3 de abril de 2011

Sin Importancia



Foto del sitio Rue de Vinaigriers


Sin importancia
Alejandro Luque


Cuando la enfermera del Centro de Seguridad Social le preguntó cómo se llamaba, él respondió Ernesto, dudando entre sopor y entumecimiento. Lo llevaron en andas hasta una gran sala tapizada de azulejos blancos. Intentaron desnudarlo completamente, pero las medias se negaron. Alguien vestido enteramente de blanco (¿un hombre, una mujer?... a quién le importa) lo manguereó con agua ni fría ni caliente. Luego lo enjabonó y lo frotó enérgicamente con algo muy áspero.  
Después de secarlo, lo condujeron a otra habitación en la que lo recibió ese tipo que siempre preguntaba cosas y que ordenó incinerar sus ropas a alguien vestido de verde (¿hombre, mujer?... qué importa). Otro (¿era una mujer?... de todos modos, a quién le importa) le ofreció un bulto de ropa limpia.
A continuación, y como tantas otras veces, le preguntaron por su identidad a lo que él respondió desde su brumosa despreocupación porque, ¿de qué habría de preocuparse? Luego de pensar unos minutos, improvisó un apellido, pero escuchó que le decían que no era ése. Se esforzó, entonces, en aclarar que de su nombre se acordaba casi siempre al instante: Ernesto. Ernesto. Sí, Ernesto.
Todavía no se había vestido y apareció una enfermera (mujer, seguro que sí), con algodones, pinzas y frasquitos, que se puso a retirar las medias incrustadas en la carne. A un costado, ese tipo que siempre preguntaba cosas ahora quería saber qué pasaba con la familia, que si había ido a verlos. Y la respuesta le surgió como tantas otras veces en un mismo vómito: que qué familia, que lo dejen tranquilo. Y por qué, insistía el tipo, y la respuesta volvía a sepultar un dolor inconmensurable: porque es así. El tipo ese le repetía que estaba casado, que tenía una hija mayor, que había sido contador, que tenía que hacer algo ya, que era una vergüenza terminar en ese estado.
Pero no había nada que entender, nada importante. Porque a pesar de los andrajos de sus ropas que ya estarían ardiendo en el horno, o de los pedazos de las medias que la enfermera extraía de su carne y que caían a los costados de los pies hediondos y ulcerados, o de los piojos desalojados por los chorros de agua desinfectante y eso áspero con que lo frotaban siempre, la puerta abierta del Centro, la que da a la calle, era la única posibilidad real. Ernesto era eso ahí y ahora, y a nadie le importaba; ni siquiera a Ernesto cuyo apellido ya no existía.
Lo dejaron salir a la mañana siguiente, luego del desayuno que casi no probó. Con los centavos que le dieron en el Centro tomó el subte, e intentó volver al yermo de la ciudad que solía cobijarlo de asfalto y monedas sobrantes. Los pies vendados dentro de las pantuflas le dolían mucho.
Al recoveco que había conseguido ayer, hoy ya otro (¿un hombre, una mujer?... qué importa) lo había ocupado, así que a seguir caminando. Pero antes de continuar se sacó las vendas. En la costanera debe haber lugar, pensó.
Percibía un olor nauseabundo trepándole desde sus propios pies que supuraban una baba amarillenta, y se dijo que el río sería un buen lugar para aliviar su malestar. Caminó más allá de los muelles y descendió por una explanada hasta el barro: avanzó sin pensar y no le produjo casi nada sentir el agua a la altura de las rodillas. Miró el horizonte y vio la bola de fuego tocándolo. Pensó en las ropas que le quitaron en el Centro y sintió una especie de vieja frustración que venía y se iba.
A lo lejos alguien pescaba robando (un hombre, una mujer?... ¡pst!). Algo así como una cascada de imágenes de su pasado estaba a punto de desbordarse en su interior. Pero no lo hizo porque él ya sabía cómo dejar pasar aquello que duele inútilmente. Lo que no podía eliminar era el ardor de las llagas en los pies. El agua era una especie de confortable caldo barroso.
La bola de fuego menguaba su fin. Quizá después habría que pensar en comer, en beber algo aunque la tripa todavía no se quejara ni tampoco el hígado. Acercó al agua su mano temblorosa y llena de cascarones. Quiso sentir asco y miedo, pero no pudo, y finalmente la sumergió.
Una ráfaga perdida de viento le azotó las mejillas, y en ese momento se dio cuenta de que también alguien en el Centro (¿un hombre, una mujer?... qué importancia) lo había afeitado.
Se dejó absorber enteramente por el agua y no pensó otra cosa que en la absurda molestia de los pies. Espantó con un gesto vacío una mosca empedernida en libarle el párpado izquierdo. Se dijo que era mejor flotar y dejar de sentir el dolor de las insoportables llagas de los pies que hoy olían distinto.
El horizonte se había tragado completamente el sol cuando Ernesto, acunado por el agua, se dejó llevar como siempre.  Soplaba una brisa insulsa y el aguijón  de Escorpio picaba el oeste. Sin pretenderlo, como todo lo que en definitiva le había acontecido en su vida, terminó por diluirse en el río como una mancha de leche en agua barrosa. Ernesto Vargas debe haber dejado de serlo entre los 49 y los 51 años, sin que a nadie le importara.   

1 comentario:

Malinata dijo...

Sin que a un hombre, o a una mujer... le importara.
Mi querido Alex, paso y descubro a un ESCRITOR que definitivamente perdí en el camino entre mis carreras y presiones por ser en la vida.
Qué maravilla de relato. Qué manera de darle importancia a lo sin importar y quitarle lo relevante a eso que para cualquiera que no tenga llagas en los pies, nos hubiera parecido lo realmente importante.
Como siempre te leo a distancia pero te admiro así, cara a cara, en la intimidad de la lectura y me deleito como siempre.
Saluditos.