21 de mayo de 2011

La Gárgola De Invierno


Le repos de la Gargouille, de Pierre Moysant


La gárgola de invierno 
Alejandro Luque


Lsoledad impensable de la metrópolis tiene el poder de sumir a sus víctimas en la desesperación más absoluta. Quizá por eso los suicidios en la vías de los trenes, los ahogados en los ríos, o los saltos desde los grandes edificios. Quizá también sea la causa por la que tanta gente duerme en la calle, devastada por el necesario alcohol frente a la intemperie: doctores, ingenieros y don nadie como yo, con un pasado que se perderá en el olvido y el rigor del absurdo íntimamente comprensible. De esto último conozco bastante. Créame.
La piel resecándose de esa humedad que conoció alguna vez no piensa ni establece parangones. Se reseca, simplemente. Pierde su tonicidad e, incluso, su sensibilidad. Llega a enmohecerse, y no hay ducha ni jabón que logre borrar los signos del deseo metido en el olvido o en pausa. Uno se vuelve un hombre verde, con ira o sin ella, indefectiblemente. Y con ello se adquiere el documento de identidad de un extraterrestre. Sí, no se ría ni se fíe, porque como yo, usted puede terminar en la calle enmohecido y descastado de un imperio que ni siquiera le ha pertenecido.
Pero no es eso lo que le quiero contar. Hace unas cuantas noches llovía en París y la temperatura había bajado demasiado. Yo buscaba un hueco con techo debajo del cual poder sobrevivir a la inclemencia. Vagué durante horas por los muelles como un autómata que pretende mantener su piloto automático. Hay que decir que es tan difícil alquilar un departamento en París como encontrar un lugar vacío y resguardado sobre el que apoyar la osamenta. Fue debajo del Pont de La Chapelle donde mis huesos encontraron un espacio y la costra sobre mi piel, cobijo. Estaba intentando ahuyentar el frío desmesurado y dormir debajo de mis cartones y mis revistas gratuitas –esas que leen los que viajan en metro para ir al trabajo–, cuando una mano comenzó a escurrirse por entre las miles de capas que me cubrían. Como el tiempo que uno vive en la calle no se mide en días sino en horas, usted se imaginará que los minutos son valiosas experiencias. Así que me quedé quieto, sin respirar. La mano se multiplicó en dos, y mientras una acariciaba el enjambre grasiento de mis cabellos, la otra buscaba mi sexo olvidado y pretendidamente inerte. Sentía la respiración de la presencia agitándose cada vez más al borde de mi nuca y gimiendo la promesa del placer seguro. Hubiese querido comunicarle con mi mano la aceptación del contacto, pero el frío y el instinto de conservación me lo impedían. Usted sabrá que no hay nada peor que los dedos con sabañones cuando la temperatura del aire hace que los charcos se congelen. Así que me entregué a esas manos y al calor de aquel cuerpo, como quien se rinde a la evidencia de que no se puede hacer otra cosa.
Y aunque a usted le parezca mentira, mi cuerpo respondió, bien que el frío acumulado y el alcohol necesario para aguantar siempre se encarguen de anestesiar el deseo. Porque no se puede subsistir en la calle con hambre y con frío, desposeído de todo y sin ningún derecho, pensando en echarse un buen polvo. Eso se olvida, desaparece, porque uno deja de tener un sexo y se conviertye en un paria, en un pasajero que espera la muerte en el andén del desamparo de la única manera que puede hacerlo: solo y con un profundo olvido de lo que fue. Pero, decía, mi cuerpo respondió y el masaje de esas dos manos plenas de calor despertó los resquicios del hombre que dormía debajo de la cáscara.
La experiencia olvidada –que no es inexperiencia, no crea– hizo que me derramara antes de tiempo. Me recordó culpas mandatarias que, entonces, ya no tenían ningún sentido. Cuando la muerte nos acompaña y nos tiende la cama, que no es más que un rincón húmedo y atiborrado de ratas, el sentido de culpabilidad se transforma en algo sin importancia, y los aspectos de respeto y la contención se vuelven frivolidades. Quizá entusiasmado por esa cuota inesperada de calor, o tal vez porque creí sentir que la costra sobre mi piel se humedecía y cedía, fue que me volví entre el caos de mis cartones y pregunté a quién pertenecían aquellas manos. Como respuesta recibí un grito gutural cercano al de un pavo custodiando su terreno, y los cartones que me envolvían volaron hacia todos lados debajo del puente como si una bomba hubiese explotado. Y después nada.  
El frío caía como una maza que golpea suavemente pero con impúdica insistencia. Me puse a recoger mis sábanas y mi colchón cuando, entre la oscuridad más indescriptible, percibí un capullo al otro lado del puente que se entre abría. La negrura de mis manos se acercó y sacudió la sombra. Desde el interior de una maraña inconcebible de desperdicios surgieron los relieves de una criatura.

–¡Eh! ¿Qué mierda querés?
Nada –respondí, y aclaré:– es que alguien se metió entre mis cartones y luego salió corriendo como alma que se la lleva el diablo. Los estoy juntando.
–¡Carajo, que no se puede dormir tranquilo en ningún lado! –increpó la sombra a la nada húmeda y oscura que nos rodeaba.

La criatura, que tenía dos ojos inyectados impresionantes y un inconfundible acento del sur, miró para todos lados, bufó algo incomprensible y seguramente obsceno, y comenzó a reconstruir su caparazón de basura y oscuridad. Sobre mi cabeza podía sentir cómo el tránsito no sólo no se detenía, sino que nos pasaba por encima. El Sena estaba irónicamente calmo y el último bateau mouche atracaba en el minipuerto de la otra orilla. Un millar de estrellas brillaban innecesariamente en un cielo que recién se despejaba y que, despiadado, amenazaba con más frío.

–Y decime, vos, ¿sentiste un calor como cuando el vino hace efecto? ¿Escuchaste un chillido como de ave en el matadero? –preguntó con un inocultable dejo de temor la voz de la sombra aflorando la nariz entre las grietas del capullo y deteniendo todos su movimientos a la espera de mi respuesta.
–Sí –respondí con curiosidad y cautela–. Pero no entendí por qué reaccionó así… la estábamos pasando muy bien y yo…
–Entonces hay que salir disparando de este lugar y mantener los ojos bien abiertos –me interrumpió– porque las gárgolas de invierno salieron de caza… y no perdonan –aclaró recogiendo con una rapidez casi surrealista un puñado de sus bártulos y dejándose tragar a la carrera por la oscuridad más allá del puente.

Reconstruí mi abrigo de cartones que supieron contener ordenadores, equipos de música, cafeteras expresso y televisores de 30 pulgadas (¡esos cartones son los mejores!), e intenté olvidar el incidente y al tipo con acento del sur. Pobre diablo supersticioso, ¿no?  Usted seguramente se preguntará quién podría haber sido aquel visitante que penetrara la miseria de mi intimidad. ¿Una mujer hermosa tan perdida como yo? ¿Un depravado sexual? No, de esos nosotros estamos a salvo. ¿O habrá sido mi imaginación, mi deseo, el delirio que provoca el frío? Reconozco que, después de todo, sólo las ratas o algún extraterrestre podrían osar darle calor a este cuerpo olvidado y olvidable que insiste en existir. Pero…
Así que agité mi cabeza, organicé mis ideas y me dije: “Si mañana me despierto, voy a probar suerte en Notre Dame”. Como usted sabe bien, los turistas que vienen a sacar fotos de la catedral los domingos se conmueven y dejan buenas propinas al pie de las rarezas verdosas de la raza humana. Pero no conseguí muchas monedas ni tuve visita esa otra noche ni las siguientes. Por eso, desde aquella madrugada de domingo me voy cada mañana del lugar en el que dormí y me desperté entumecido para probar en otros. Busco el calor que me falta en este invierno desalmado que aplasta y que se pone cada vez más bravo. Y ahora lo dejo que ya es tarde.

El cielo está despejado y seguro que no va a llover, aunque el viento gélido lastime. Vamos a ver ese rincón que descubrí ayer cerca del Pont au Change, al pie de una de las escaleras que se sumergen en el río. Me pareció perfecto y esta botellita de tinto será la mejor frazada. Si me quedo quieto debajo de mis cartones, seguro que esta noche la gárgola volverá para abrazarme y sacarme el frío que se esconde en mi hojarasca. Pero esta vez no me volveré para preguntarle nada. Me quedaré tranquilo, en silencio, dejándome llevar y acariciar por su ansiado calor. 

No hay comentarios: