20 de diciembre de 2010

Introducción A Un Holoensayo Encontrado En Una Microgota De Memoria

Fotomontaje del biologuero  

Introducción a un holoensayo encontrado en una microgota de memoria

Alejandro Luque


A A. I. A., porque nuestras tortugas se lo merecen. 

¿Cómo puede ser que alguien le regale a alguna persona una tortuga de dos pesos? En realidad, la vida de cada uno es tan compleja que valdría una holonovela o, de lo contrario y dicho protoliterariamente, el limbolvido de las cosas relatables. O quizá, por qué no, un biorelato que a partir de un detalle sea capaz de recrear un oligouniverso. Como se aclararía en la época de los hechos, “el lector sabrá juzgar”, porque si del bioescritor se trata, cabe avanzar que soy, que es, que sería de los que son capaces de regalar una tortuga de dos pesos.

Para definirlo bastará con decir que el susodicho escritor de este holoensayo pertenece a ese tipo de tipos que se convencen de mucho por poco, y que por ese poco –aunque de poco no tenga nada– abandonan mucho. Pero de él no se trata este relato, porque posicionarse demasiado sobre sí mismo, como advertirían ciertos junguianos ávidos del lcd protoidentitario consumido en aquel entonces, quita la libertad del trip intrínseco. Tómese al tipo en cuestión como una excusa, una pieza del intrincado mecanismo que genera la cinemática de las historias en nuestras mentes, un evento necesario, el canal del útero por el que el relato de la tortuga verá la luz. En realidad, y en resumidas cuentas, yo soy, es, el tipo sería bastante femenino, calificativo que debe tomarse como neutro y no despectivo, y sobre todo como personaje matriz, por esa cuestión que pare tortugas como regalo… pero ese tema de la feminidad y de los partos es otra historia.

Esta tratará de explicar, si alguna explicación fuera necesaria, el por qué de su gesto de regalarle una tortuga de dos pesos a alguien. Sí, es verdad: urge dar algún dato de ese alguien. Pero, y por sobre todo, habría que evitar que la subjetividad se filtre en el relato para que éste produzca en el lector un mejor efecto. ¿Acaso hay alguna duda de que un buen (bio u holo)relato debe, por sobre todas las cosas, (ex)poner al lector frente a sus propias (im)posibilidades? No. Al contrario de un mal relato, como los que suele escribir este tipo, y que logran un único y poco redituable objetivo: que el lector se pierda en vericuetos sin importancia por lo ajenos; al contrario de eso digo, se dice, se diría, vale decir que el buen relato se aleja y enajena del propio narrador para convertir al lector en el único héroe factible que derribará al que cuenta y recuenta hasta que se vuelva transparente, inexistente, una brisa y nada más. Que no deje de decirse que quien escribe no vale más que lo que el lector logra revivir en su cabeza. O sea que si existe algún tipo capaz de regalarle una tortuga de dos pesos a alguien, sólo puede hacerlo porque el lector –amo plenipotenciario de las imágenes que decide albergar por debajo de sus meninges– se lo permite. Cada uno decide consumir lo mejor cuando lo mejor se le ofrece. Un buen relato es un buen nutriente, un mal relato deja pesadez, malhumor y, luego, nada. 

Algo así como el desmesurado apetito por lo banal, lo que yo denomino, lo que se denomina, lo que valdría la pena nominar como “realityísmo”, moda felizmente extinta en este nuevo decenio.  Entonces, el lector –en este caso el paraveedor o transvivenciador– se veía hipnotizado por una serie de eventos burdos y sin mayor profundidad que lo convencían de que en eso, en el fondo de lo que consumía, había algo realmente bueno. Las incontables muertes cerebrales registradas en aquel entonces me dan a entender, nos dan, darían a entender el porqué de la hambruna intelectual del siglo pasado que casi diezmó la población pensante ávida de abrirse las venas frente a sus pantallas (del internetsms: yuPñiko, y del antiguo rescatado, chup-ete lect-ron-ico). Pero esto también es otra historia que no tiene nada que ver con el tipo que regaló a alguien una tortuga de dos pesos.

De la persona receptora se sabe poco, o poco quiero, se quiere, se querría contar. Hay un escán en pobre color CNK, que huelga decir que es un abuso innecesario y ancestral de información en dos dimensiones, y que me convenció, que convence, que convencería de que se trataba de alguien poseedor de algo especial. Especial, digo, se dice, diríamos por eso que llamaban sonrisa. Es verdad que una sentencia que incluye el calificativo de especial nos vuelve a acercar al nimbo del mal relato. Sin embargo, la impresión de esta persona en el cubo holográfico que poseo, que se tiene, que tendríamos para verificar la vetusta digitalización, no deja lugar a dudas de que la receptora en cuestión debió ser alguien particular para el donante, ya que el dicho escán habría sido visto por millares de personas  interconectadas por pantallas inexplicablemente inertes. En la imagen se ve una hilera de dientes que, curiosamente, unos labios bordan sin reparos a pesar del pixelado, detalle injustificable en nuestros días. De fondo se ve una estructura fálica escasamente iluminada y de una altura considerable, que corta la imagen en dos. Al costado, a la izquierda virtual, aparece el donador, que me veo, que se ve, que se vería un poco en escorzo, por lo que  difícilmente antropogenerable por el cubo. La persona receptora, aparte de su sonrisa, conserva un misterioso objeto transparente en sus manos que no me permiten, no permiten, no permitirían ni su identificación ni una mejor recreación del momento.

En todo caso, los nanholoperitos reportan que en el lugar en cuestión, el volumen de una tortuga no más grande que un pulgar, pasó de mis manos, de unas manos, de las posibles manos del donante a las de la persona receptora, bajo los preceptos del antiguo ritual que todos hoy conocemos. Nada en la imagen permite asegurar lo que sé, lo que se sabe, lo que habría pasado. Sólo queda la traza de esos labios que bordan con amplitud sendas hileras de dientes, un objeto indescifrable que sostiene la receptora, el falo divisorio al fondo, y mi figura, esa figura, lo que de seguro es la figura escorzada del donante.

Sin embargo creo, se cree, sería razonable creer que el curioso mito de regalar una tortuga de dos pesos, de no haberse originado durante ese encuentro, debió de ser uno de los primeros en aquellos tiempos pretéritos. Tiempos en los que me encontré, en los que el donante se encontró, en los se habrían encontrado estos dos personajes, de los cuales la persona receptora manifestaba la notable cualidad de unos labios que bordaban una blanca e inexplicable sonrisa, y el donante perpetraba este mito, base de nuestra cultura, que ofrece en el símbolo de la tortuga perseverancia y sabiduría. Génesis de este mito que intentaré, se intentará, intentaríamos desarrollar en el holorelato que sigue basados en los detalles de este registro único que poseo, poseemos, hoy se posee.

25 de noviembre de 2010

El SIDA y nosotros / Le SIDA et nous / AIDS and US



Foto del biologuero

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Le mauvais goût n’est-t-il pas de montrer les détails de l’intimité…
… mais plutôt de fermer les yeux, de jouir impunément et de faire n’importe quoi.

Utilise-le, exige-le et fais-le perpétuer. 
Au jour d’aujourd’hui il n’y a plus d’excuse pour que le SIDA continu à se parsemer hors d’une capote.

***

Bad taste is not showing intimacies details…
… but shutting the eyes, impunibly getting off and doing whatever.

Use it, ask for it and perpetuate it. 
Nowadays, there is not longer excuse for AIDS to spread outside of a preservative.

***

26 de septiembre de 2010

La Mancha En La Pared

Fotomontaje del biologuero

La mancha en la pared
Alejandro Luque

Hacía mucho tiempo que Marcelo salía de su casa más temprano, sin dar explicaciones de qué es lo que hacía durante las dos horas que iban desde la partida hasta la llegada al trabajo. De hecho, su esposa Marta no podía dejar de pensar que su marido, al que consideraba en plena crisis de la cuarentena, había comenzado a engañarla con alguna mujer más joven que ella o, simplemente, más interesante. Más allá de su mal sentir que no manifestaba explícitamente, o quizá justamente por eso, todas las noches antes de acostarse ponía un especial empeño en preparar la ropa que su marido habría de utilizar al día siguiente, y llegada la mañana era la primera en levantarse para preparar un suculento desayuno que ambos compartían en el diálogo implícitamente sordo de una pareja madura de supuestos. Valga aclarar que Marcelo no interpretaba esta actitud como una sospecha por parte de Marta, y ni siquiera se había percatado de que su mujer le revisaba minuciosamente los bolsillos siempre que podía.

En última instancia, la mujer no estaba totalmente equivocada en lo referente a la crisis de los cuarenta; mucho de esas ausencias podría explicarse en parte por la edad y sus efectos pero, en realidad, no era porque había comenzado a percibir los signos de su declinación que Marcelo le celaba a su mujer el principio de esas dos horas matinales. En el fondo, esta actitud no era demasiado diferente –tomando como ejemplo los veinte años de casados– a aquella cuando Marcelo se encerraba en el baño para gozar la soledad de ciertas intimidades intransferibles mientras se duchaba (siempre por las noches, antes de acostarse y decidir hacer el amor), o cuando los miércoles por la tarde, a la salida del trabajo, las novedades literarias de la librería de la esquina lo obligaban a zambullirse durante una hora en las historias que él jamás iría a escribir por falta de imaginación y de vivencia.

Cuando Marcelo observaba su vida, y esto estaba ocurriendo cada vez con más frecuencia, él veía una línea sin interrupciones ni bifurcaciones. Y si de niveles se tratara, ni siquiera podía decir que esa línea más bien recta mostrara signos de ascenso o de descenso. La vida de Marcelo era la más común de las vidas, y hacía ya un tiempo que no dejaba de preguntarse por qué. Tampoco era que se sentía insatisfecho o que se había dado cuenta de que podría haber hecho otra cosa, no. Era una constatación que ni dolía ni lo hacía sentirse especial, lo que no quitaba el hecho de reflexionar sobre las posibilidades de su existencia en otra simplemente distinta.

En el caso de Marta, la cosa era bien diferente. Por empezar, ella fue criada bajo la idea de que todo puede y debe cambiarse, algo así como encontrar los puntos a partir de los cuales una situación es capaz de brindar toda su potencialidad, y por ende progresar. Cuando conoció a Marcelo, sintió que con él (o a través de él) su existencia daría el salto que tanto había estado esperando: ser madre y, lo que necesariamente implicaba para ella en el proceso, ser esposa. No se puede decir que aceptó casarse con Marcelo por mero egoísmo femenino, porque la verdad es que al poco tiempo de salir con él ya había comenzado a adorarlo; pero en el fondo ella sabía que lo que quería no era aún del todo lo que tenía. Confiaba en la posibilidad inminente de la madurez y en su participación activa: después de todo, Marcelo era un hombre, su hombre.

Si el incógnito de esas dos horas tuviera algo que ver con la aventura, Marcelo se habría sentido culpable cada vez; porque no sólo amaba a Marta por sobre todas las cosas sino que la respetaba profundamente. Visto desde el ángulo contrario, tampoco sentía el vértigo que se siente cuando la aventura nos embarga. Él se había casado con ella porque la había elegido entre todas las otras mujeres que pudo frecuentar, y nunca sintió que tal elección fuera incorrecta. En Marta había encontrado a la compañera y a la amiga insustituible, luego de haber descubierto a la hembra irreemplazable que le hizo sentir toda la potencialidad de su virilidad. Y aunque de macho se hubiera vuelto hombre con el tiempo, nunca se le habría ocurrido concebir un futuro sin esa mujer con la que había decidido vivir veinte años atrás. No pensaba que la unión fuera un trazo indeleble, ni mucho menos, sino un vínculo real que no tenía por qué no perdurar. Y ni siquiera la imposibilidad biológica de haber sido padres figuraba, para él, como un hito especial en la línea de su vida; en realidad era parte de la monotonía de la gráfica. Naturalmente se había casado con Marta, y desde esa misma naturalidad seguiría con ella hasta que una continuidad no fuera más posible. No, no era por eso que en el último tiempo desaparecía del campo de todos los acuerdos durante dos horas.

Por su lado, Marta ya había hecho sus primeras incursiones al consultorio de un cirujano plástico. Con una especie de culpa ambiciosa, estaba convencida de que un 90 F rellenaría ampliamente la incertidumbre de todos los espacios, mucho mejor que su nativo 90 A. Se decía a sí misma que si sus senos no habían sido útiles para darles de mamar a los hijos que no tuvieron, al menos le permitirían recobrar toda la intimidad de su marido y su integridad como mujer. Obviamente, reconocía la superficialidad de su razonamiento pero no encontraba otra posibilidad que explicara la actitud de Marcelo. Y si ella también mantenía ocultas sus consultas estéticas, era porque aún no estaba del todo segura de que llevaría a cabo esa transformación. La frecuencia de los encuentros sexuales de la pareja había mermado, no así la intensidad: su hombre estaba ahí porque indudablemente ella así lo sentía. No obstante, se desesperaba imaginando todo lo que podría hacer Marcelo por las mañanas, y cada día que pasaba sin encontrar una respuesta convincente la obligaba a escudarse en un disimulo imperturbable que drenaba casi todas sus energías. Hasta que decidió seguirlo.

Una mañana de miércoles, como de costumbre, Marcelo se dispuso partir y se despidió de Marta con el mismo beso de siempre: el del vínculo insoslayable. Marta hizo una nimia demanda doméstica sobre la canilla de la bañera que goteaba, obtuvo una monosilábica respuesta pertinente, y enseguida la ausencia mutua cobró tenor de materia. Marcelo tomó el ascensor, en la planta baja saludó a la portera, dejó que el aliento ralo de la ciudad en plena despereza lo penetrara, se prometió visitar la librería por la tarde, cruzó la calle, luego la avenida, y atravesó la plaza en dirección al trabajo. Nunca se le ocurrió pensar que su mujer le pisaba los talones a escasos cien metros. La diagonal del parque desembocaba en un agitado boulevard, principal colector de los dos grandes ejes del suburbio que inyectaban su contenido en el centro de la ciudad. Lo cruzó en dos tiempos, corriendo el último trayecto como un perro detrás de una jauría de autos. Se perdió en una transversal al tiempo que cerraba sus oídos a los bocinazos y frenadas que supuraban a su espalda. Casi al mismo tiempo, Marta se disponía a cruzar el boulevard poseída por el frenesí de no perderle las trazas a su marido. Pero la jauría fue más rápida que sus cortas piernas con tacos: la alcanzó con facilidad, se la llevó por delante y le pasó varias veces por encima antes de detenerse.

Unos metros antes de llegar al final de la transversal, Marcelo se detuvo frente a un gran portal de madera oscura, tocó el timbre, esperó el sonido del portero automático, empujó y entró en el edificio. Cruzó un largo pasillo cavernoso que olía a desodorante de ambientes barato y en cuyo extremo una puerta entreabierta lo esperaba. La traspasó y la cerró sin pensar en lo que lo había llevado a allí por primera vez: darle algún giro a su línea de vida. En la gran sala interior había algunas personas abocadas a la tarea de ordenar diferentes paquetes de alimentos en cajas de cartón. Marcelo saludó discretamente a todo el mundo y ocupó su lugar frente a una gran mesada en la que le correspondía seleccionar todo lo que tuviera que ver con los cereales como la harina, los fideos y el arroz. Casi el final de su horario de colaboración, alguien anunció que el camión de distribución para la villa de emergencia 112 ya estaba estacionado y listo para recibir las cajas de ayuda. Entonces aparecieron los responsables de la logística de traslado, por lo que Marcelo miró su reloj, comenzó a saludar a sus pares altruistas y emprendió el camino a su trabajo.

Dos horas después de haber salido de su casa, ya en su escritorio y sentado frente a una pared blanca, Marcelo volvió a observar por enésima vez la mancha amarronada de humedad que no dejaba de recordarle su falta de imaginación, porque donde otros descubrían un universo en ebullición él sólo veía la natural usura del tiempo. Bajó la vista sobre la pila de trabajo pendiente, y antes de retomarlo se prometió que no olvidaría comprar unos cueritos en la ferretería antes de entrar en la librería por la tarde.

20 de septiembre de 2010

Cromáisbergfest




Cromáisbergfest
Alejandro Luque

Durante años, la herida de la traición hizo que sangrara en blanco y negro; luego rumió el resto sepia de su amarga existencia para terminar rabiando una venganza en el más estridente fuego de artificio que se pueda imaginar. 






Fotomonaje del biologuero

16 de septiembre de 2010

Buenos Aires, Argentina, 16 de Septiembre de 1976




Fueron secuestrados la noche del 16 de septiembre de 1976 en la ciudad de La Plata.
Hoy tendrían seguramente hijos y quizá nietos.
Hoy habrían podido hablar de sus incipientes adolescencias desde el lugar que les correspondería ocupar como adultos en el seno de una sociedad que debía albergarlos.
Hoy, acertados o equivocados, tendrían una posibilidad, la que sea, para vivir a sus maneras.
Hoy no están, y nada, NADA JAMÁS, podrá justificar la causa de sus ausencias ni el dolor de quienes desde entonces y aún esperan.

Helor Doble

 Fotomontaje del biologuero

Helor doble
Alejandro Luque

Cuando cayó desde la altura de su hegemonía, se escuchó un hum en vez de un pum. Y debe de haber sido la peculiaridad de esa hache lo que enmudeció a quienes presenciaron el derrumbe. Estaban, unos oportunamente y otros a modo de alfombra, todos hartos de los paracaídas dorados y de la impunidad salvaje del poder financiero. De hecho, el mundo casi  por entero estaba sediento de humanidad y decididamente hastiado de tanta especulación irracional. De forma inevitable, tuvieron que enterrarlo allí mismo donde apoyó el culo y todo se secó con todos los honores nauseabundos pertinentes. Pero la hecatombe climática que sobrevino después se encargó de no dejar rastro alguno del ceremonial ni de su tumba, como suele suceder con  la irracionalidad de todos los excesos mortales.

4 de septiembre de 2010

Las Puertas De Tannhaüser


"Puerta de Tannhaüser" foto y montaje del biologuero

Las puertas de Tannhäuser
Alejandro Luque

… a A. T., porque al leer nos reconocerás.

Y despertar con un mate henchido de fiaca mañanera y un bombón los cuerpos, con don Julio la ternura todavía palpitándonos en las orejas, resonándonos sobre todas las cortezas y sub-cortezas que por la noche no dejaron de repetir al unísono “pero el amor, esa palabra”. Con los restos de tu olor resumido en los huecos de mis manos siento ampliar los sutiles límites de mi alma. Tras el invierno de Vivaldi, tu voz se me resbala por la piel como un frío de ausencia previsible que pretendo olvidar. Ahora, antes y siempre, la imagen estampada de vos conmigo, de yo en vos, de nosotros, tan indeleble como un tatuaje milenario que se resiste a partir, un coraje que podría parecer temerario, y una única mano nuestra que se vuelve traslúcida de tanto vos y yo. El intento de un templo, el último ramalazo feroz de la utopía que se agita en el nido que recreamos.

Caricias cotidianas, ondas que se expanden en la calma de un estanque. Nosotros las manos, nuestras irrepetibles huellas dactilares que convertimos en signos irrelevantes a fuerza de sacarnos guantes, de arrancarnos máscaras, de fundir pieles. Sol y nubes, y las tormentas de siempre cuando nos volvemos un menos frente a un más, aunque ya hayamos aprehendido a ser algo más relevante que la neutralidad del resultado. Sombras ahuyentando soledades para no dejarnos abatir por la insistencia de la distancia que acecha. Pero en este exacto momento y a dúo, un no querer salir de la hojarasca, de este bendito sopor que invalida la lúcida dialéctica en la que relamemos nuestra prodigiosa singularidad, la pesadez de dos pares de ojos cerrados, del par cuando deviene uno más el otro porque los dos. Pero tu cara y tu sonrisa, aquí y ahora, se me asoman como tímidos brotes desde la comisura del espacio fértil que nos recibe.

¡Ay! Imperativamente un salto, un rompimiento urgente, una fuga para ponernos en foco. Como si mis límites que fueran la consecuencia de tu presencia me resultaran insoportables. Vos aquella vez, yo entonces, por eso ahora nosotros. ¡Qué más! Tanto recuerdo inasible y próximo y absurdo duele, pesa, pero es verdad que también cobija de forma extraña. Tanta comunión creada y suspendida por algún recóndito mago sabio e insuperable que terminó sacando de la galera eso que somos vos y yo. ¡Cuánto antiguo temor a un lado, cuánta ternura justo aquí, cuánto silencio colmado ahora!

Una atmósfera azul como a vos te gusta, un aire tibio que me reconforta y me eriza la piel, este refugio que sofoca las maneras, los gestos cotidianos de lo mudable, las leves aproximaciones, los imperceptibles roces, nuestro aliento acompasado a la carrera del contacto. El olor del café que preparó algún aprendiz de brujo y tu figura erguida que se alza inalcanzable sobre mi pecho, completan el acorde perfecto: sería insoportable una nota más. ¡Tanto se derrama aquí dentro que necesito estirarnos!

Manos y piernas trazan una geometría de todas las formas más vagas aunque no menos armoniosas; corean los himnos y epitafios de los intérpretes mejores que nosotros, y sabemos que no exagero porque los oímos deambular entre los amalgamas de tonos ocres y los recortes de siluetas indefinidas e indecisas: se acercan, trepan por las paredes e intentan rasgar las sábanas; se alejan rechazándose por un segundo para tomar envión y recrear una trigonometría tan robusta como inconcebible. Es nuestra sombra, isósceles del rectángulo, gelatina con sabor a terciopelo púrpura, sangre y saliva, sueños y carcajadas a flor de miradas, claridad espumosa que se zambulle en el océano de nuestras voces que ya saben cómo no prometer nada más profundo que la forma que estamos proyectando ahora a nuestro rededor. En un recodo de la cueva, un oscuro códice prestidigita labios, hombros, espaldas y piernas y sexos cargados, peces y valvas, improbables destinos y sonetos entrecortados.

Saturno cae ahí afuera, en una esquina húmeda de gente que entrecruza sus sombras sin percatarse, y sus anillos se despliegan y nos envuelven, nos distorsionan, sístole y diástole en un abrazo que nos fustiga toda su dulzura. Hay el destiempo y el agujero negro que lo engulle todo. Y por un brevísimo momento, ese que dicen dura el paso de un ángel, nada pero nada tiene importancia. Volvemos condensados como el vapor en gotas de lluvia.

Puede que quede por ahí algún resquicio de solidez dormido desde siempre que se niega a despertar, a dilatarse y despegar. Equilibrios que nos consolidan cuando recuperamos el aliento y nos volvemos vos y yo, esos que buscan tocar fondo con los pies para sentirse seguros en medio de un mar demasiado vasto.

Entonces surgen viajes, miles, ausencias en años luz y quimeras del ego masturbatorio. Encuentros posibles y desencuentros estúpidamente innecesarios. Escapes al borde del hastío porque la rutina y sus demás horrores allegados.

Y no soy quien, ¿pero quién soy para agregar un límite más?

¿Quiénes somos?


Buscando una respuesta entre nuestras dos sombras a punto de disgregarse, mis dedos se deslizan por las cuerdas de tus melodías que se extinguen. Para reconocerte intento tañirte. Husmeo tu rastro en el aire porque me niego a creer que todos estos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia.

¿Pero, qué cuando te encuentre? ¿Qué cuando todo se reduzca a la urgencia de una puerta que se cierra y la ondulación del agua cese y nos veamos instantáneamente enfrentados, sin cercos ni virtudes, al recuerdo de nosotros? Entonces, ¿dónde las palabras y las cifras, los disfraces y el universo mustio de desnosotros? ¿Dónde entonces? ¿Dónde la búsqueda cuando al final el camino siempre nos conduce a las puertas del encuentro?


Divina Penumbra


"En la mira", fotomontaje del biologuero

Divina penumbra
Alejandro Luque


Alguien sonreía, desde lejos, disfrazado de penumbra. El joven representante del pueblo hablaba con un dejo de ansiedad al foro, recitaba la lista casi interminable de anomalías en el uso de los fondos de acción social. Instaba e insistía a sus pares en lo que él definía como un delito aberrante. En alta definición, una cámara captó la gota de sudor que caía desde la ceja sobre el pómulo derecho del concejal. Alguien hizo una remarca irónica sobre el origen del deliberante que la bancada de la derecha festejó como si se tratara de una genialidad. A la izquierda hubo quien frunció el seño y algunos hasta se animaron a levantar el puño. El joven continuó con su descarga y anunció cifras, fechas y nombres.

Cinco minutos después, ya se podía descargar desde Youtube un videoclip de treinta segundos que mostraba el sudor del elegido con la leyenda de “Cuando la mentira te hace sudar la gota gorda”.

Blandiendo un ramillete de hojas en la mano, el joven puso a disposición de la asamblea todos los documentos que verificaban sus aseveraciones. Al fondo del anfiteatro hubo quienes se levantaron indignados, otros partían en silencio y a hurtadillas. Pero justo en frente del joven, a la derecha, se reían y vociferaban; a la izquierda no sabían qué actitud tomar, aunque algunos presentían que su par estaba llevando las cosas demasiado lejos. El edil buscaba con su mirada febril los signos de algún apoyo, casi con esperanza, casi con la sed infantil de un amparo inconcebible. La cámara hizo un zoom ahora de sus manos temblorosas.

Fue desde una cuenta de Facebook que, acto seguido, se dispersó en la red una presentación de veinte segundos con los taglines de “Representante popular saca acusaciones de la galera” y “Cacatúa en la cámara pretende ensuciar la abnegada tarea de nuestros representantes”.

Las manos de la penumbra volvieron a recorrer con premeditada parsimonia la lista telefónica del celular y los dedos eligieron un número. En el hemiciclo, alguien al oeste exigía las fuentes no-mi-nales que estaban a la base de las acusaciones, mientras que al este se organizaba una estrategia de emergencia a seguir de oreja a oreja. El joven diputado respondía blandiendo con fervor su ramillete de páginas fotocopiadas y pedía calma y silencio para continuar con su alegato. La cámara captó en detalle el momento en que el joven sacó de la pechera de su saco un pañuelo color rosa claro, a tono con la camisa, para enjugarse la frente.

Casi al mismo tiempo, el administrador de un foro en línea de discusión política ejecutaba la orden de iniciar un hilo para comentar sobre el nerviosismo sospechoso del edil y conjeturar con ironía acerca de sus manierismos. Al pie de sus mensajes agregaba los enlaces al nuevo video que mostraba los gestos del diputado entremezclados con secuencias de contenido gays, y “La vida en rosa” como banda sonora.

En la penumbra, las mismas manos terminaban con la comunicación y colgaban. El joven pudo hacer sus últimas declaraciones en las cuales acusaba con pruebas irrefutables miembros del gobierno, en complicidad con la propia cámara, de una corrupción desfachatada. El curioso desorden que en seguida estalló en la sala absorbió toda la atención y englutió los nombres, las fechas y los lugares que gritaba desposeído el joven representante del pueblo mientras era retirado del recinto por la autoridad policial.

El único interés que despertó para el pueblo la actuación del diputado aquella tarde fueron los detalles que horas después empezaron a desplegar los medios sobre su licenciosa vida de homosexual encubierto. Curiosamente, al día siguiente y haciendo uso de varios espacios, el vocero de la diócesis cristiana del país recordaba a sus creyentes que la homosexualidad era una aberración inaceptable para la estabilidad de la humanidad.

Del tórrido escándalo de los fondos y del joven edil, que terminó divorciado y sin la tenencia de sus dos hijos, nadie volvió a escuchar una palabra; pero desde las penumbras, las manos siguieron esculpiendo su sonrisa de mármol.

1 de septiembre de 2010

La Puerta De La Piecita


"Puerta y matorral", fotomonaje del biologuero

La puerta de la piecita
Alejandro Luque
                                                                                                   

Hace frío esta tarde. Un frío injusto y penetrable que pide sopa. Pero no será la temperatura ni la sensación térmica las que me atrincheren en la piecita del quinto, ¡no! Sobre todo después de haber escuchado a ese escritor en telenoticias rematar en un francés sin mella su rencorosa entrevista con la incomprensible frase de si el verdugo fanático estuviera aún vivo, debiera estar pudriéndose en Guantánamo (*), como si Guantánamo fuera la contraparte de todas las injusticias y el terror. Me digo abatida que sólo se trata de un personaje más que viste la sotana inocultable del culto al capital a cualquier precio. Quizá por eso y por la sopa es que me arropo en el saco de lana, olvido por un rato las pantuflas y me atrevo a asomar la nariz a través de la puerta para enfrentarme con la traicionera humedad que lo traspasa todo. Sin atravesarla aún, escudriño el exterior y dejo que cada músculo del cuerpo se ponga en guardia. Este es uno de los vicios que conservo desde la época en la que me batía con los avatares de la otra selva. Entera y abrigada de un chal voluntario de convicción como antes, ahora piso el otro lado de la frontera.

Entre gruñidos inútiles, ajetreo la puerta que está hinchada de tiempo y de ausencias, como queriendo despertarle las bisagras y recordarle dónde están los marcos. En otra época, Ernesto me increparía con su gesto abarcador para señalar que yo siempre tengo una excusa a mano para quejarme. Me pregunto si los ochenta que ahora tendría habrían templado su juicio como los marcos de esta puerta. Él no tuvo su oportunidad pero la puerta sí, y yo también. A veces se me ocurre, cuando la puerta no abre o resiste a cerrarse, que habría que derribarla y dejar el paso libre. Después de todo soy una vieja que no posee valores materiales. Si un enajenado de los que siempre existieron viniera a robar mis bártulos, ojalá se llevara todo; porque lo poco que me rodea me pesa. Hasta la caja de zapatos llena de fotos viejas y desteñidas que no encontró mejor lugar para cohabitar con mis recuerdos que el hueco debajo de la mesa de luz. Y si el ladrón se pusiera nervioso por esa nada que mi vida le ofrece, que me la arrebate por infeliz. Yo ya viví bastante y a veces ya ni me acuerdo; sin embargo él tendría toda una vida por delante para podrirse dentro de las cuatro paredes en las que elija sepultarse. No es fácil morir, que nadie crea lo contrario.

Por la humedad. Debe ser por eso que nunca cierro con llave la puerta de la piecita. Así es más sencillo salir y menos difícil entrar. Porque ─convengamos─ cerrar bajo llave el encono espacial al que inevitablemente se tiene que volver es una imbecilidad infame, pero sobre todo arrogante, aunque en el noticiero digan que no, que no es seguro. ¿Por qué nos obligan a infligirnos estos suplicios de presos? Bueno, en realidad sé por qué: por el principio mismo del consumo y del individualismo grosero. Ernesto, de seguro, me diría que lo que aprendió recorriendo las venas abiertas de nuestra contradictoria Sudamérica es que las posesiones nos posesionan, que por ellas nos volvemos marionetas de quienes nos las imponen, y que para mantener a la gente con sus posesiones hay que brindarles seguridad. Marionetas de la seguridad, en eso nos convertimos cada vez que utilizamos el cerrojo de la puerta.

La plaza está vacía y los árboles siempre ausentes. Una maraña de matorrales salvajes corta el senderito tortuoso que los vecinos lograron abrir en su camino hacia la parada de colectivo y los comercios del barrio. Una diría que el intendente piensa que en la selva ciudadana germinan las esperanzas a más de un metro del suelo. Yo creo que en las malezas se esconde el olvido por el otro y la falta de interés.

Una pareja de jóvenes viene hacia mí. No siento miedo porque hace muchos años me digo que los jóvenes son la mejor oportunidad que nos sigue; y aunque sé que hay monstruos, también tengo conciencia de que los monstruos sociales son producto de la desconfianza, de los prejuicios y de la desigualdad institucionalizada. Estos dos caminan tomados de la mano y esquivan entre besos y sonrisas las ramas del matorral de la dejadez municipal que todavía no logrará detenerlos. Estoy pensando en que no repararán en mí al cruzarnos, cuando tu rostro se me aparece casi como en una visión esquizofrénica.

te veo en el pecho del muchacho, Ernesto, en esa prisión de un algodón irónico y aunque sea una de tus facetas menos interesantes, esa cara que mira un futuro promisorio es de las más difundidas. En aquel entonces todavía estabas trémulo y dependiente de las quiméricas estepas rusas; te faltaban aún muchas selvas y no pocas traiciones para terminar convirtiéndote en santo y demonio, como corresponde a todo héroe de casta. Así te me vas acercando, estás a punto de decirme algo quizá tan importante como lo que pensás de todo esto ahora, pero enseguida me das la espalda y te alejas para desaparecer una vez más en la selva sin más signos y

Sigo, como siempre. Al final del camino tortuoso las malezas se abren, se apacigua su euforia urbana y dejan de esconder lo olvidable. Justo en frente, la verdulería me ofrece sus cajones repletos de vegetales exóticos y todos iguales, más caros de lo que mi bolsillo de vieja sin nada puede desembolsar. Hasta me cobrarán el ramito de perejil y lo pondrán en la misma bolsa en la que echarán las tres papas, el pedazo de zapallo y la cebolla que elegí escrupulosamente para la sopa.

Vuelvo sobre mis pasos combatiendo el frío de la noche en ciernes, y justo en frente de la selva del abandono me digo que no quiero volver a verte más reflejado en ningún pecho. Me digo que si esta es la victoria, fracasamos en el intento, che. Y puta madre este cansancio y todas las estupideces que una tiene que escuchar y ver al final.

Llueve ahora en la selva y, como siempre, todo se vuelve instinto, convicción y traicionera oscuridad. El enemigo está agazapado como un felino rabioso que se nos echará encima de un momento a otro. La selva huele a batalla perdida, hiede su rigor de abandono e indiferencia, devora todas las ilusiones y la confianza. Y más allá, mi destino donde me aguarda la puerta de la piecita que, como de costumbre, me sacará gruñidos al intentar cerrarla.

(*) Frase de Jacobo Machover, exilado cubano en Francia y autor de La face cachée du Ché (2007), emitida en un programa de debate y promoción de la cadena parlamentaria francesa.

10 de julio de 2010

Escribir



Escribir
Alejandro Luque

El placer de escribir, como una manera de orgasmear desde el deseo la frustración del día o del mes o del año; como una forma básica de exorcizar los diablos de la mente viciada de entuertos circulares.

Escribir con el intento de mudarse de tanta repetición como de una cáscara que guarda otra cáscara.

Escribir como si se tratara de esculpir una quimera más que intenta definir: definir los cómo y los cuándo y los dónde mierda uno finalmente está o no quiere estar. Como si el hecho de estar o no fuera la condición inexorable de su aceptación de persistir.

Escribir un cacho, vomitarse maltrecho desde el encono diario; escupir envalentonado sobre el rostro del que lee, aunque sea el de uno mismo, una realidad indiscutiblemente subjetiva como todas las otras putas realidades que cobran vida atravesando la puerta de casa y terminan en el claustro donde se labura. Pretención escrita que será (mal)interpretada, (ir)razonablemente (mal)interpretada.

Escribir porque uno se siente ese cúmulo de controversias inescrutables navegando un mar discutible de experiencias propias y ajenas, tan vagas y exactas como las de cualquiera que siempre siempre goza de la posibilidad de escribir mejor que uno.

Escribir y no describirse, porque eso también es escribir, con la certeza de que uno dejará un mensaje en una botella que jamás será rescatado por algún insensato aventurero que nos pudiera exonerar del exabrupto al decodificarnos.

Escribir borracho de (des)esperanza y de (des)consuelo. Saber finalmente, en algún recodo incógnito del ser, que uno empieza a escribir para uno mismo y que eso no indulta el motivo, que ni siquiera lo apacigua ni lo valida.

Escribir detrás de la estrategia que persigue ese endemoniado y supuesto equilibrio que deviene después de la catarsis.

Escribir una carta, un cuento, una protesta, una confesión, aunque más no sea un miserable mensaje.

Escribir prometiéndole al ego insaciable la quimérica gloria transpersonal, a sabiendas de faltar a la promesa por falta del mérito esencial.

Escribir, aunque sólo se trate de exudar el miasma del alma para reconocer, al fin, que el acto no sea ni más ni menos que eso: el placer masturbatorio de escribir.

26 de junio de 2010

Elementos Básicos - Entrevista en el progama radial Cuentos en el Aire - 24/04/2010



Elementos Básicos - Entrevista en el progama radial Cuentos en el Aire - 24/04/2010

El 24 de Abril de 2010, la cuentacuentos Haydée Guzmán y el equipo del programa radial "Cuentos en el Aire", me brindaron la posibilidad de participar en su espacio de FM de Radio Universidad de la Plata.

Ese día se discutió la transferencia del arte del autor al arte del cuentacuentos.

Un fragmento del programa puede escucharse descargando el archivo mp3 AQUI.


Pentimento


 Foto del biologuerà, de la serie Natura à Genevilliers

Pentimento
Alejandro Luque

Como si se tratara de modificar nuestro destino, me pedís que te diga qué me da más miedo. Y en esa pregunta que circula entre esto y aquello me estás exigiendo un corte, una discontinuidad. Es eso lo que me asusta. Me asustan las líneas entrecortadas, porque siento que en el vacío que las separa podemos perdernos, como en nuestros argumentos circulares que nos ponen frente a frente como un dos romano. Me aterran las curvas de mi cuerpo cuando me las señalás para recordarme que son un signo de declinación y el motivo de tu desinterés. No menos que tu insistencia en comer rabanitos y espárragos para pavonearte de lo recto de tus abdominales. Me da miedo verte consumiendo la imagen chata y mudable que te vendieron, porque te quita calor y sustancia. Sin embargo me gustan y animan tanto los caprichosos surcos que ondulan tu frente como los paréntesis que amurallan tus labios, a pesar de las cremas y de la botulina. Te hacen más humana, más marcada por la vida y, por ende, más sabia. ¿Sabés? Se me ocurre que la sabiduría es tan perfecta como un círculo y tan contundente y abarcable como una esfera. La asocio con nuestras cabezas, con los lóbulos de nuestras orejas y la curvatura de nuestros labios –los tuyos, todos–, con nuestras lenguas, tus senos y mi glande, con las extremidades de nuestros dedos, con nuestros ojos. Le tengo miedo al vacío y a la ausencia porque me resultan yermos, aplastados, sin ningún relieve. Con el uno forzado no hay salida ni variedad… no hay volumen… no hay dos: sólo aislamiento y tedio masturbatorio. Me atormenta la ‘o’ cortante que pronunciamos en un no, casi tanto como la que suele habitar nuestros yos cuando perdemos la posibilidad inconmensurable que encierra la 'í' de un sí capaz de abrir todos lo planos posibles. Si querés saber qué me produce más miedo, te digo que nuestra curva cuando está en menguante y nuestra cama cuando se convierte en monotonía individual. Si querés saber más, si algo se puede hacer, hagamos rulos con nuestras lenguas y abrasemos los planos de nuestros cuerpos. Reconquistemos todos los recodos y cañadones oscuros que hemos estado deshabitando y colmémoslos de nosotros. Vas a ver que constelándonos en una célula única crearemos una nueva dimensión sin miedos ni contrarios

12 de junio de 2010

Como Dos Vírgenes


Imagen de la serie Will & Grace

Como dos vírgenes
ADL
Como era de esperar, el recital había estado alucinante, y Myriam, su disonantemente joven y musculosa compañía de fin de semana y yo nos estábamos dirigiendo a nuestro antiguo bar preferido casi volando en la alfombra mágica de estrofas que nos aireaban los colágenos fatigados de ciudad y de nuestros errores consuetudinarios. ¿Por qué será que la música nos une y hace olvidar por un rato la arruga inclemente? Porque hay que decirlo: la Myriam que caminaba justo a mi derecha, ya hacía un tiempo que había dejado de ser aquel personaje resistente a los rigores de noches eternas hidratadas de whisky, carcajadas y lágrimas oportunas. Terminó convirtiéndose en ese espécimen de hembra citadina, complicada y repetitiva que se obstina en patear una cuarentena inapelable a base de cremas francesas y menjunjes alemanes de venta directa en línea, que lo mejor que brindan es el perfume. Sin hablar de sus soporíferas experiencias dentro del elitista gimnasio de San Fermín, donde no lograba levantarse aún a su “personal trainer”. Lo que justificaba sus pésimos humores y un insuperable mal gusto a la hora de elegir.

Y porque el PT no daba bola, ahí estaba entonces el cúmulo de anabólicos que nos acompañaba y coreaba a viva voz. Cara de angel listo para caer, ob-via-mente, y esa turgencia insoportable en la piel y demás superficies manifiestas que transforma el deseo implícito en la firme convicción de promover la abolición de los menores de 45. El musculoso lázaro de este fin de semana –demasiado UV para mi gusto, entre otros horrores– además rezumaba sus escasísimos treinta en un vaho hormonal blasfematorio para el par de juvenoides que pretendíamos ser Myriam y yo. ¿Qué tenía puesto?... Una remera blanca dos números por debajo de su talla, unos jeans empetrolados y desectructurados –¡y sin marca visible!– que sugerían con innegable estrategia el bulto, los triceps y las pantorrillas, y unas tenis blancas (sí, Mike, así que ya se imaginan la especie) de inocultable uso previo. Y encima, cantaba bien y lograba tapar el cacareo imperdonable de Myriam.

Ella, con dos verdaderas maletas por ojeras ocultas detrás de unos Dolche & Banana ahumados de destockage, calzada sólo-Dios-sabe-cómo dentro de unos elastizados negros Bap que parecían continuarse en la camisa Chatel abierta por encima del ombligo. Los tres íbamos perdidos en la niebla de perfumes franceses (Unbarrio, yo, el pestilente Orgamis, ella, y Pulpe mezclado de sudor el otro), para desorientar cualquier olfato incisivo que pudiera cruzarnos, sobre todo gritando estribillos como desaforados. Bastó un cruce de miradas en código para que Myriam se diera cuenta de que tanto canto esencial sobre el pavimento había provocado que el rimel (L'Oneo N° 17) se le corriera. Recomposición inexorable frente a la primera vidriera, unos metros antes de llegar al bar. 

Ni ella ni yo porque el musculoso no contaba imaginamos encontrarnos con Ignacio en aquel lugar. Nos miramos inmutables con Myriam, sendos Daikiris sostenidos por dos dedos en las manos izquierdas, y se nos iluminaron los ojos.
Subió de peso... –declaró Myriam.
Está solo... –deseé en voz alta yo.
... pero los años lo hacen todavía más interesante –se relamió.
... y esta noche yo también –rematé.

Nos enviamos puñales a través de los ahumados (marrón 12 a verde 16, los míos, un azulado monótono y francamente mediocre los de ella) y supimos que la batalla acababa de comenzar. Se nos olvidó la música y los buenos modales, porque ya estábamos a los codazos intentando hacernos paso entre la multitud.
¿Y qué hacemos con tu Juancho Anaboleta? –susurré de forma insidiosa.
Chocolatito –se volvió hacia él y lo acarició con una voz empalagante–, ¿por qué no te vas a cubrir ese cuerpo de dios griego con un poco de sudor? –sugirió señalando al grupo que bailaba a un costado. Yo creí entrever en el asentimiento de su musculoso partenaire un aire con perfume de descargo–. Ya está –agregó Myriam. Dejando la copa sobre la barra, se recompuso, se reacomodó las lolas y me enfrentó como en los viejos tiempos.
Oquéi –respondí–, sin trampas y que gane quien se lo merezca –propuse–. Pero recordá que fue mi primer amor.
Pero, ¿de qué me hablás, ternurita? –me saltó la fiera–. Si vamos a esgrimir amores verdaderos, mejor llamate a la franqueza… Lo amé yo antes que vos, y estoy segura de que algo de aquel fuego debe de haberle quedado… A parte –agregó–, si vino hasta mí fue porque no te soportaba más y necesitaba un buen par de lolas.
Vino hasta vos… –remarqué con ironía–. Te metiste entre nosotros y le pegaste las tetas en la jeta como una ventosa ni bien viste que dudaba… Y tanto lo confundiste, que al final casi se convierte en cura…
Pero, ¡por favor! ¿Vos te viste alguna vez en el espejo? –me laceró con su filosa frialdad.
Sí –repliqué al tono–, yo no tengo dos globos vulgares que me tapan la visión. 

Ya estábamos por trenzarnos, como era nuestra costumbre cuando se trataba de hombres, pero nos paramos en seco al ver que Ignacio estaba muy cerca, efectivamente solo y buscando en el caos un punto de referencia. Yo diría que primero me vio a mí; pero Myriam argumentaría que lo primero que todo el mundo ve son las puntillas que bordan sus despampanantes senos (silicona brasilera talla 98C, 1998, mal año, a rehacer). En ambos casos nos equivocaríamos. Como sea, Ignacio nos vio y logramos a empujones, codazos y pellizcones acercarnos hasta él.
¡Marce…! ¡Myrita…! –exclamó con irreprochable sorpresa el candidato–. ¡Tanto tiempo! –y nos brindó sendos besos profundos y prometedores por los que cualquiera le vendería el alma al diablo.    

Entonces Myriam, sin perder un segundo, comenzó su juego de paneo de lolas de izquierda a derecha hablando del recital que veníamos de presenciar y de los buenos tiempos, y de derecha a izquierda, posando la mano llena de uñas postizas a la francesa (200 mangos en Almambo, color insípidamente púrpura). Al mismo tiempo, yo usaba mis armas: la mirada cómplice y el perfil izquierdo que resalta mi nariz y la curva de mis nalgas aún deseables. Y en pleno despliegue armamentista y en stereo, fue que regresó el Juancho Anaboleta.
¡Ignacio! –escuchamos la exclamación a nuestras espaldas.
¡Javi! –se abrió paso el candidato.

Y se abrazaron, se dieron incontables besos y se dijeron los piropos tópicos. Myriam y yo, sin mirarnos y al unísono, tanteamos con esfuerzo la barra para recuperar las copas de Daikiri, pero el barman ya había perpetrado el raid.
Myriam –dijo el Anaboleta acercándose con Ignacio de la mano–. Qué buena idea haber elegido este lugar –agregó con esos dientes todos igualitos. –Hace un pedazo que quiero reencontrarme con Nacho, y justamente por acompañarte a vos me lo vengo a encontrar acá. –Y Myriam cambió el rictus de asombro al de la mujer que ya se sacaba el taco aguja (van der Merdes, 12 cm, saldo de verano) para hundírselo en el ojo a su interlocutor–. Y tenemos mucho de que hablar, ¿no es así guerrero? –Y le pegó al candidato en el pecho con el puño seguro y los ojos desbordados que prometen lujuria.

Ignacio no dejaba de mirar al Anaboleta con los mismos ojos que alguna vez se posaron sobre mí. Se acercó, sin soltarle la mano a Javier, y me dijo: –Marce, te veo muy bien… A ver si nos hablamos uno de estos días, che. –Y volviéndose hacia Myriam, que estaba agazapada contra la barra como una pantera lista para saltar, formuló la mentira conveniente: –Y vos Myrita, estás radiante como siempre… –para agregar– Espero que no me lo hayas pervertido mucho a Javi. Me lo prestás un ratito, ¿no? –preguntó guiñando el ojo derecho. Y así los dos se perdieron en la multitud, entre las risas y caricias de quienes preparan el reencuentro íntimo.

Salimos del bar casi sin hablar y comenzamos a caminar hacia la avenida. Myriam se quejaba de los putos taxis ausentes de esta puta ciudad aburrida.
–“Mi guerrero” –irrumpió cerca de una esquina–, mirá que hay que ser cursi para llamar a alguien así.
Ya te había dicho yo que tu Anaboleta no me gustaba; muy joven... –agregué.
Marcelo –me paró y preguntó–, ¿me estaré convirtiendo en una vieja culona y vos en un gay ridículo?
¿Qué decís, Myriam? –respondí–, si estamos divinas... ¡como dos vírgenes! 

Explotando a carcajadas, nos tomamos de los brazos y mientras avanzábamos hacia la avenida, nos pusimos a cantar a gritos y sin importarnos otra cosa el último tema del recital. 

Like a virgin, ¡uuuh! touched for a very first time…
 

28 de abril de 2010

Presentación de Elementos Básicos en la Feria Internacional del Libro - Buenos Aires




Aunque sé que algunos tampoco podrán estar en ésta por la distancia, me permito enviarles a todos la invitación a la segunda presentación de mi libro Elementos Básicos, esperando que quienes así lo puedan se hagan un ratito para encontrarnos.

Cuándo: el domingo 2 de mayo a las 16:30 hs.

Dónde: en la sala Alfonsina Storni, en la Feria Internacional del Libro, Predio ferial de Palermo, Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Para mí éste será otro momento muy importante en el que me gustaría estar con todos ustedes. :)


Un abrazo de oso,
Alejandro

PS: Estaré en el stand de Dunken (número 922, pabellón verde) dispuesto para charlar y dedicar los libros el mismo domingo entre las 15 y las 16 hs. 

27 de abril de 2010

De Puentes Y Bichos


Puente carretero de Río Cuarto (foto de este sitio)

De puentes y bichos
Alejandro Luque

Palomas y cuervos. Y por supuesto gente. Pero ni un miserable perro que ladre o que decida hacer de su camino el mío. Tampoco un gato. Las calles y los barrios, no obstante, podrían albergar esos bichos que siempre pensé ubicuos porque solían pulular los lugares en los que viví. Pero aquí no.

Río Cuarto tiene un puente carretero que divide la ciudad en dos bandas: la opulenta y tradicional del sur y la norte, que en aquella época era un desierto en plena conquista. La estructura metálica se yergue sobre un intento de río que muchas veces no es más que un hilo irónico que alimenta la sed veraniega de los riocuartenses. El puente, al que fotografié en detalle para el asombro de los lugareños que lo consideran como un mero paso sin interés, fue ensamblado por un equipo de alemanes en 1914. Siempre me imaginé que algún director de cine lo usaría para filmar una de esas películas bélicas de corte norteamericano, de la que es un fiel exponente. Macizo y eficiente, como toda la tecnología germánica, flota por encima de ese vacío que debiera ser llenado por el cuarto río de Córdoba. El trayecto tiene unos quinientos metros y sendos pasajes peatonales a los costados. Los travesaños y las vigas en “v” de hierro y el relieve de los bulones que los mantienen unidos se suceden con inercia, inertes e inmutables. Yo solía atravesarlo a pie sabiendo que no me iba a caer. Y, sin embargo, esa travesía tenía tanto de aventura, porque cada bloque de hierro definía un recoveco, una especie de abrigo efímero que yo imaginaba como un cobijo abierto al universo. Una noche, en uno de esos rincones, encontré un proyecto de gato todo gris y desamparado que terminó en casa respondiendo al único nombre de una larga lista de intentos: Férula, como el estricto y resecado personaje de La Casa de los Espíritus.

Mis noches de lujuria al otro lado del río “pandito”, regadas de Blenders compartidos con amigos que se volvieron indispensables porque embriagaron mi corazón, me obligaban a pasar por el puente a diario, y de vuelta muy tarde… nocturnamente. La tasa de alcoholemia al regreso jugaba sus descontroles, pero la solidez del puente contenía las posibilidades accidentales de cada movimiento torpe y desencajado. Un hombre borracho y con el corazón lleno pisa mal, huele mal, pero nunca olvida en qué dirección está su norte… siempre de frente entre los diez grados a la derecha y los diez a la izquierda. En esas travesías solían acompañarme los cuzcos ocupas de las dos riveras: verdaderas carcasas vestidas de perros que salían de la oscuridad que reinaba a los lados de las dos entradas del puente. Ladraban frases tan feroces como pretenciosas, pero que terminaban siempre con esa tonta aceptación canina frente a la mano que se estira prometiendo una caricia. Ese gesto humano, que más que otra cosa tenía por objetivo el de amansar los ladridos que atontaban y revolvían el alcohol en la sangre, atraía toda una cohorte desordenada que se diluía casi siempre antes de llegar al otro lado del puente. Sí: nada de confundir territorialidades.


En ocasiones, algún cuzco obstinado intentaba seguirme más allá, donde el asfalto se pierde en una estela de polvo que penetra el desierto de la Banda Norte; pero los guardianes caninos de la otra orilla se despertaban, y el cuzquito osado volvía sobre sus pasos, desconfiado y precavido. En el garaje de estudiante donde vivía, Junín al 250, me esperaba Férula con sus miaús roncos y su pelambre plomiza presta a algún mimo mínimo, pero no demasiado, lo justo, lo que aquella gata decidía. Quizá entonces ella percibía mis estados de embriaguez o, simplemente, vivía su oficio de gata cuyo dueño casi nunca estaba en su madriguera. La cama solía ser una superficie donde arrojarse cansado para metabolizar el alcohol en menos de seis horas, antes de volver a la universidad e intentar escribir una tesis.


Por aquellos días y aquellos lares, el asfalto de la ciudad se confundía con los caminos de tierra, sobre todo en la Banda Norte. No era necesariamente un problema, salvo cuando las precipitaciones iban más allá de las improbables previsiones. Allí y entonces, las calles de asfalto se convertían en pasarelas de agua que desembocaban sobre los alisados a los que transformaban, en minutos, en verdaderos estanques fangosos poblados de cuanto bicho uno pueda imaginarse. Arañas de colores asombrosos, hormigas desesperadas que extendían puentes imposibles, garrapatas flacas que se escondían en los aleros de las casas, grillos silenciosos y perturbados que colonizaban los zaguanes, ratones, por lo común ausentes, que atravesaban desorientados los salones y las cocinas, alguna culebra desalojada… y millones de fastidiosas moscas embelesadas de tanto terreno pegajoso. Al almacén de la esquina iba en botas para comprar matamoscas y espirales contra los mosquitos que brotaban de los estancos sin parar. Nunca faltaba una sanguijuela que se incrustaba en el jean o la piel y que había que despegar con asco para tirarla en el inodoro, lo cual bien pensado era un acto de desplazamiento. Allí arqueaba su cuerpo y se condensaba, justo antes de que vaciara el depósito de agua. Y por la noche, las ranas. No sólo el coro, sino también la visita promiscua. Tanta agua por todos lados invitaba a traspasar el bajo de las puertas, a trepar por los vidrios y saltar dentro de la pileta de la cocina o sobre la cama.  Allí las encontraba por la mañana, perdidas, desesperadas, en un universo equivocado e impropio.


En esos momentos, Férula se volvía más salvaje que de costumbre y no comía su alimento. Pasaba la noche fuera del garaje correteando sobre los techos. A unas cuadras, el río pandito se volvía una masa alocada e incontenible de agua que bajaba hacia su destino, y cruzar el puente de ida o de vuelta cobraba una nueva magnitud. Con todo, los cuzcos no abandonaban jamás sus escondrijos ni sus hábitos. Al otro lado del puente, las tertulias de discusiones eternas con mis amores, intentando resolver el mundo y explicándolo de todas las maneras posibles, se sucedían sin considerar el nivel del agua. Las noches eran abiertas y los perros seguían ladrando. Los gatos maullaban sus celos como bebés desesperados. Los zorzales y las urracas pasaban, anidaban y después partían, como el agua.

Hoy, justo antes de atravesar el majestuoso Pont Alexandre III con una lata de cerveza fuerte en la mano, me asombré de la belleza del Grand Palais a la izquierda y de la contundencia neobarroca del Petit Palais a la derecha. El Sena, masivo y agitado, reflejaba los rayos de un sol tímido sobre su cresta e iluminaba el oasis de árboles rivereños que nunca dejó de irrigar. Había mucha gente sacando fotos y hablando idiomas inciertos. Casi por instinto busqué algún perro suelto, algún gato abandonado en un rincón. Sólo encontré hordas de palomas y varios cuervos saltando a la pezca de algún tesoro. Alguien se acercó y me pidió en una lengua universal que le sacara una foto, y clic. Volaron algunas palomas mientras uno de los cuervos, posado sobre la cabeza de una ninfa, miraba con avidez el ocular de la cámara que seguramente reflejaría el sol. Sin pesar, con la convicción que da una vida plena de decisiones, tomé conciencia de que siempre crucé los puentes solo, y hoy lo volvía a hacer tan embriagado como antes.

Del otro lado del puente recordé y no pude evitar comparar los desiertos y los oasis de la vida. Bien que a mi espalda se acostaba el sol sobre la torre Eiffel, uno de mis espectáculos preferidos, me di cuenta de que en París no hay perros en las esquinas, ni gatos abandonados. No hay calles de tierra ni la ironía de un río pandito que se desborde. Sólo palomas y cuervos. Y, por supuesto, extraños.

8 de abril de 2010




Presentación de Elementos Básicos en La Casa de Madera - Mar del Plata

Aunque sé que algunos no podrán estar por la distancia, me permito enviarles a todos la invitación a la primera presentación de mi libro Elementos Básicos, esperando que quienes así lo puedan se hagan un ratito para encontrarnos.

Cuándo: el viernes 16 de abril a las 19 h.

Dónde: en La Casa de Madera, Mar del Plata, en la calle Rawson al 2250.

Para mí será un momento muy importante en el que me gustaría estar con todos ustedes. :)

Un abrazo de oso,
Alejandro

PS: no tengo los libros en mi poder, y no sé cuando estarán en librería. Sí sé que ya está disponible en el catálogo de Dunken:

En Buenos Aires la presentación será el 2 de Mayo, en la feria del libro. Por esa otra presentación ya recibirán las precisiones.


3 de abril de 2010

Publicación de ELEMENTOS BÁSICOS


Link al catálogo de Editorial Dunken--> Elementos Básicos - Alejandro Luque


Elementos Básicos
Cuentos y relatos breves

Alejandro Luque



Elementos básicos es una recopilación de textos “revisitados” que surgieron de mi participación en dos espacios literarios en línea: el Foro de cuentos de LNOL y el foro de cuentos y relatos breves Perras Negras. La antología refleja mis preocupaciones y vivencias más importantes durante los últimos cinco años, como la comunicación, la soledad, el extranjero, el valor de la palabra, los miedos primarios, las pasiones y los deseos, las injusticias, el asombro y la desilusión, la esperanza, el desencuentro y el pasado como causa que nos precede.

Organizados en cuatro capítulos y un epílogo implícito, los treinta y nueve relatos de Elementos básicos parecen entablar un diálogo independiente a su propia creación, resonando con insistencia una serie de conceptos e imágenes como si dialogaran en voz baja entre ellos a veces de manera sutil, otras de forma manifiesta. De alguna extraña manera, los cuatro símbolos persisten en cada historia como la quintaesencia de una memoria indeleble en el propio intento de escribir.


Luque, Alejandro
Elementos básicos. Cuentos y relatos breves.

1a ed. - Buenos Aires: Dunken, 2010.
160 p. 16x23 cm.
ISBN 978-987-02-4399-1
1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. 3. Relatos. I. Título
CDD A863


2 de abril de 2010

Entenderás


 Campaña española contra la violencia de género

Entederás
ADL

Pensaste quizá, desde el principio, que ciertas expresiones de mi rostro carecían de sentido, y por eso te permitiste persistir y volver a comenzar, una y otra vez. Y quizás también los monosílabos que me arrancaba tu insondable presencia te parecían un juego, un murmullo de gata arisca y caprichosa que siempre terminaba viéndote allí arriba como al enorme y poderoso domador de fieras que pretendías ser.

Quizá creíste, al regresar esta tarde con un nuevo saco repleto de promesas y súplicas repetidas, que encontrarías a la misma mujer en la casa: esa que siempre fui y que vos te empeñabas en tallar con tus manos, tu cabeza, tus piernas, con lo que se te cruzara en el camino. Sin duda te olí desde la habitación antes de que tus puños comenzaran a descargar su impaciencia sobre la puerta que no debías franquear. Vos, como de costumbre, habrás percibido mi desesperación aferrándose a los muros de nuestra ruina labrada a fuerza de desrazones.

Quizá en ese momento te convenciste de que los eternos vecinos ciegos sordos mudos seguirían sin entrometerse. Seguramente fue por eso que, desde tu cómoda impunidad, derribaste la puerta como un toro rabioso, te volviste a meter en mi vida y en mi carne que considerabas tu propiedad, y me arrinconaste ‒una vez más‒ entre la cama y el ropero ya vacío. Como de costumbre no escuchaste los gritos, todos tus gritos. No necesité aclararte que me largaba porque no me diste tiempo. No obstante, al reconocer los efluvios imparables de tu adrenalina, volví a decirte "¡No!".

Quizá el germen de tu enfermedad fue siempre la injustificable imposibilidad de comprender el alcance y el límite de esa palabra tan simple, por lo que el último golpe fue el más certero de toda tu vida y llegó antes que la policía.

Pero si algo hay de seguro, aunque ya sea tarde, es que ya no podrás venir a dejarme flores ni a llorarme arrodillado. Desde hoy podrás empezar a domar el tiempo en tu jaula para imaginar qué habría sucedido con nuestras vidas de haber respetado el significado del primero y el último de mis “¡No!".