4 de mayo de 2011

La Imposibilidad De Un Puente


Foto montaje del biologuero

La imposibilidad de un puente
Alejandro Luque


Es tarde y siento que el tiempo se me escapa de las manos como una liebre. Sí, ese sentimiento de tener en la mira una presa invisible que, además, se refugia en otra dimensión. Aunque tengamos la posibilidad de una noche interminable por delante, me basta ese cruce de miradas en el vacío para entender que querés partir. Comenzamos a saludar a nuestros comensales, y quien había dicho ser ingeniero civil me propone, por formalidad, continuar en otro momento la discusión sobre puentes en ménsulas que habíamos iniciado durante el aperitivo. Mientras digo que sí, que por supuesto, te veo saludar con una sonrisa más armada que sincera a su mujer, quien nos había ahogado gran parte de la cena con sus cursos de reiki. Me ajusto la corbata, armo una mueca de complicidad idiota para despedir a la pareja y busco, en vano, algún otro mensaje en tu rostro. Me queda por ejecutar el gesto del hombre que toma a su esposa por la cintura y sonríe el rol social de solidez que esa mujer representa a su lado.

Fuera del restaurante, el barco propone la dicotomía de un corredor hasta el camarote o la escalera que se abre a la cubierta. Por necesidad de tabaco, y en ese silencio implícito que suele ensordecernos, apostamos a la humedad yodada de la noche atlántica.
–Un cigarrillo antes de que muera de aburrimiento –rogás mientras te envolvés los hombros con un mantón casi transparente.
–Sí, la cena fue un verdadero dormidero –replico ahuyentando sombras a manotazos y acercándome para darte fuego. Así comienzo el cortejo contra el tiempo que sé será difícil por la cena, por la hora y por el mismo intento de reconstrucción que animó este crucero.

Aceptás la llama en el cuenco de mi mano sin levantar la vista. Con ese gesto que conozco bien rechazás toda luz para sumergir tu mirada en la negrura que reina más allá de mí. Te apoyás sobre la baranda y me ofrecés tu perfil invulnerable, tu mirada perdida en un vacío de olas y mareas, tu cuerpo aquí pero allá. Reconozco en esa postura la imposibilidad de cualquier acceso, lo que despierta en mí la previsible actitud de derrocar tus cimientos sin brusquedad, de construir con delicadeza un puente en el aire con dos tablones que se unen en el vacío, y yo martillando los extremos romos en el medio.
–Simpático el ingeniero y su mujer, ¿no? tanteo el terreno.
–Se van a divorciar –interrumpís brutal sin dejar de observar la noche–. La mujer está harta y los papeles los esperan al desembarcar.
–Y él que me pareció un tipo copado y enamorado –remarco con la convicción de un adolescente.
–Sí –condescendés desde ese tono que revela la ambivalente posibilidad, y para que no quepa duda agregás–: pero el enamoramiento evidentemente no bastó.

Decido callarme y ganarle tiempo al tiempo para establecer un nuevo vínculo. Voy hacia vos, pongo en juego toda mi piel y toda la sensualidad que aún habita este cuerpo que ya nos queda demasiado viejo a los dos. Intento trasmitirte el calor del fuego inolvidable pero sólo recibo el tacto finísimo del tejido sobre tu espalda que, aún si abrigarte, deviene un escudo infranqueable. Acerco mis labios a tu perfil pero sólo percibo el delicado alejamiento de esos milímetros que establecen los kilómetros que nos separan. Abandonás la seguridad de la baranda cuando pretendo tomarte la mano. Mirádome bien de frente por primera vez en la noche, me decís:
–Tengo frío, me voy a dormir.
–Querida, yo…
–Estoy cansada y es tarde –volvés a cortar mi intento y lanzás la colilla fuera de la borda–. Te agradecería que vinieras al camarote cuando ya esté dormida. Tus ojos se impregnan de la oscuridad espumosa que habías estado admirando. –Buenas noches –rematás con esas dos palabras explosivas que desmoronan la posibilidad de cualquier puente. Enseguida, y como quien interpreta la realidad a través de un vidrio sobre el que cae la lluvia, veo el contorno de tu espalda que se aleja y se pierde en el hueco de la escalera.

Me arranco la corbata con furia y el viento que azota la borda me la arrebata de las manos con una ironía que me asombra. Vuelvo a pensar que es tarde. Tarde para todo intento en esta noche de crucero atlántico que se vuelve irreversiblemente gélida. A medio camino sobre mi pretendido puente, percibo la vasta negrura sin reparos que me recuerda el paso a seguir para matar al tiempo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Es autobiográfico o un ensamblaje de recuerdos, comentarios u observaciones?

Spartel

Alejandro Luque dijo...

No, no es autobiográfico.