14 de febrero de 2010

Gregorio Y Salvador


 Fotomonaje de Alejandro Luque

Gregorio y Salvador
Alejandro Luque
A Patricia C.

La ambulancia llegó a la curia del Sagrado Corazón diez minutos después del llamado. Los enfermeros subieron las escaleras corriendo hasta alcanzar la habitación del padre Gregorio. Varias sotanas oscuras rodeaban la cama como cuervos estatuarios. Ya velaban al hombre que yacía boca arriba, con signos morados inconfundibles en su rostro. Un socorrista se hizo paso entre los presentes para llegar hasta Gregorio; lo auscultó, pidió una dosis de adrenalina y que desplegaran el equipo de reanimación. Desgarró la sotana y la camiseta de algodón que cubrían el cuerpo inanimado del cura. El pecho casi imberbe de Gregorio quedó al descubierto, como así también su vientre flácido y prominente. “... paciente de unos setenta años, cianosis importante en conjuntivas y labios, sin reacción ocular, latidos inaudibles, enviando dos centímetros cúbicos de adrenalina por vía periférica… preparados para la reanimación y traslado al ‘hache-ce’, cambio”. Otro socorrista metió el respirador sobre el rostro de Gregorio y comenzó a bombear aire en sus pulmones. El tercer enfermero acercó a la cama el equipo de reanimación y pasó los electrodos al primero que practicaba el masaje cardíaco. Sin perder el tiempo, dictó un amperaje, pidió que se alejaran y envió la descarga eléctrica que atravesó el cuerpo de Gregorio. Este se agito en una profunda contorsión. “Pulso recobrado a los veinte minutos, inestable a 65, respiración asistida y en equilibrio, procedemos al traslado, cambio”. El cuerpo del sacerdote pasó, con la ayuda de seis manos, a una camilla que lo transportó a la ambulancia y luego a las urgencias del Hospital Central, donde se recuperó en unas semanas de su infarto agudo de miocardio.

Gregorio volvió a la curia y pidió que lo exoneraran de la celebración de las misas y la confesión. Empezó a tomar la costumbre de vagar por los jardines. Solía vérselo sentado durante horas frente a los castaños en una clara actitud  de meditación. Cada día tomaba “religiosamente” los medicamentos que le habían sido recetados y prácticamente no hablaba con nadie. Sus pares comprendían la debilidad en la que el cura se encontraba respecto de su salud, por eso lo acompañaban en su silencio y sus meditaciones en la espera de su total recuperación.

Al segundo mes, Gregorio fue a hacerse uno de los controles obligatorios al hospital. Allí encontró al socorrista que lo había reanimado.
‒¿Cómo se encuentra, Padre?
‒Mal, hijo… Mal.
‒¡Enfermera! –gritó el socorrista.
‒No, hijo –interrumpió Gregorio sonriendo. –No es clínico el malestar. Dejá a la enfermera tranquila y mejor decime cómo te llamás.
‒Salvador Reyes, ¡a su servicio!
‒Salvador… Quiero agradecerte este trecho de vida que me has regalado... Gregorio hizo una pausa antes de continuar‒. Salvador… qué curioso…
‒De nada, pero, ¿por qué le parece curioso mi nombre, Padre?
‒Porque el misterio de nuestra salvación está siempre frente a nuestras narices, confundido en el paisaje y disfrazado de nombres y de símbolos, sin que lo podamos percibir hasta que lo vemos o nos ayudan a hacerlo.
‒No entiendo, Padre.
‒¿Cuántos minutos estuve ‘muerto’, Salvador?
‒Unos veinte, creo.
‒Pues bien, estuve muerto todo ese tiempo y después de mi vida no había nada; NADA, ¿entendés? Ni un túnel con luz al final, ni ángeles indicando un camino, ni mis padres recibiéndome… Nada, nada de nada.
‒Creo…
‒¡No creas, Salvador!.. ¡No creas nunca! ¡Viví! Viví este todo que es la vida. Vivilo con intensidad y responsabilidad. Maravíllate de vivir sin pretender que habrá luego alguna otra maravilla por la que valga la pena esperar. El único reino que poseemos es nuestra existencia, la que sea y mientras dure.

Gregorio lo abrazó como lo haría un oso, corazón contra corazón, y siguió su camino. En ese momento, Salvador se dio cuenta de que el cura no llevaba la sotana. Iba a decirle algo, pero la alarma del servicio de urgencias lo obligó a salir corriendo.

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