27 de abril de 2010

De Puentes Y Bichos


Puente carretero de Río Cuarto (foto de este sitio)

De puentes y bichos
Alejandro Luque

Palomas y cuervos. Y por supuesto gente. Pero ni un miserable perro que ladre o que decida hacer de su camino el mío. Tampoco un gato. Las calles y los barrios, no obstante, podrían albergar esos bichos que siempre pensé ubicuos porque solían pulular los lugares en los que viví. Pero aquí no.

Río Cuarto tiene un puente carretero que divide la ciudad en dos bandas: la opulenta y tradicional del sur y la norte, que en aquella época era un desierto en plena conquista. La estructura metálica se yergue sobre un intento de río que muchas veces no es más que un hilo irónico que alimenta la sed veraniega de los riocuartenses. El puente, al que fotografié en detalle para el asombro de los lugareños que lo consideran como un mero paso sin interés, fue ensamblado por un equipo de alemanes en 1914. Siempre me imaginé que algún director de cine lo usaría para filmar una de esas películas bélicas de corte norteamericano, de la que es un fiel exponente. Macizo y eficiente, como toda la tecnología germánica, flota por encima de ese vacío que debiera ser llenado por el cuarto río de Córdoba. El trayecto tiene unos quinientos metros y sendos pasajes peatonales a los costados. Los travesaños y las vigas en “v” de hierro y el relieve de los bulones que los mantienen unidos se suceden con inercia, inertes e inmutables. Yo solía atravesarlo a pie sabiendo que no me iba a caer. Y, sin embargo, esa travesía tenía tanto de aventura, porque cada bloque de hierro definía un recoveco, una especie de abrigo efímero que yo imaginaba como un cobijo abierto al universo. Una noche, en uno de esos rincones, encontré un proyecto de gato todo gris y desamparado que terminó en casa respondiendo al único nombre de una larga lista de intentos: Férula, como el estricto y resecado personaje de La Casa de los Espíritus.

Mis noches de lujuria al otro lado del río “pandito”, regadas de Blenders compartidos con amigos que se volvieron indispensables porque embriagaron mi corazón, me obligaban a pasar por el puente a diario, y de vuelta muy tarde… nocturnamente. La tasa de alcoholemia al regreso jugaba sus descontroles, pero la solidez del puente contenía las posibilidades accidentales de cada movimiento torpe y desencajado. Un hombre borracho y con el corazón lleno pisa mal, huele mal, pero nunca olvida en qué dirección está su norte… siempre de frente entre los diez grados a la derecha y los diez a la izquierda. En esas travesías solían acompañarme los cuzcos ocupas de las dos riveras: verdaderas carcasas vestidas de perros que salían de la oscuridad que reinaba a los lados de las dos entradas del puente. Ladraban frases tan feroces como pretenciosas, pero que terminaban siempre con esa tonta aceptación canina frente a la mano que se estira prometiendo una caricia. Ese gesto humano, que más que otra cosa tenía por objetivo el de amansar los ladridos que atontaban y revolvían el alcohol en la sangre, atraía toda una cohorte desordenada que se diluía casi siempre antes de llegar al otro lado del puente. Sí: nada de confundir territorialidades.


En ocasiones, algún cuzco obstinado intentaba seguirme más allá, donde el asfalto se pierde en una estela de polvo que penetra el desierto de la Banda Norte; pero los guardianes caninos de la otra orilla se despertaban, y el cuzquito osado volvía sobre sus pasos, desconfiado y precavido. En el garaje de estudiante donde vivía, Junín al 250, me esperaba Férula con sus miaús roncos y su pelambre plomiza presta a algún mimo mínimo, pero no demasiado, lo justo, lo que aquella gata decidía. Quizá entonces ella percibía mis estados de embriaguez o, simplemente, vivía su oficio de gata cuyo dueño casi nunca estaba en su madriguera. La cama solía ser una superficie donde arrojarse cansado para metabolizar el alcohol en menos de seis horas, antes de volver a la universidad e intentar escribir una tesis.


Por aquellos días y aquellos lares, el asfalto de la ciudad se confundía con los caminos de tierra, sobre todo en la Banda Norte. No era necesariamente un problema, salvo cuando las precipitaciones iban más allá de las improbables previsiones. Allí y entonces, las calles de asfalto se convertían en pasarelas de agua que desembocaban sobre los alisados a los que transformaban, en minutos, en verdaderos estanques fangosos poblados de cuanto bicho uno pueda imaginarse. Arañas de colores asombrosos, hormigas desesperadas que extendían puentes imposibles, garrapatas flacas que se escondían en los aleros de las casas, grillos silenciosos y perturbados que colonizaban los zaguanes, ratones, por lo común ausentes, que atravesaban desorientados los salones y las cocinas, alguna culebra desalojada… y millones de fastidiosas moscas embelesadas de tanto terreno pegajoso. Al almacén de la esquina iba en botas para comprar matamoscas y espirales contra los mosquitos que brotaban de los estancos sin parar. Nunca faltaba una sanguijuela que se incrustaba en el jean o la piel y que había que despegar con asco para tirarla en el inodoro, lo cual bien pensado era un acto de desplazamiento. Allí arqueaba su cuerpo y se condensaba, justo antes de que vaciara el depósito de agua. Y por la noche, las ranas. No sólo el coro, sino también la visita promiscua. Tanta agua por todos lados invitaba a traspasar el bajo de las puertas, a trepar por los vidrios y saltar dentro de la pileta de la cocina o sobre la cama.  Allí las encontraba por la mañana, perdidas, desesperadas, en un universo equivocado e impropio.


En esos momentos, Férula se volvía más salvaje que de costumbre y no comía su alimento. Pasaba la noche fuera del garaje correteando sobre los techos. A unas cuadras, el río pandito se volvía una masa alocada e incontenible de agua que bajaba hacia su destino, y cruzar el puente de ida o de vuelta cobraba una nueva magnitud. Con todo, los cuzcos no abandonaban jamás sus escondrijos ni sus hábitos. Al otro lado del puente, las tertulias de discusiones eternas con mis amores, intentando resolver el mundo y explicándolo de todas las maneras posibles, se sucedían sin considerar el nivel del agua. Las noches eran abiertas y los perros seguían ladrando. Los gatos maullaban sus celos como bebés desesperados. Los zorzales y las urracas pasaban, anidaban y después partían, como el agua.

Hoy, justo antes de atravesar el majestuoso Pont Alexandre III con una lata de cerveza fuerte en la mano, me asombré de la belleza del Grand Palais a la izquierda y de la contundencia neobarroca del Petit Palais a la derecha. El Sena, masivo y agitado, reflejaba los rayos de un sol tímido sobre su cresta e iluminaba el oasis de árboles rivereños que nunca dejó de irrigar. Había mucha gente sacando fotos y hablando idiomas inciertos. Casi por instinto busqué algún perro suelto, algún gato abandonado en un rincón. Sólo encontré hordas de palomas y varios cuervos saltando a la pezca de algún tesoro. Alguien se acercó y me pidió en una lengua universal que le sacara una foto, y clic. Volaron algunas palomas mientras uno de los cuervos, posado sobre la cabeza de una ninfa, miraba con avidez el ocular de la cámara que seguramente reflejaría el sol. Sin pesar, con la convicción que da una vida plena de decisiones, tomé conciencia de que siempre crucé los puentes solo, y hoy lo volvía a hacer tan embriagado como antes.

Del otro lado del puente recordé y no pude evitar comparar los desiertos y los oasis de la vida. Bien que a mi espalda se acostaba el sol sobre la torre Eiffel, uno de mis espectáculos preferidos, me di cuenta de que en París no hay perros en las esquinas, ni gatos abandonados. No hay calles de tierra ni la ironía de un río pandito que se desborde. Sólo palomas y cuervos. Y, por supuesto, extraños.

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