21 de agosto de 2009

Afuera


Afuera
Alejandro Luque


El beso rápido y superficial como los de las viejas publicidades nos alcanza cuando uno de los dos cierra la puerta del placard luego de haber colgado por enésima vez las trazas estereotipadas del engaño. “¡Hola!”, decimos al unísono, desembarazándonos de las manchas que pesan en el seno de una intimidad igual de forzada que civilizada. Desde la consecuencia de eventos automáticos que se establecen estratégicamente para durar, el otro va a la cocina a tomar un sorbo de agua mineral que diluya la saliva del tercero. El primero aprovechará para entrar en la habitación y mudarse de las escamas que crecen cuando se repta sobre otras sábanas. Atestiguamos como zombis, una vez más, la resistencia al cambio. Rondamos nuestra relación como dos fantasmas que se aferran a su propia muerte a toda costa; y acompañándonos nos desencontramos en justificaciones mutuas.

El amor había partido una tarde de nuestro otoño perenne por la misma puerta insulsa que usábamos para escaparnos por la mañana del mundo de la cohabitación condescendiente. En aquel momento uno de los dos habrá preguntado por protocolo “¿Qué tal el trabajo?” para que el otro respondiera por primera vez con el monosílabo de rigor mientras buscaba el control remoto del chupete electrónico. Luego el horno a microondas habrá oficiado de cocinero en aquel mundo de tiempos falsos y demasiado exhaustos; la mesa, de la excusa plana y sin relieves; y la habitación, de cofre que guarda ansiolíticos y forros, que cobija el sexo por decoro y calendario y que fermenta oscuridades.

Así comenzamos a volver puntualmente a la morada para castigarnos minuciosamente por nuestras infidelidades implícitas. Uno de los dos retiraba los platos y los cubiertos, el otro los lavaba, y cuatro manos enajenadas y desemparejadas secaban y ordenaban. Quedaba el zapping sobre el sillón Stark que nos abrazaba con el diseño obstinado de sus mil seiscientos dólares en veinticuatro cuotas. Luego el rito de acostarnos, de refregarnos el uno contra el otro y de volver a firmar el contrato, “Te amo”, “Yo también”, “Ponete el látex”, “Ya está”. Finalmente quedaba fingir la unión y la constelación: desposeer y alejarse. “¿Acabaste?”, “No, abrite más, que así no puedo”, “¿Así?”, “Sí”. Sentir sobre la piel y las entrañas, sobre las dos pieles y las dos entrañas, el silencioso rechazo acordado a dúo.

Ahora, el primero que ponga los pies en el suelo frío tendrá derecho a ducharse antes y a dormirse sin necesidad de preguntar o de responder. El segundo ganará acceso directo a la heladera y podrá capturar algo dulce; luego usurpará la sala y el home theater para brindarse un buen vaciamiento profiláctico de la conciencia; y por último tendrá vía libre para declamar en lenguaje de texto las diferencias ineluctables.

Todo seguirá así, hasta llegar a ese momento en el que los fantasmas se cansarán de los ectoplasmas del amor y se materializarán en entes mudables que parten. Mientras tanto, sólo nos queda saborear el encuentro con los espectros que nos esperan al otro lado de la puerta indefectiblemente insulsa.

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