3 de agosto de 2009

El Error

Tumba de la familia Raspail - Père-Lachaise, París

El Error
ADL

Se despertaba por instinto antes de las Laudes y miraba el reloj. Con delicadeza retiraba la sábana que cubría su cuerpo con ese gesto conocido que repetía cada noche, cinco minutos antes de las tres. Entonces sus pies desnudos tocaban la laja gris de la celda. En invierno, la planta de los pies comunicaba el dolor lacerante del frío al hueso. En esos momentos sor Sixta levantaba la mirada y agradecía al Cristo sobre la cabecera de su catre. Para evitar la seducción de la tibieza del verano, solía desperdigar granos de maíz por el suelo. De pie, frente a la única silla en el reducto, se quitaba el camisón de algodón y los cinturones con púas de plomo. Siempre con los ojos cerrados se embutía en su sotana negra y se calzaba con su único par de zapatos, demasiado 33 para su torturados 37. Besaba la cruz colgada en la pared y acomodaba su propio crucifijo en la oquedad del pecho seco. Diez minutos después salía de su celda y bajaba las escaleras, a oscuras y con sigilo, hasta el refectorio.

Una vez en la cocina podía observar el seminario curial a través de la ventana, justo en frente del claustro. Allí esperaba la señal. Ésta llegaba como una insinuación desde las profundidades de la oscuridad en la que el portal del huerto que daba al cementerio, casi imperceptible a esas horas de la madrugada, cambiaba de un marrón profundo a un negro aterciopelado. Sixta, entonces, abría la puerta de la cocina, se persignaba, la cerraba a sus espaldas y corría en dirección del olivo del huerto. Con luna llena o nueva, sequía o nieve, el olivo era el milagro de la abadía: siempre con hojas y fértil. La sombra de Sixta en la noche era su disfraz más cómplice. Del olivo al portal del cementerio sólo había diez pasos.

El rosario colgado en el portal abierto era la señal para avanzar sin peligro. Del otro lado del muro quedaba por franquear las tumbas y la plazoleta de San Francisco para alcanzar el mausoleo episcopal. Allí estaría él, esperándola como cada noche. Juntos se volverían a reunir para cumplir con el pacto que hubieron sellado diez años atrás. En las insospechables profundidades del edificio mortuorio, se encontrarían cara a cara, una vez más, sin poder calmar la excitación.

–¡Querida Sixta!...
–¡Hermano Pablo!...
–Vía Jesús.
–Amén.

Como después de cualquier misa Pablo se quitaba la faja violeta que sostenía la cintura de su sotana; Sixta su tocado negro con los ojos siempre cerrados. Envolviendo sus manos con todas esas telas, Pablo corría la pesada lápida de la fosa que escondía un pasadizo secreto, y ambos bajaban por la escalera para llegar al sótano.

Allí estaba encadenado, casi tragado por la oscuridad del rincón que lo albergaba, el error. Un cuerpo retorcido por el castigo infame del síndrome de Proteus. Un monstruo informe de diez años incapaz de hablar ni de moverse. Sixta le devolvía el rosario a Pablo que sacaba, como de costumbre, los restos de comida escondidos debajo de su sotana y se los entregaba a la hermana. Ella los aceptaba y se acercaba gateando hasta el error. Desmenuzando el alimento en mendrugos, los metía con delicadeza en la boca deformada que aceptaba entre gruñidos.

–Hijo mío querido… ¡Perdón! –lloraba Sixta su pecado, al tiempo que frotaba y ungía con sus lágrimas la piel rugosa e inflamada debajo de las cadenas que contenían al error.
–Dios nos perdone, mi ángel –replicaba Pablo, mientras rezaba su rosario en el rincón opuesto del sótano y sin mirar.

Y ya no hablaban más. Juntos recogían los excrementos del rincón y cubrían con un manto oscuro y limpio el cuerpo del error que se dormía. Volvían sobre sus pasos habitualmente antes de las cinco. Como en cada madrugada antes de la hora prima, Sixta y Pablo intentaban conciliar un sueño imposible en la oscuridad desdentada de sus respectivas celdas.

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