cuerpo ya no estaba en el departamento sino en el espacio. Percibió como si una especie de dedo muy fino, preciso y delicado hurgara dentro de su cerebro. Algo lo lanzó hacia el planeta sumido en un vértigo que jamás había vivido. Vio la capa luminosa de la atmósfera hacerse cada vez más grande, penetró los primeros estratos sin quemarse y atravesó las nubes como si fueran un banco de neblina porosa. Sus ojos comenzaron a distinguir la región en la que vivía, la ciudad, el barrio de Julián. Y en la vereda, su propia humanidad acercándose entre tumbos al coche.

   Tanteo las llaves en el bolsillo, las saco y se me resbalan de los dedos. Me  niego a escuchar lo que dice el exagerado de Julián. Me agacho y las recojo, no sin antes darme la cabeza contra la puerta del auto. No pasa nada, exclamo mientras me incorporo. Está todo bajo control. Es este llavero de morondanga que siempre hace lo que quiere. Subí, mi amor, que en media hora estamos en casa. Pablo, me dice ella, a mí me parece que, pero le corto la frase previsible con un gesto de furia. Entonces aparece el pesado de Julián que vuelve a repetirme eso de que no estoy en condiciones de conducir y que le dé las llaves. Lo mando a su puta madre, porque me harta con sus naní-nanás. A parte, ¿cómo se le ocurre pedirme las llaves de mi coche por una vez que me pongo alegre? Como si yo no supiera hasta dónde puedo y hasta dónde no. Dale, Ceci, subí que nos vamos. Pero el estúpido de Julián me arrebata el llavero y me dice que me lo devuelve si entramos a su casa y tomamos el café que preparó su mujer. Pablo, un café y después se van, me asegura. Pero por el tono entrecortado de su voz, por la expresión con la que primero mira a Ceci y luego a mí –como si yo fuera una legión que me precede–, por el brillo de alerta en sus ojos comprendo que me miente. Entonces me pongo como una fiera y me lanzo sobre él para recuperar las llaves. Caemos al piso y rodamos. Hay un flash, una chispa remota que desencadena algo en algún rincón del universo. En medio de la lucha empiezo a recordar lo que pasará después: la curva, el árbol, la sangre, los pedazos de mi familia desparramados en la banquina, y yo con heridas leves. Es cuando un cimbronazo violento me atraviesa de pies a cabeza y detiene mi pulsión. Me percato de la silueta de Cecilia junto al coche escudando en sus brazos a la nena y aferrándose con desesperación a un presente que depende sólo de mí; de mi puño a punto de descargarse sobre el rostro de Julián que me observa con terror de espaldas al suelo. Y desde un rincón del universo me dejo caer a un lado, rendido y borracho. Julián se levanta, se sacude la ropa y se mete el llavero en el bolsillo. Me ayuda a ponerme de pie y me conduce al interior de su casa. Ceci, con la nena en los brazos aún dormida, agradece sin decir una palabra y la recuesta en el sofá.

   Pablo se observa en la secuencia que proyectan los anteojos. Está rodeado de los suyos, tomando de a sorbos y en silencio el café de la chance. Nadie habla. Pero cuando la serenidad que ve en el rostro de su imagen comienza a irradiarle de calma el espíritu, siente un nuevo cosquilleo y un mensaje aparece frente a sus ojos:

¿Desea continuar o desconectarse del programa?
Atención, su decisión será irrevocable y definitiva,
y afectará el sentido de todas las cosas

            Continuar, responde. Continuar, repite. Continuar, implora. 

2 comentarios:

Adela Inés Alonso dijo...

Por qué a veces, no hay más Julianes honrando la vida, de Pablo´s con sus soledades hondas causadas a veces, por esos bordes finitos que inevitablemente facturarán, cuando la vida no alcanza a ser más que una apenitas subsistencia vacua, de tanto vaya a saber qué, antes de lo otro, seguido de internaciones que no dejan a veces, de ser otros bordes finitos que facturan de otro modo, pero quizá necesarias. Quizás, por otras vidas también en juego. “Decisiones definitivas que afectan el sentido de todas las cosas”, y en ese continuar que se implora, la desesperación por llegar a un estado de nunca más, el modo de lo ya vivido. Sabe a vida al desnudo este más que cuentísimo, que duele quizá tanto, porque quién puede sentirse exento…

Abrazón!!

Alejandro Luque dijo...

Exento, nadie. Creo que hay muchos más Julianes en el mundo de lo que creemos... o vemos... o escuchamos. Cuando escucho en las noticias que casi todos los días hay un accidente mortal en la ruta (por acá empezaron las vaciones), y muchos excesos de velocidad tienen que ver con el alcohol a pesar de los controles y de las advertencias, no puedo dejar de pensar de cuán poca cosa puede depender una vida.

Abrazonaso :)