8 de agosto de 2009

Pasión De Malevos

Pasión de malevos
Alejandro Luque


Todos en Santa Polola estábamos pendientes de los encuentros entre el Chulo y el Tajo. Manifiestamente se odiaban y parecía claro que no había lugar para los dos en el pueblo. Quien más, quien menos vaticinaba un final de sangre. Cada uno por su lado se pavoneaba con las putas del caserío y bastaba que se cruzasen sobre la misma vereda para que los facones encandilaran las vista de los paseantes y los ponchos flamearan en el aire. Como dos gallos se medían y amagaban el ataque, pero casi siempre se contenían. Así, cada pareja seguía su viaje dejando a sus espaldas una tensión que se podía palpar.

Una noche de luna tramposa los encontró a ambos en el bar del turco Sulimán. Recuerdo que el Chulo estaba en la barra tomando una caña cuando escuchó el grito camorrero del Tajo que se le venía al humo por la espalda. En un segundo se trenzaron. Sulimán se agarró la cabeza mientras los malevos rompían mesas, copas y botellas al rodar por el piso como dos sanguijuelas con fuego en la piel. Aquella vez el Chulo le marcó el brazo al Tajo y éste logró ensartarle la hoja en la oreja al otro. Cuando vi que Sulimán sacó su bufoso salí corriendo y me escondí en la suite al costado de la barra. En segundos el bollo de malevos entró catapultado a la habitación. No se percataron de mi presencia mientras seguían su baile de niños envueltos sobre el piso del bulo. La puerta se había cerrado y atrancado durante la pelea; por detrás se escuchaban las puteadas del turco. Aún rodaban su abrazo cuando los quejidos se transformaron en risotadas. El facón dispuesto en la mano del Tajo casi me encegueció con el reflejo de la luna espía. Se había montado sobre el tronco del Chulo y lo inmovilizaba con sus piernas. Pero no fue el filo del arma blanca el que se descargó sobre el cuerpo apresado.

El beso fue profundo como la noche y sin afrenta. Cuando el turco logró derribar la puerta, el Tajo salió volando por la ventana, y la sonrisa del Chulo, que lo siguió en la carrera, se le congeló en la cara al descubrirme agazapado en el rincón.

No los volvimos a ver aunque las malas lenguas nunca dejaron de murmurar que los dos malevos seguían jugando su pasión inconfesable al otro lado de la sierra.

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