1 de julio de 2006

Diferencias Horarias


Torre Eiffel penetrando la bruma, foto del Biologuero

Diferencias Horarias
Alejandro Luque

Volver, cuando de distancias y de tiempos se trata, posee ese matiz inevitable del miedo al encuentro y, a la vez, al desencuentro. El traslado en sí opera a modo de intersticio entre las rutinas de la nueva vida y las viejas imágenes que uno mismo dejó impregnadas en ese lugar al que uno vuelve. Una hora de viaje se convierte en sesenta minutos de posibilidades, de dudas, de recuerdo, ya hilarante, ya lacerante. Y uno avanza como la flecha que busca el blanco, decidido y prácticamente imparable. Y el tiempo cambia a medida que se atraviesan los meridianos.

Llegar es algo así como recuperar la valija y otros menesteres que uno depositó un tiempo antes en una consigna. Hay ese ánimo de recuperación, de readquisición de códigos, de hábitos, de reconocimiento meteorológico del cielo, de la tierra y de los humores. Vientos fuertes, humedad penetrante, sensación térmica, dérmica, visceral. Y también las horas, porque si volver es sentirse la flecha que se dirige al blanco, llegar es tomarse el tiempo para perder la piel, para desnudarse de todas las ropas, seguramente inadecuadas para recorrer el otro lado del charco. Luego uno va vistiéndose en cada kilómetro que une el aeropuerto con el primer destino que marcará un descanso. Es un proceso casi natural, inexorable, y no está exento de un cierto pudor. Es en esos momentos en los que uno mira el reloj y se da cuenta de que ganó o perdió varias horas.

Estar implica poner en pausa lo que se dejó del otro lado y arrancar aquello que quedó detenido en el lugar de destino. Es durante ese intervalo de un tiempo necesariamente desordenado, que uno recupera la identidad propia que siguió viviendo en los otros durante su ausencia. Uno se reconvierte a la realidad más subjetivamente inalterada que los otros le reclaman. Se podrían argumentar millones de canas nuevas, arrugas y curvas siempre in crescendo, hasta la infección de algunos acentos extraños que delatan la enfermedad del exilio. Pero allí, en cada encuentro, en cada mate y asado, en cada vaso de vino tino o en el porro de la paz de toda reunión de viejos conocidos, uno vuelve a ofrecer lo que fue a la luz de los demás. Y las horas nuevamente; porque aún con el flamante atuendo de visitante local, ahora es el alma y sus alrededores los que piden su momento para mutar, o quizá para desmalezarse del aire impregnado del otro mundo, tal vez para despertarse. Sin pretenderlo, uno recrea una simbiosis imposible con el pasado, con su pasado; con esa parte de su vida que quedó truncada, desmembrada de todo futuro el día que se ejecutó el primer partir, pero que no murió ni se desvaneció. Porque los códigos se retoman como si se los hubiese dejado a un costado por un rato. Porque los ojos ingenuos comienzan a olvidarse de las canas y de las curvas para develar los rostros de siempre, esos que permanecen inmutables detrás de las caras. Por momentos, las alas se despliegan.

Regresar es el salto al vacío conocido. En ese nuevo volver las horas son siglos interminables. La miríada de sensaciones y momentos inolvidables flota en una suerte de presente quimérico y comienza a decantar lentamente. Las vecindades del alma y el alma misma se abroquelan, se contraen, se encierran en su capullo. Uno se pone el traje del regreso con el primer signo inocultable de la vuelta. No es natural, pero es necesario ese arropamiento poco instantáneo. Debajo, el charco inmenso se encarga de ahogar el dolor que pudiera aflorar. El mecanismo de pausa y arranque se disparan y la flecha se lanza a su nuevo blanco.

Ser del otro lado tiene que ver con el cambio, vivir con las decisiones que se han tomado de una u otra forma alguna vez. Vivir a veces bien, a veces mal. Caminar un sendero con códigos a los que uno se va habituando, pero que nunca serán los de uno. Algo debe haber de importante en ese quedarse del otro lado, de lo contrario no tendría sentido el regreso. Quizá tenga que ver con esa sensación sutil que suele surgir durante la estadía: saberse de paso, siempre, y siempre extranjero en cualquier lugar. Parece increíble, pero una vez que se es extranjero, no hay posibilidad de reversión. Queda la esperanza de volver, de llegar y de estar de vez en cuando, como sucedáneo para ese ser que se es, aunque las horas intenten engañarlo a uno con sus sesenta minutos de ubicuo rigor de presente. Y desde ese presente en la distancia, uno aprende a ser muchos, y varios de nosotros logramos ser felices, de a ratos.

Obviamente, uno vuelve a cambiar la hora al llegar al aeropuerto.

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