9 de mayo de 2011

25 De Mayo 940


Foto de Juan Ignacio Luque
25 de Mayo 940
Alejandro Luque


Es ese rincón ahora olvidado que alguna vez guardó
un secreto, que tuvo un brillo particular e irrepetible
que se nos fijó en la memoria como un hito
 inalterable.
Es aquel lugar en el que fuimos conscientes
de nosotros mismos por primera vez.

La ruta 226 entre Mar del Plata y Azul era un largo trayecto de cuatro o cinco horas de movilidad restringida, una interminable trayectoria que había que rellenar con juegos improvisados, lecturas previsibles y momentos de silencio. De noche contábamos las estrellas sobre un mar de tierra oscura. Pero de día eran las vacas: las holando argentinas y las Aberdeen-Angus, con cuernos, sin ellos; o el mosaico cubista de campos cultivados: trigo, maíz, papa, ciclado; o el número de  mojones ruteros entre dos estaciones de servicio. Cuando la atmósfera del habitáculo se llenaba de un olor acre y casi asfixiante, sabíamos que algún zorrino vagabundo se había meado de susto al pasar el coche. Contábamos también los nidos de horneros en los postes de electricidad; los de dos o tres pisos valían doble o triple. Nunca olvidaba algunos Patoruzú listos para canjearlos en la librería de don Ricardo por una de las Locuras de Isidoro o –si tenía tres- por una revista D'Artagnan.
El coche pasaba al lado de la estación, franqueaba la avenida Mitre con su muralla de casonas, zaguanes y portales de hierro forjado. El ajetreo de los amortiguadores al atravesar la vía nos despertaba los cuerpos entumecidos justo antes de doblar a la izquierda para tomar la avenida 25 de Mayo. El kiosco de don Ricardo, a la derecha después de la esquina; el consultorio del doctor Spadari, mi homeópata salvador, más adelante y en la mano contraria. En el 940 el auto hacía un giro y subía a la vereda hasta casi tocar el portón de entrada. Era de hierro, pintado de blanco y muy pesado. Papá lo abría, volvía a subirse al coche y avanzaba unos metros, se bajaba otra vez para cerrarlo y luego conducía por la larga trotadora hasta el fondo donde estaba la casa y los galpones. Tía Anita salía a recibirnos bordeando su increíble jardín en el que un duraznero solía llorar sin respiro sus frutos en verano, o nos esperaba en el vano de la puerta del comedor vidriado. Allí y entonces yo empezaba mis vacaciones y el viaje interminable se evaporaba definitivamente de mi conciencia. Me dejaba mimar un rato desde la permisiva severidad de mi tía que me prefería por encima de todos los vivientes. Si era de noche, nos acostábamos después de descargar con rapidez los bártulos indispensables; si llegábamos de día, ejecutábamos esa organización espontánea entre los viajeros y el anfitrión dispuesto que ofrece su lugar y todo el contenido a las visitas, y no se hable más.
Tarde o temprano, atravesando a la carrera la trotadora, yo volvía al portón de entrada que estaba justo debajo de un altillo deshabitado. Todo me parecía inmenso, a una altura inalcanzable. Enseguida me dejaba invadir por la atmósfera saturada del orín de los murciélagos que se cobijaban en los rincones privados de luz, ese perfume denso y dulzón que era parte del reconocimiento del lugar. Ya entonces me buscaba. En mi universo privado de un chico de cinco o seis años gritaba mi nombre para sentir la resonancia de aquel lugar como un gesto instintivo y territorial, igual que los perros mean sobre las meadas de los que pasaron antes.

Alejandro… Alejandro… Alejandro…


Un rato después volvía por el pasillo sin olvidar de espiar los rincones de la casona de los Arrouy ni de visitar los galpones del fondo. Al final entraba en la casa de mi tía y el concepto de aburrimiento dejaba de existir por el tiempo que duraran las vacaciones.  

Hoy todo parece más breve y pequeño, tal vez por tanto aburrimiento acumulado. Frente a la chapa con el 940 que observo como un turista perdido casi podría alcanzar el techo del altillo con mis manos. Ya no está tía Anita ni el duraznero llorón. Tampoco papá al volante. Y según me pareció ver al pasar, ni siquiera quedan horneros en la 226. Espiando a través de una hendija pude ver que levantaron una especie de dúplex al fondo, donde estaban los galpones, lo que acortó la trotadora y, seguramente, arrasó el jardín. Tampoco parecen quedar murciélagos o mi olfato ya perdió la capacidad de percibirlos. Pero el portón es el mismo. Caprichosamente blanco, manchado de óxido y bastante descascarado, aún reconozco en él las ranuras y el rigor de su nobleza. Vuelvo a gritar mi nombre, quizá con menos ahínco pero no menos vehemente, y es el viejo portón el que resuena como riéndose del tiempo. Es ese pedazo de hierro casi inalterable el que me devuelve en un eco destemplado aquella inacabada identidad mía aún intacta.

No hay comentarios: