La mujer de la derecha
Alejandro Luque
¿Es tu voz ese boomerang que vuelve para impactarme en el
medio de la llaga, o simplemente es que me olvidé de tomar el bupropión?
Porque convengamos que después de tanto tiempo, de tanto insomnio y terapeutas
con esa cara de nada que firman recetas, guardan el cheque de la consulta y ya
te reservan turno para la siguiente, escuchar tu voz en la ducha o al otro lado
de la puerta me perturba, me confunde. ¿Sos realmente vos o es que acabo de
retroceder diez casilleros en este estanciero ridículo de la vida en el que el
loco más furioso es el que tiene más y termina ganado todos los terrenos?
No podés ser vos, no. Ni siquiera sabés dónde vivo, como
tampoco sabés cómo me las he arreglado para vivir hasta hoy. No sabrías volver sobre
tus pasos porque al irte borraste tus propias huellas. Desaparecí de tu vida
porque hiciste ese pase mágico de nada por aquí, nada por allá, y simplemente
dejé de estar en tu cotidiano, en tus proyectos; dejé de formar parte del café
negro y bien cargado de las mañanas rutinarias que te atormentaban y del beso
en el ascensor, mirándonos al espejo que tenía dos manchas ahí. Pluf y no
estuve más. Y seguiste tu camino, tan libre que ni siquiera yo sé dónde estás
ahora, por eso que no es tu voz ni estás al otro lado de la puerta, golpeando y
llamándome con ese nombre que hace años nadie usa. Ese nombre que encendía
nuestra intimidad porque era un llamado a la guerra sucia que más nos gustaba, ese
nombre que respondía a otro nombre, el tuyo, que aún vibra en las
paredes e intenta convencerme de que volviste, de que estás ahí, al otro lado
de la puerta. No podés ser vos, no. Nunca tuviste un buen olfato para
orientarte. Acordate de aquella vez cuando te perdiste en el Reina Sofía y
te encontré hecha un ovillo y casi llorando al pie del Guernica. Y aunque vos
hayas insistido en que la lágrima abriendo tu mejilla izquierda te la había
sacado el grito desencajado de la mujer de la derecha, yo supe entonces que
sentirte perdida era demasiado para vos, para la seguridad de quien maneja
todo, y que esa no era la primera lágrima. Lo verifiqué cuando te levanté con
mis brazos y partimos de la gran sala sin que vos te dieras vuelta una sola vez
para corroborar que aquella mujer sólo podría haber gritado tu desamparo.
Así que no vengas con tus fantasmas de cuarta, intentando
convencerme de que lograste retomar el camino que te trajo de nuevo a la puerta
de mi pocilga. Y no insistas con el perfume de lilas que sabés es mi perdición.
Sé que no lo fabrican desde hace años, porque Lancôme decidió que eran
demasiadas lilas a portar por una sola mujer. No, no es tu perfume el que me
está desesperando, sino mi falta de atención que últimamente olvida el
bupropión porque sabe a metal, porque sabe al olvido necesario de eso que fui. Sí, no te rías, si ya sabés que soy de los que empañan
su presente con los brillos que expiraron. ¿No lo dijiste vos
una vez? “Sos un romántico empedernido y no tenés remedio”. Pero hay remedios,
creéme, aunque tengan gusto a metal repetitivo, a regurgito estéril, aunque
abomben y transformen las puertas y las paredes en muros aislantes a prueba de
ruido y de calor y de ausencia. Y yo terminé siendo de los que necesitan tomar
esos remedios para que las puertas y las paredes se queden quietas en su lugar.
Así que no me vengas ahora con tu ectoplasma indolente,
porque sabés que detesto los fantasmas burlones. Y no, no voy a levantarme para
abrir la puerta y cometer el acto ridículo de comprobar que no estás del otro
lado. Por que esa que escucho no es tu voz. Ni siquiera es la memoria de tu voz
porque pasó mucho tiempo y ya cambié cuatro veces de analista. Y tampoco me
importa que ahora intentes convencerme con tus azules profundos que me
deliraban, porque aprendí en todo este tiempo las ventajas del verde y lo
conveniente de los marrones. No, no es que me haya olvidado del azul, es que
también tuve que lograr ponerlo en su lugar. El mundo sin vos se había vuelto
pálido y sin relieves, así que me ensañaron a pintar con los ojos, a cambiarle
el tono a mi universo. Al principio fue duro, sí, porque vos sabés que nunca
fui muy ducho con las amalgamas y los degradés. Pero al final logré convencerme
de que más vale usar la paleta de la imaginación que pasarse semanas en la tela
del insomnio. Sí, no poder dormir. Entonces entendés de lo que te estoy
hablando: afortunadamente existe el bupropión.
No me pidas que ponga en el equipo de audio ese tema que
sabés me va a hacer mal. ¿Por qué querés escucharlo ahora? Ya sé, es muy
fuerte, es nuestro. Me parece estar viéndote en aquel boliche perdido del
barrio del Pilar, cuando te estaba mostrando los rincones de Madrid y sus tapas
y sus noches interminables y ruidosas. Vos te pusiste a bailar sólo para mí ese
tema que le pedimos al DJ. Escuchá, escuchá. No. No hables ahora por favor. No
vengas a arruinarlo todo con tu piel, que sabés pertinentemente que me
descontrola. No digas nada y bailemos, pero no quieras engañarme. Estoy cansado
de engaños, de intentos, de esfuerzos enciclopédicos por dejar de ser una larva
que se cubre de musgo y de líquenes mientras los inviernos me arrecian. Sh.
Escuchá.
Esperá. No deshagas la cama todavía. Todavía no. Permitime
el encanto de la colcha estirada y ufana que nos vuelve a recibir sin tiempo ni
reproches. Así, acurrucados en la misma calma que solía abrigarnos de la
inclemencia de nuestras individualidades. Así, enredados. Y por favor, no sigas
golpeando a mi puerta. Ya sabés que está bien cerrada y que no tengo más la
llave que la abre. Te queda tan bien tu vestido azul y tu voz tan tuya. No te
rías así. Bueno, no importa. Ya sé que los fantasmas no pueden reír. Quedémonos
así. Dejá tranquila esa puerta de una vez. Y no te preocupes que te dejo sobre
la mesita de luz la última pastilla de bupropión. Seguro que te va a
hacer bien aunque no seas vos.
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