3 de enero de 2011

Crónica De Un Exvampiro


Foto de Hendrike (Wikimedia commons)

Crónica de un exvampiro
Alejandro Luque 


Dejé de ser un vampiro hace más de cincuenta años. Y, contrariamente a lo que podría pensarse, no fue éste un acto voluntario de promoción a la mortalidad; fue, más bien, una especie de error del azar, una mutación en la continuidad del tiempo, el descuido inexplicable de los ángeles inquisidores. La mortalidad con toda su elocuente potencialidad, se posesionó de mi cuerpo como una sanguijuela, si se me permite la paradójica metáfora, y mis venas y arterias se rebalsaron de ese viejo y conocido fluido púrpura tan inmune como débil, que comenzaría a auto-reponerse por el resto de mis días limitando mi existencia como la cuenta regresiva de un reloj que accionará de modo inexorable el mecanismo de la bomba. Por supuesto que este no fue el único cambio que atestiguó mi carne: en el término de unas pocas horas todos los vicios de las anatomías convencionales comenzaron a hacer su exorcismo entrópico. Primero, la profusión de una transpiración febril que corría por todas mis hendiduras, que bañaba impune todas mis superficies lampiñas (creo entender que los cambios metabólicos que devienen en este tipo de renacer, sumados a la batalla de sangres por prevalecer, necesariamente tienen que provocar fiebre), desplazó el rigor de mis colores vetustos; al vómito de cientos de años de una dieta en esencia líquida, siguió la olvidada necesidad de vaciar los intestinos de gases y materia impensada. Según mi experiencia, las entrañas pueden albergar por cientos de años viejos banquetes y otros desafueros orales. Vale aclarar que este acto de evacuación biológica era tan repugnante para mí, que llegó a ser una manía de mi personalidad de vampiro el alejarme de la víctima unos momentos antes de la falla cardíaca, sacrificando algunos embriagantes centímetros cúbicos de la ansiada bebida a cambio de no asistir a ese desagradable, oloroso y último vaciamiento que habría de rubricar su fin inmediato. Luego los dolores internos, de los huesos y de los músculos reviviendo y gritando el estertor de su código apocalíptico, confirieron a mi sombra recién parida una danza de contorsiones asombrosas, similares a las que mi cuerpo ejecutó durante mi nacimiento como vampiro. Ningún dolor en el mundo es comparable al que un vampiro siente cuando se vuelve humano.

Los vampiros no sienten dolores internos porque los límites físicos hacia adentro y hacia afuera (por decirlo de alguna manera) los configura su piel. Ni siquiera las heridas profundas, que pueden requerir un tiempo considerable para reconstituirse, producen algo más que simples comezones debidas a la presencia del aire en los espacios vacíos. No, no hay dolor pero sí emociones concentradas en un punto. Curiosamente, el campo emocional de estos seres nocturnos está limitado a sus ojos: específicamente al cristalino del izquierdo. Todo lo que siente un vampiro, lo que obtuvo de sus experiencias y las de sus víctimas, está ahí. Pero volviendo a la transformación, junto con la aparición de la sed y el hambre –sensaciones antiguamente conocidas, especialmente la primera–, devino la fatiga y la necesidad de dormir en cualquier lado. Esto último podría parecer una nimiedad descriptiva si no se considera que el fin de mi inmortalidad aconteció en plena noche cerrada, entre las tres y las cuatro de la madrugada. Por instinto, no comí ni bebí; de todos modos, como se puede predecir, no es del todo común encontrar en la morada de un vampiro algún tipo de elemento de consumo con el que satisfacer las demandas de un mortal advenido. Pero el sueño implacable se me había adherido sin que yo pudiera hacer otra cosa que no fuera cobijarme, en contra de cualquier principio o costumbre, en su manto hipnótico. Así es que, por primera vez en poco más de dos siglos, tuve que ofrecerle mis párpados a la noche y entregarme a las garras tortuosas de los ángeles inquisidores que se lanzarían inclementes sobre mis ojos enceguecidos e inservibles, desgarrándolos con brutalidad para robarles su tesoro en complicidad con el amanecer.

Como vampiro, cualquiera podrá imaginarlo, tuve la oportunidad y el tiempo de aprender muchas cosas. Privado inevitablemente de canalizar el placer carnal por la acostumbrada vía del sexo de los mortales, un vampiro se convierte en el exegeta de las emociones propias a través del orgasmo en el otro, de la entrega total e incondicional del otro, y ese es el alimento de los seres de la noche. La inmortalidad no sólo da tiempo para cultivar las artes en su más sutil manifestación: he conocido colegas que desplegaban su maestría de seducción actuando como meticulosos y increíblemente fieles espejos que reflejaban lo más preciado de sus víctimas, quienes terminaban rendidas a los pies de su propia imagen virtual sin comprender que ese rito desenfrenado de amor al ego no significaba otra cosa que una sumisa entrega de las preciadas "yugulares a los colmillos" sedientos de su virtuoso victimario. Aunque vale la pena aclarar que eso de los “colmillos” y las “yugulares”, entre otras graciosas y ocurrentes variantes atribuidas al comportamiento de un vampiro, constituye un mero símbolo romántico, mito de otras épocas; ontogénicas confusiones que han cristalizado en la tradición de los humanos temerosos, cuyo origen bien pudo haber sido la evaluación de los hechos de cualquier improvisado poeta o relator queriendo generalizar, desde el modus faciendi ciertamente extrovertido e incauto de un determinado vampiro en la historia, la etología de todos los vampiros que pudieran existir. A modo de ejemplo, tuve la oportunidad de conocer a un ser exquisito de nombre Fedra cuya perfección artística producía una devoción tal en sus víctimas, al punto que ellas mismas abrían las venas de sus muñecas o se volaban la tapa de los sesos ofreciendo un brindis a ultranza que inmortalizara el clímax emotivo que Fedra había sabido prodigarles. El perfil conservador y prolijo de la personalidad de Fedra quedaba firmado en beber sólo la sangre atrapada (por sencillas leyes físicas) en los vasos expuestos de los cuerpos ofrendados, y en escribir, a continuación, suculentas cartas de despedida, justificación o reclamo (según el caso, el entorno y los deudos), plagiando a la perfección la letra y el estilo de su compañero recientemente suicidado. Algunos otros vampiros, menos románticos o más prácticos, solían reprender la actitud de Fedra, acusándola de profesar un obsesivo virtuosismo a expensas de negligentes derroches. Ella argumentaba que su naturaleza reservada le exigía no dejar la menor pauta de su presencia en el mundo de los mortales y que, por ello, consideraba el derramamiento de sangre de sus víctimas no como un derroche sino que, por el contrario, lo concebía como un ahorro de energías que otros “desenfrenados exhibicionistas gastan en huidas por persecuciones muchas veces peligrosas y casi siempre innecesarias, poniendo en peligro la integridad de la especie o, sencillamente, exponiéndola al ridículo”. El debate podía proseguir por años sin que Fedra lograra deponer su actitud que, por cierto, yo admiraba.

El desarrollo del arte como una herramienta de trabajo no es el fin en sí mismo para un vampiro. En extensas charlas con vampiros de diversos orígenes, convenimos que la sensación de eternidad, cuyo silencio inconmensurable identifica al acto mismo de aprehensión de la inmortalidad como parte del ser, moviliza (esto debe entenderse en términos de vampiros tipo) a incursionar en aquellas manifestaciones artísticas que resulten sucedáneos poderosos para esos estados difíciles de sobrellevar con ecuanimidad. Es fácil caer en el facilismo de ufanarse de la inmortalidad como una ventaja o, en contraposición, maldecirla como un tormento insoportable, ya que cualquier vampiro conserva y, en ocasiones de incontinencia emotiva, hasta estereotipa sus innatos vicios de inconformista. Esta sensación de uno-en-lo-eterno como experiencia ineluctable de los vampiros es lo más parecido al orgasmo en los mortales: se percibe como un latido de energía in crescendo, una pleamar de poder cuyo epicentro yace en las mismas periferias de su cristalino izquierdo. Luego de un proceso de re-acomodación y adaptación, el vampiro aprende a hacer uso y a desplegar a voluntad esta fuerza capaz de lograr lo imposible en su entorno. Por eso, lo que empezó siendo la necesidad de cultivar una habilidad capaz de diluir tan imponderable sentimiento, terminó transformándose en el alter ego del vampiro: la atracción fatal de sus víctimas y su propia consumación como victimario.

La fuerza vital para el vampiro, entonces, no es algo externo como una presa sino, y más bien, el arte desplegado para aprehender lo que en ella pudiera estar contenido. Tales apropiaciones sumadas en el tiempo se transforman en una perla de saber cultivada por siglos de denodado esfuerzo, de obligada evolución y soledad, de incansable intento por sublimar la inmortalidad que a uno lo acecha; es el poder eternamente invaluable que habita los ojos del vampiro, cuyas pupilas dilatadas por las infinitas noches dejan que aflore a la vez que regulan su flujo portentoso hacia el mundo. Tal despliegue de energías incomprensibles, considerado por los humanos comunes como un fenómeno oculto, debe ser celosamente resguardado de la luz del día. La luz, inclemente como el tiempo que no deja de transcurrir, impide al vampiro apreciar la claridad de una mañana: si por un descuido (cosa poco probable para los ritmos estrictamente circadianos de estos seres) la luz del día sorprendiera a un vampiro, este quedaría delatado como un haz de luz azul en forma de cuña. Esta es la señal únicamente percibida por los ángeles inquisidores quienes, una vez renacidos en el horizonte como brotes de los rayos solares, no desperdiciarán la oportunidad del encuentro para arrebatar el único tesoro y la fuente de vitalidad que las criaturas de la noche poseen. Los ángeles se precipitarán, entonces, sobre sus víctimas enceguecidas y con las uñas de sus alas les desgarrarán el párpado izquierdo, dejando al descubierto el ojo que, incapaz de contener la fuga de saber, se irá secando y consumiendo al igual que el resto de su cuerpo para desaparecer de la faz de la eternidad sin que quede de él huella alguna. Toda la conciencia de la experiencia acumulada y cultivada por siglos en un vampiro que llegue a ser robada por los ángeles inquisidores, no sólo les servirá como fuente de embellecimiento y sabiduría (que por sí mismos son incapaces de alcanzar) sino también, y como resultado de la transferencia de esa energía desde un plano a otro, permitirá que uno de ellos encarne un cuerpo mortal en gestación, el cual les servirá de instrumento para poder ejecutar su designio último: desterrar, por cualquier medio posible, las manifestaciones artísticas del hombre en su tiempo. Cualquier vampiro lo suficientemente longevo se estremecerá al escuchar nombres como Nerón, Atila, Cortés, de Torquemada, Menguele o Bush. Y es únicamente en esos momentos afortunadamente escasos, cuando perciben al unísono en sus conciencias la desaparición de uno de los de su especie, que los vampiros pueden derramar una solitaria lágrima desde sus ojos izquierdos: porque a los vampiros les está vedado llorar en cualquier otro instante de su eternidad.

Pero, claro, alguien se preguntará a esta altura del relato cómo fue que dejé de ser un vampiro y escapé de las garras de los ángeles inquisidores. Como lo avancé, fue el producto de un error impensable e involuntario que aconteció a la saga a la que pertenecí. Fedra me había advertido varias décadas atrás sobre las nuevas tecnologías y su poder de transformar y recrearlo todo, y que por eso debíamos mantenernos lo más alejados posible de ellas. Pero yo, como vampiro poco ortodoxo, siempre quise fundirme lo mejor posible con mi entorno, y poco caso hice entonces de su consejo. Quien iba a ser mi futura víctima –estábamos en pleno apogeo de seducción– me ofreció lo que en aquella época se denominaba un smartphone para poder comunicarnos mejor. Acepté el regalo sin mayores concesiones, ya que sabía que la noche póstuma se acercaba. Desde el principio me inundó con frases escritas casi en clave, y hasta con fotos de su trabajo –era un joven director de cortos. Aquella última noche recibí un mensaje con un video adjunto. Curioso, cuando lo abrí, apareció en la pantalla del aparato un mar turquesa y una luz verdosa que manaba desde un punto en el horizonte. Quedé petrificado frente a esa imagen vívida que adquiría tonalidades cada vez más cálidas. Mis ojos comenzaron a vivir el más magnífico amanecer sobre el mar que se pueda imaginar, sobre todo para un vampiro. Y como suele suceder con las cosas que nos superan, no pude reaccionar. Mi piel recibió sin comprender los rayos virtuales del sol naciente, mis pupilas se contrajeron y mi cuerpo comenzó a afiebrarse anunciando su fin. Sin embargo, ese amanecer que me abofeteaba con una calidez desmesurada no era real, por lo que el proceso de mi delación por la luz tampoco lo fue. Lo que desencadenó mi renacimiento como humano en los términos excepcionales que antes describí y la burla a los ángeles inquisidores.

Hoy ya estoy viejo, solo y decrépito. Todo el saber que no perdí luego de mi transformación pronto se diluirá en el olvido de la muerte humana cuando mi corazón deje de latir. No volví a verme con los de mi antigua especie ni con el joven director. Me vi obligado a re-aprender el oficio de amar, que me parece el sentimiento más cercano a la inmortalidad; pero como con ella también supe que tiene un límite. De mi vida de vampiro sólo me quedaron los vicios de pasar largas noches en vela que se terminan indefectiblemente con amaneceres tan indescriptibles como impensables. Durante muchos años después de aquella terrible mutación, solía besar con un desmedido descontrol los cuellos de mis amantes quienes parecían explotar de placer. Hoy ya no, por muchas razones y por ninguna. Me alejé de toda tecnología por madurez, y cada noche en vela no puedo dejar de pensar que nadie lloró por mí cuando dejé de ser un vampiro. Y mi última condena es saber que nadie derramará una sola lágrima cuando deje de ser humano, ni siquiera yo.



1 comentario:

Adela Inés Alonso dijo...

Alejandro!! He leído y vuelto a leer tu Crónica de un exvampiro, y aunque quisiera no podría interpretarla sin relacionarla con la evolución-retroceso del ser humano, ergo, la evolución retroceso de las ideas que como humanos, de algún modo nos van conformando y de paso deformando, y digo de algún modo porque no sólo las ideas nos constituyen sino también la animalidad que de vez en cuando hace que necesitemos escindirnos matando una parte nuestra para que viva la otra. Aprendimos quién sabe por qué a ir viviendo de ese modo, entre mitos y creencias creadas , un poco acaso para mitigar el temor a la muerte, tan presente aquí en esta crónica, como en la vida misma, creencias que en paralelo nos pautan la vida, y nos amoldan de un modo que, limitándonos hacen que muramos un poquito en una partecita nuestra. Presente aquí también, la necesidad que nos habita, de no morir trascendiendo : si no es con el “fluido vital” , habrá de ser con el arte, y en este caso , las letras. Crónica de un exvampiro, que se rebela con todo, contra esa “mutación en la continuidad del tiempo” para seguir siendo con todos los a pesar de.
Me encantó la idea que utilizaré, y estás avisado: “una especie de error del azar”
Fascinante tu Crónica Alejandro, para volver a leerla y encontrar más

Un beso,

Adela