4 de noviembre de 2012

Evasión Necesaria


Foto de Oscar Anthony

Evasión Necesaria
Alejandro Luque

Al borde del acantilado nos volvimos a prohibir mirar atrás. Entre el revoltijo de la espuma y el filo de los peñones, las olas comenzaban a disgregar el cuerpo flácido de Alejandro que acababa de dejar su vida luego de la oración en el altar de piedra a nuestras espaldas. Doce manos lo recogieron y lo lanzaron al abismo, como lo estipulaba el libro. Pronto la noche devoraría la intensidad del lugar. Con la misma parsimonia teníamos que proceder, uno a uno, antes de que el sol matinal develara los secretos del altar.

Las órdenes y todos sus detalles estaban claramente consignados en el libro y todos estábamos preparados a la ejecución. De hecho, uno de nosotros entendió que los sacrificios debían de hacerse en orden alfabético, por lo que ahora le tocaba, sin lugar a dudas, a Claudia. Con cierto horror contenido en la mirada, Claudia terminó por bajar la cabeza y aceptar su suerte. Avanzó sobre el acantilado y se posicionó sobre la piedra en forma de lecho. Desde la ventana este de la construcción surgió de nuevo el rayo y Claudia se desplomó como un saco de papas. Nos acercamos con un miedo obvio. Alguien intentó un puntapié y, a falta de reacción, arrastramos a Claudia hasta el desfiladero. Rodó, como Alejandro, por el primer desnivel. Luego el cuerpo se desplomó en un ruido sordo para terminar deslizándose por las placas inclinadas hasta el mar. Y no volvimos a mirar atrás.

Alguien, quizá yo, quiso decir algo, pero algún otro, quizá yo, impidió la irrupción. Era el turno de Gabriela, que sin decir palabra y mirándonos con esa altanería que la caracterizaba, se paró en la placa y cerró los ojos. Hubiese querido besar sus labios aún húmedos y turgentes antes de entregarla al mar que azotaba las piedras con sus olas, pero alguien, quizá Lucía, me recordó que las reglas del rito eran precisas. Si no fue ella, en todo caso recuerdo que enseguida y bien estoicamente se irguió sobre la piedra y el rayo la fulminó.

Tal vez fue Marcelo el que hizo aquella observación sobre la molesta distancia que separaba la placa del acantilado, pero fue Noemí –de eso estoy seguro– quien minimizó el comentario y condujo a Marcelo a su posición. Estoy seguro de que antes del fin quiso decir algo, pero el problema de Marcelo siempre fue lo solapado de su voz. Nadie notó nada, y ejecutamos.

Noemí y Pedro ejecutaron el rito casi como calcomanías, no por nada eran gemelos. Curiosamente, mientras los otros cuerpos flotaban y se desmembraban entre las rocas del acantilado, los de ellos dos se mantuvieron unidos, hasta se podría decir que se alejaban del efecto destructivo de las olas. Pero sólo duró la percepción de un momento.

Hubo una estéril discusión entre Pablo y Pablín que se definió por el riguroso apellido de cada uno. Fue Pablo quien ocultó por unos segundos el cuerpo de Pablín antes de que las olas y los peñascos hicieran su cometido. Con Pablo hicimos un gran esfuerzo para arrastrar a Pablín hasta el borde del acantilado, y antes de tomar su posición me dijo que admiraba mi estoicismo: “Vas a tener que ponerte al borde del acantilado, porque sos el último y nadie empujará tu cuerpo hasta el mar”. Respondí que todo estaría calculado en el rito, y que no se preocupara.  Casi que no pude terminar mi frase que el rayo lo fulminó.


Hice un gran esfuerzo para hacer rodar el cuerpo de Pablo que cayó casi encima del de Pablín que parecía esperarlo disgustado por ese orden estúpido del alfabeto. Los separó una ola, y la segunda los despedazó.


Ya casi no quedaba luz en el lugar. Sentí el frío del abandono sobre cada célula de mi cuerpo. Releí el ritual en el libro y no había dudas: era mi turno. El insistente ruido del mar, las olas y la espuma que vomitaban las rocas era lo único que percibía. Debía avanzar hacia la roca para que el rayo desde el altar de piedra me fulminara en mi turno. Sabía que no podía mirar hacia atrás. Ya no veía los rastros de Alejandro, Gabriela, Marcelo, Noemí, Pablín y Pablo.

Parado frente a la piedra de ejecución, la vista perdida en la inmensidad de un mar que finalmente no era el mío, y vedado de mirar hacia atrás; un pie en el aire y el temor del abandono vibrando en mi piel, miré hacia la derecha, primero, y hacia la izquierda, después. Pensé entonces que tal vez el ritual del libro fuera una gran mentira, pero en medio de mi pensamiento sentí que algo vibraba a mis espaldas, que medía la distancia última. Sin volver la vista atrás caminé hacia la izquierda retomando finalmente la dirección del sol naciente que nunca debí abandonar.

Desde aquel día sigo aún avanzando sin volver la vista atrás.
       

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