2 de febrero de 2014

Movimiento

MOVIMIENTO

Elementos Básicos – Del Agua
Alejandro Luque (2010)



El Hotel de Inmigrantes está atestado de gente que ha llegado días atrás y que espera le asignen un destino, un pedazo de tierra. Y también apesta, porque esas personas que vienen de distintos lugares de una Europa empobrecida y saqueada, y que apenas si saben cómo escribir sus nombres y, aún menos, hacérselos entender a los aduaneros, están alojados en un hotel administrativo. Más allá de las paredes de ladrillos se encuentra Argentina, América. Pero esas paredes que delimitan el hangar a un costado del puerto de Buenos Aires, con sus ventanales demasiado altos como para confirmar de un vistazo la promesa del inmenso y pujante mundo nuevo que dará el alimento y el cobijo a quien quiera aventurarse, son por varios días el único paisaje posible para estos refugiados que han escapado de una realidad de miseria y exclusión.

Visto desde la ventanilla, el aeropuerto de Roissy parecía un monstruo dispuesto a engullir los aviones con todo su contenido. Llovía y el asfalto de la pista reflejaba los objetos de la misma manera que al otro lado del mundo. Sin embargo, la excitación y el miedo a lo desconocido transformaban las imágenes empapadas que mis sentidos aprehendían en paisajes con un brillo diferente. En la Aduana me retuvieron una hora hasta que alguien logró entender que era un estudiante con beca y que por eso no tenía un billete de vuelta ni visa de long séjour. El rigor de una lengua que no es la de uno y que se desconoce produce un aislamiento y una desprotección difíciles de describir. Uno llega a una tierra que no es la suya con un pasaporte que debiera ser el único válido: la intención profunda y la convicción de venir a quedarse para crecer. Pero aún para crecer se necesitan papeles y certificados. Cuando comprobaron que los tenía, me abrieron la puerta y entré en Europa.

Marcel tiene catorce años cuando sus ojos recorren el yermo de una pampa incomprensiblemente plana, verde y atiborrada de un humus que sólo conoció en su tierra por la escasez. El tío Jean-Pierre marca con una rama seca de ombú un rectángulo donde levantarán las cuatro paredes de adobe y el techo que los cobijará. Marcel pregunta por los pies de viña pero le muestran semillas de maíz y brotes de papa. En ese momento comienza a reconocer el límite de sus palabras y las ahorrará por el resto de su vida. Las paredes de adobe se transforman en muros de ladrillo, y aprende a ponerle límites a su pedazo de tierra. Se casa con Berta por esa Francia que también bulle en su sangre y por ser la vecina más cercana. Casi enseguida nace la primera de sus once hijas y muere el tío. Marcel labora la tierra, hace milagros que el propio milagro de ese suelo permite. Berta cría a los argentinos con consomés, revueltos de verdura, guisos de carne y a fuerza de ropa reciclada. La familia comienza a arraigarse.

Los estudios trajeron conceptos nuevos y nuevos amores. Mientras mis hormonas se equilibraban en esa edad que antecede a la de la razón, yo empezaba a atisbar los códigos de aquella cultura que, con seguridad, me serán siempre inalcanzables. Supe que el “mi mamá me mima, mi mamá me ama” no era literal ni fundamentalmente universal. Llegué a preguntarme por qué solemos usar el “no” en nuestras respuestas, aun para afirmar. Y sin terminar de creer que el sexo es el lenguaje unívoco, me dejé amar en francés y, en el mismo idioma, retribuí. Terminé mis estudios y decidí quedarme en tierras galas a falta de otras posibilidades. El mundo me mostró su rostro previsible de complejidad en la repetición de desarraigos locales y desamores. La historia me regresaba en sus caprichos congénitos.

Marcel ya tiene la anciana edad de cincuenta como para continuar en este mundo que da más al que se las rebusca mejor. Las leyes del hombre nuevo, sin echarlo de su terruño, lo transforman en peón. Muere poco después, antes del matrimonio de su cuarta hija. Berta llega a acompañar a tres de sus nietos al altar. Se apaga en una casa que ya no existe en los rincones de un pueblito olvidado donde la entierran junto a su marido Marcel. Uno de sus bisnietos llevará flores al cementerio y limpiará innumerables veces las inscripciones de la tumba. En una de ellas leerá por primera vez la palabra merci. La familia se disemina por todo el país acomodándose en los nichos que va encontrando. La muerte intenta eliminarla pero no llega a perpetrar más que un saqueo superficial.

   La vida quiso verme caminando sobre las huellas de mi bisabuelo. Hoy, parado frente a una iglesia casi en ruinas a la que seguramente su madre lo habrá traído muchos domingos, lo busco. Te busco. Me busco. Me pregunto si llegaré a ser parte de todo esto. Si esta promesa de mi futuro a más de cien años de distancia de la tuya es por fin real. Decidir irse. Decidir quedarse. Abandonar sueños desperdigados por todos lados para construir nuevos. Desde cero, desde la nada que implica llegar a lo desconocido. Mirar hacia atrás y ver la obra más importante que tus sueños edificaron del otro lado. Sí, allá y entonces, la gran familia a la que pertenezco. Aquí y ahora, esa gente que cruzo. Ese “Bonjour !” que escucho sabiendo que deberá transformase en la base inapelable de mi nuevo código de vida. Pienso en cómo habrá sido para vos. En qué pensaste parado frente al lugar que ibas a habitar. ¿Estabas acompañado? O solo, como estoy yo ahora , intentando crear un nuevo sueño en estas, tus tierras. Estás en mi memoria. Soy la memoria de dos Atlánticos que te vuelve. 

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