Intrusión
Alejandro Luque

La mujer hablaba haciendo
gestos exagerados y manifiestamente perturbada. ¿Se da cuenta? ¡Es terrible! El
hombre un poco inclinado, los dos brazos apoyados en el mostrador, la escuchaba
con atención sin poder ocultar un cierto dejo de asombro en la mirada. Con mi
marido no tenemos consuelo, insistía, nunca pensamos que nos iba a pasar a
nosotros, ¡y a esta edad!, ¿se imagina? Los dos solos en esa casa tan grande que
tanto nos costó construir. Porque mi marido es un autodidacta: él mismo hizo
los planos, compró el material y comenzó a levantarla los fines de semana cuando
nuestros hijos todavía iban a la escuela. Se lo aclaro porque me parece
importante. Yo lo apoyé en todo, y mientras él fijaba los muros y los revestía con
las carísimas lajas de pino chileno, yo criaba la prole. Y es que los dos queríamos
una casa amplia, cálida y con muchas habitaciones para que todos estuviéramos cómodos
el resto de nuestras vidas. El solía decir que el terreno daba para un palacio,
figúrese usted. Pero hace unos años los hijos abandonaron el nido, los
inviernos hacían imposible calentar todas las habitaciones ya vacías, y
nosotros dos no necesitábamos tanto lugar. Así que cerramos el ala del fondo. El
hombre cambió de posición, enderezó la postura, y sin desviar la vista de su
interlocutora hizo el signo de entender, por lo que la mujer continuó con su
discurso.
Le digo más: al
principio –de esto hará unos meses– yo me despertaba casi cada madrugada
creyendo haber escuchado el ruido en la habitación del más chico, la del fondo
que linda con el galpón abandonado de una carpintería cuyos dueños cerraron el
invierno pasado por el tema de los robos. ¡Qué inseguridad en el barrio! ¿se da
cuenta? Muchas veces lo despertaba a mi marido y sin salir de la cama nos quedábamos
los dos con las orejas atentas por un buen rato. Al final nos terminábamos
durmiendo de tanto silencio, así que nos olvidamos del tema pensando en gatos
correteando sus celos por los techos. ¡Qué error, me dirá usted! Y tiene razón.
Asintiendo con la cabeza y sin dejar de mirar a la mujer, el hombre se inclinó
y sacó de debajo del mostrador una gruesa carpeta de tapas rojas. La abrió y con
el dedo comenzó a recorrer lo que parecía un índice. La mujer siguió cada
movimiento sin dejar de mostrar su preocupación.
Pero hará una
semana, siguió, me volví a despertar en plena noche y esa vez los ruidos no se acallaron. Yo
sentí terror. Mi marido pudo escucharlos y por la expresión en su mirada supe
que él ya no pensaba que fueran gatos o ratas. Nos levantamos sin hacer ruido. Los
sonidos venían ahora de las dos habitaciones del fondo. No había duda, estaban
dentro de la casa y ahí los oímos rasgar las paredes y haciendo vaya a saber
uno qué otra barbaridad. Casi sin acordarlo y sacando fuerzas de no sé dónde,
entre los dos acarreamos el armario del pasillo hasta el fondo y bloqueamos las
puertas de las dos piezas. Por un buen rato los ruidos desaparecieron, y
pensamos que se habrían ido. Pero unas horas después volvimos a escucharlos. No
sólo no se habían ido, sino que evidentemente ya estaban instalados. ¿Se da
cuenta? Y fue solamente esta mañana que mi marido y el menor de mis hijos –que
vino volando del interior, pobrecito– se animaron a entrar armados de una
cuchilla y una pala a las habitaciones para terminar con la ocupación. Pero cuando retiraron el mueble y abrieron las puertas, ¡nada!
Todo estaba normal, las ventanas y las persianas cerradas, ningún rastro de intrusión.
Sólo el ruido, esos crujidos como ecos de ultratumba brotando de las entrañas de las paredes. Y
como le decía al principio, fue mi hijo el que luego de un rato de sigilosa búsqueda
entendió el problema cuando vio sobre el borde de los zócalos…
En ese momento el
hombre pareció encontrar en el índice lo que buscaba, pasó las páginas hasta
llegar a la indicada e interrumpió el discurso de la mujer apoyando el dedo
sobre una foto. ¡Destaladrina Express!, exclamó con firmeza, y aseguró
enseguida: Esto es lo que necesita para
eliminar los bichos taladro. Dos aplicaciones con pincel a quince días de
intervalo. Un litro es suficiente. ¿Algo más señora?