11 de agosto de 2017

La Jubilación de Atilio Larreja



No hubo despedida oficial para Atilio Larreja. Con una pequeña caja de cartón bajo el brazo izquierdo y en la mano derecha un sobre conteniendo un CD —el último que le quedaba por entregar—, Larreja se dirigió sin exaltación al despacho de Recursos Humanos para firmar los papeles que oficializaban su retiro. Mientras se alejaba de lo que había sido por décadas su escritorio y atravesaba los de sus colegas de la Oficina Nacional de Censura, pensaba en el descanso anticipado que le imponían. No extrañaría aquel antro viciado de insonorización, cruces rojas, bandas negras y cortes. Se cruzó con la esbelta pelirroja que ya conocía bien. La pulposa venía dispersando vahos de ese perfume empalagoso que le revolvía el estómago, carpetas en mano y presta a ocupar el lugar que él acababa de quitar. Se ignoraron. Frente al despacho, Atilio dejó la caja con sus bártulos sobre un mostrador, se reacomodó los lentes que hacía rato dejaron de contrarrestar su hipermetropía, se ajustó la odiosa corbata de rigor y aplastó las canas rebeldes que le quedaban en las sienes y que le agregaban diez años a su edad. Golpeó y entró sin esperar.
En el archivo de audio se escucha con claridad la voz excitada de una mujer: “Te estoy esperando desnudita en nuestro nido, conejito. ¿Preferís aburrirte con la [pip] de mi hermana o revolcarte ahora conmigo?”. A lo que el interlocutor responde: “Estoy en camino, mi Carmina Putana. La [pip] de [pip] de mi mujer no cuenta, ya sabés. ¿Qué te estás tocando, [pip] mía? Te voy a [corte de banda]. La [pip] me va a reventar el cierre del pantalón”. Y ella: “Vení ya a toquetearme, mi hexápodo perverso, que la [pip] se me hace agua”.
El hombre, más joven que él, levantó la vista sin mayor interés, esbozó un saludo protocolar y lo invitó a tomar asiento con un gesto de la mano. Desde el escritorio que acababa de desocupar, Atilio lo había visto trepar varias jerarquías propias de la Oficina en un tiempo récord y volverse el inescrupuloso y poderoso jefe de Recursos Humanos. El mismo que le había negado la posibilidad de extender su actividad laboral por dos años más y jubilarse con mejor prorrata. Se sentó sin decir una palabra, corrigió la postura, puso entre las piernas el sobre y se frotó las palmas de las manos húmedas de ansiedad. Mientras evitaba inhalar el aire perfumado del despacho para ahorrarse más vértigo estomacal, se permitió evaluar el mal gusto de la decoración, la falta de luz por unas cortinas amarronadas que tapaban la única ventana que daba al exterior, el ficus artificial cubierto de polvo en un rincón, la foto familiar —mujer y dos nenas— encuadrada en falso metal y varias carpetas apiladas sobre el escritorio y en una mesa escuálida al costado.
—¿Preparado para vivir la gran vida, Larreta? —escuchó que le preguntaba el otro con exagerada jovialidad.
—Larreja —corrigió imperturbable.
—Todos los papeles están listos —agregó el hombre usando ese entusiasmo exuberante que Atilio conocía bien, y siguió—: me he ocupado personalmente de las certificaciones para que cobre lo más rápidamente posible, ¡y a vivir la vida, Larreta!
—Es Larreja, y le agradezco el empeño.
—Mire… Yo intenté alargar su situación, pero usted sabe cómo son los quisquillosos de arriba —declaró en mentada confidencia el director, los brazos apoyados sobre el escritorio.
—Veo —respondió Atilio buscándole la mirada sin éxito—. Me acabo de cruzar con la mujer a punto de tomar posesión de mi despacho —agregó con dejo irónico—. Bien podría haber esperado dos años para ofrecerle mi puesto.
—Eh… ¡Pero qué son dos años, Larreta! ¿Unas monedas más en su seguro jubilatorio? Por esos cacahuetes usted está libre desde hoy y abre paso a la juventud con dignidad. Si supiera cómo lo envidio, cómo quisiera estar en su lugar… —El joven retomó su posición para buscar entre los papeles del escritorio uno que le extendió enseguida—. Firme abajo a la derecha, ¡y a vivir la vida, Larreta!
Atilio Larreja leyó con detenimiento los detalles de su jubilación anticipada. Luego firmó. Devolvió el papel buscando una vez más la mirada del hombre, pero éste sólo recibió el documento, estampó un sello con ruido sordo y lo acomodó en una carpeta. Dejó su asiento, rodeó el escritorio y se acercó a Atilio que se incorporaba y recuperaba el sobre de entre sus piernas.

El video muestra la dirección en una calle y hace zoom en un portal. A continuación se enfoca el interior de uno de los departamentos. En primer plano se ve con bastante claridad el cuerpo de un hombre desnudo. Una cruz roja oculta su sexo.
—¡Ah, Larreta! —exclamó extendiendo la mano—. Le agradezco en nombre de la Oficina su valioso empeño al servicio de nuestros conciudadanos que esta familia insobornable protege de todo acto inmoral.
Se le acerca una mujer pelirroja con el sexo y los senos cubiertos por barras negras. Se abrazan, se besan [corte de banda].
Atilio Larreja no le correspondió; siempre había sentido cierta aprensión por esos seis dedos que el joven mostraba sin prejuicio. En cambio, le extendió el sobre con el CD. Sin bajar la vista advirtió con parsimonia:
—Su mujer seguramente recibió una copia este mediodía, su pelirroja cuñada ya habrá encontrado la de ella en uno de los cajones de mi antiguo escritorio y el pibe de las diligencias estará dejando la tercera en las oficinas de los quisquillosos de arriba.
El flamante excensor salió de la oficina sin saludar al boquiabierto director de Recursos Humanos, se quitó los lentes y la corbata y los metió en la caja que recogió del mostrador. Antes de abandonar el edificio, tiró la caja de cartón con todo su contenido en la gran máquina trituradora de la planta baja.
El coito explícito sigue sobre el sofá. Aunque una cruz roja impide ver los detalles del acto, ahora el zoom enfoca la mano izquierda del hombre con sus seis dedos apoyados sobre el flanco de la mujer que lo cabalga con inocultable frenesí.

Ya en la calle, encendió el cigarrillo que se había prohibido fumar en los últimos años. Fue en ese exacto momento que Atilio Larreja sintió el júbilo indescriptible de haber concluido el último e impecable acto de su vida profesional.


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