1 de julio de 2006

... Y Después Soy Biólogo


La mesada de trabajo del Biologuero

... Y después soy biólogo
Alejandro Luque

Por la mañana existe ese lapso de tiempo entre el desayuno rápido y la puerta del ascensor que se abre frente al lugar que me contendrá una gran parte del día. Ese intervalo es lo más personal e íntimo de mi existencia social. Bajar las escaleras de mi departamento, abrir la puerta -no exactamente para ir a jugar-, husmear el aire, y cruzar la calle. Al paso, reconfortarme con los colores en plena construcción estética que el artista de mi verdulero pinta magistralmente. Entrar, enseguida, al bar-tabac para comprar los veinte cilindros demoníacos y encender uno compulsivamente. Nada me impide darle un vistazo al escaparate de Mirto, un negocio de ropa para jóvenes. A esa hora de la mañana todavía no manifiesto un juicio vehemente sobre las locuras de la moda. Me contento con saborear las potencialidades perdidas de mi cuerpo sintiéndome al lado de mí mismo. Luego el semáforo de l’Avenue de Clichy. Me preguntarán qué tiene de especial un semáforo en una avenida. Les respondo que mucho, y éste especialmente.

Hace varios años, cuando el tedio actual era un asunto impensable, una mañana muy fría de otoño, casi pegado al semáforo esperando que vomite su hombrecito verde, vi una chica joven que se me acercaba corriendo toda ella vestida en miles de capas de tules de colores y varias bufandas desplegadas como alas en su espalda. Creí que iba a saltarme encima, pero simplemente se agachó y recogió del pie del semáforo una hoja de álamo. Cuando se incorporó, me miró a los ojos sólo un instante, secó la hoja con los puños de su pulóver violeta y la abrigó en su vientre. Cruzamos juntos la avenida pero yo me dejé devorar por las fauces inclementes del metro, mientras que ella se habrá librado a la mañana parisina que reserva el rigor y sus grietas.

El viaje en metro es siempre eso: un viaje donde todos son piernas o rostros que esquivan otros rostros. La intimidad más próxima sin el mínimo contacto humano. El gusano avanza por el túnel secretando y absorbiendo viajeros. Finalmente todo pasa como los boletos por las máquinas, sin dejar rastro ni alma. Pero yo disfruto de ese viaje. A veces juego sonrisas, otras insinuaciones de caricias. Alguna vez fijé la mirada y, sólo una, recibí una cachetada. Por lo general, leo.

Cuando llego a la estación en frente de mi trabajo, el gusano me expulsa y saludo Les Invalides, primero, y la Dama de Hierro, después. Cruzo el campus entre el perfume de los narcisos en invierno o las hortensias en verano. Camino aún libre de mi contrato de trabajo. Saludo al quiosquero que acepta reservarme alguna locura cinéfila. Me acerco al edificio, tomo el ascensor. Cuando la puerta se abre, me dejo tragar por ese lugar que me dará de comer.

Después, soy biólogo durante unas ocho horas.


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