1 de diciembre de 2014

Trece Minutos



Trece minutos
Alejandro Luque

Praga. El vuelo AF 3502 con destino a París saldría previsiblemente con retraso. Me dije, mientras me alejaba de la puerta de embarque, que no valía la pena calentarme: después de todo en estos no man’s land siempre hay un lugar en el que probar un buen tinto y atontar el incordio. No muy lejos de la entrada, un bar con punto wifi abierto y zona para fumadores, algo así como un oasis en un desierto de espera. Me senté en una mesa bien aislada, desperté el smarphone, abrí el whatsapp y pinché el primer avatar. Con un apuro aburrido escribí: “prebulodesiblemente, vuelo retrasado x lo - 2 hs. t amo”. Envío y señas al mozo que llegó a la mesa, carta en mano, previo pedido de permiso a cada pie para avanzar.

Sin mucho pensar elegí una copa del Pomerol que aparecía al final de la carta, un château L’Evangile de 2006. “No, no snacks, obvious!” Creo que partió confundido y como había llegado, en una especie de procesión lastimosa que delataba a esas horas las que venía quemando en ese lugar vacío de glamour y de clientes. O casi. Al costado de una columna reparé en un tipo de traje ámbar, un ario grandote y cincuentón que me miraba con curiosidad más que elocuente a tres o cuatro metros de distancia internacional. Me permití sonreírle porque necesitaba sentirme yo. Jugamos la perversión de lo posible pero que no se dice hasta que llegó el peregrino con L’Evangile. El ario me hizo un gesto con su copa –seguramente conteniendo un blanco infectado de azúcares– y en ese momento me pregunté cuánto tiempo tardaría en acercarse hasta mí.

Tres minutos. Aceptó el gesto que lo invitaba a mi mesa. Me habló en esa lengua que siempre resistí a aprender, pero no hacía falta un traductor. Saqué un cigarrillo que él encendió automáticamente rozándome la mano en rancio cinemascope. Le envié la sonrisa Signal convencional, y ya nos armábamos detrás de nuestras nubes de humo, más por estrategia que por defensa. Estábamos simplemente calientes. Él me sobaba con sus ojos que chorreaban de ansiedad, mientras su mano dibujaba dos fonemas sobre mi pantalón: algo así como hotel. Yo, Signal y calculando con la vista de rayos x que nunca tuve si mi mano debajo de la mesa estaba tocando una rodilla o la bragueta del pantalón. Podía imaginar que el rojo tierra del Pomerol circulaba por mis venas y estimulaba cada poro de mi piel a que se abriera. No me molestó cuando apagó el cigarrillo en su copa porque entendí que era su aria manera de decirme que ya no teníamos nada que hacer allí. Me entubé los últimos mililitros del grand cru y, mientras recogía mis cosas, hasta me di tiempo para ver el llanto sanguíneo de algunas gotas ahogando su destino fútil al fondo de la copa.       

Diez minutos después de denodada pertinencia, el ario pagaba mi vino y yo enviaba un nuevo whatsapp: “vuelo anulado. espero transfer al hotel. t extraño. hasta mañana".



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