4 de mayo de 2011

La Ráfaga

Foto del biologuero

La ráfaga
Alejandro Luque


Los pendejos caminaban en el mismo sentido que yo, pero por la vereda de enfrente. Eran cuatro, de entre doce y dieciséis años, que se divertían en insultar a los paseantes y torear a los coches. Yo los miraba de reojo, como hago de costumbre al cruzarme con una patota de desubicados que quieren llamar la atención. Siempre me viene esa necesidad imperiosa de ignorar aquello molesto en el intento de que pierda su importancia y termine desmaterializándose. Sí, como tantas otras veces, la incomodidad que ahora me producían esos imberbes excitados que gritaban idioteces para que uno los mirara, agitaba en mí el deseo de que los partiera un rayo o de que se los tragara la tierra.
No era el único que sufría esa animosidad pseudo-criminal. Una parejita acaramelada pasó presurosa en dirección contraria, justo en el momento en que uno de los pendejos, el más alto, le gritó al más joven, “¿Ves que sos un cagón, boludo?... ¿Para qué amenazás que le vas a tocar el culo, si a la final arrugás?”. Los tórtolos miraron hacia atrás de reojo y, con el gesto disimulado de quien tantea el cordón de la vereda antes de cruzar, aceleraron el paso en un silencio inquisidor y con los ojos perdidos en el recodo de la esquina, su ruta.
Yo no podía ser menos, así que me detuve frente a una vidriera y forcé mi interés en las ventajas de los envases de plástico y acrílico para la cocina. “Material inalterable y de fácil limpieza”, anunciaba el comerciante en un cartel de colores vivos y bien a la americana. “Cualquier día es el día de la madre”, y proponía más abajo: “¿Por qué no regalarle un especiero para disfrutar de sus comidas exquisitamente condimentadas?”.
 Desde mi posición podía ver a los pendejos reflejados en la vidriera del negocio. Se habían detenido casi en frente del lugar donde yo estaba parado. El más alto de los cuatro seguía increpando al menor, mientras que los otros dos, de mediana estatura, se reían y gesticulaban como pavos en plena época de celo. En tanto que el más chico, a juzgar por su altura respecto de los otros tres, no emitía palabra y no hacía movimiento alguno. Su pasividad y el aire de resignación profunda y receptiva me recordaron que, en situaciones descontroladas o violentas, suelo adoptar una actitud similar. Por ejemplo, esa especie de desconexión imperiosa y vehemente que me embarga cuando escucho al psicótico de mi jefe gritar a cuatro voces que soy “un inútil al que no se le puede encomendar ninguna responsabilidad sin que eso me cueste un dolor de cabeza”, y que está “asombrado –más exactamente, a-no-na-dado– por la falta de criterio de sus empleados frente a los menesteres obvios”. Los maravillosos y eternos plásticos para el hogar maternal no consiguieron enternecer mis bolsillos de descastado, así que decidí seguir mi camino como quien no quiere la cosa.
Ya había ganado cierta distancia respecto de los alborotadores y un poco de indiferencia natural en la situación, cuando llegué a la esquina del semáforo. Una ráfaga de viento brutal e impredecible gesto atípico del tiempo en esa época del año y un grito de alarma a mis espaldas “¡No, boludo! ¡No te calentés al pedo!”, me golpearon el pecho.
Me volví y miré hacia la fuente del disturbio cuyos decibeles habían superado ampliamente los anteriores. A primera vista, nada nuevo: tres adolescentes discutiendo con el más joven, el que no se había atrevido a tocar un culo; los cuatro detenidos a unos treinta metros de la esquina; el más alto haciéndole frente al más bajo, y los otros dos gansos asiamesados parados por detrás. Un reflejo, que surgió desde las manos del más joven, me llamó la atención. Sin terminar de percatarme de lo que estaba sucediendo, escuché que el mayor volvía a gritar, esta vez con tono desesperado “¡Pará boludo, que era en joda!... ¿Qué hacés?”. Sin cambiar de posición, el más chico replicó con tono seguro y llano, “Ahora van a ver si soy un cagón...”.
 Creo que mi cuerpo entendió más rápido que mi mente lo que pasaba. Sin pensarlo, comencé a caminar en dirección del grupo en la otra vereda. Los dos pendejos de mediana estatura se habían quedado paralizados. Tenían las bocas desencajadas y los ojos desorbitados, los dos muy juntitos. En tanto que el mayor insistía “¡Era en joda, boludo!”.
El más bajo llevó la navaja hasta su cuello. Con una mirada de delirio desafiante hacia el más alto, hizo un movimiento en sesgo limpio y seguro. Grité “¡No!” y corrí hasta el lugar. El crío, que despedía sangre desde la garganta como un sifón, se desplomó en el suelo antes de que llegara. Me arrodillé mecánicamente a su lado sin saber bien qué hacer. “¡Llamen a una ambulancia!”, increpé indignado a los otros tres que se habían quedado absortos frente al cuerpo de su amigo bañado en sangre. Entre estertores, el pibe musitó algo así como “No me gustaba ese culo…”. Tal vez haya querido agregar otra cosa pero, con la garganta ya ocluida, sólo pudo emitir una especie de sonrisa desencajada. “¡Hagan algo, carajo!” ordené. Fue la frase que usaron los tres pendejos para esfumarse. El bombeo de sangre desde el prolijo tajo en el cuello del mocoso comenzaba a menguar. Intenté contener la hemorragia con mis dos manos, pero ya era tarde. El charco rodeaba el cuerpo como un manto de terciopelo púrpura. Sobre su abdomen inmóvil, la navaja brillaba rojiza e imperturbable. Una nueva ráfaga de viento delató el frío recorrido de una lágrima incomprensible sobre mi mejilla.
Miré desconcertado al chico tendido en el suelo. Había algo que no encajaba del todo en la escena. Busqué en mi entorno inmediato, pero todo parecía estar en orden. Luego giré la cabeza hacia la vereda de enfrente. Allí estaba yo, parado de espaldas a la acera. Escudriñaba la vidriera de regalos. Más arriba titilaba con una parsimonia sardónica el nombre del negocio en neón rosado “HOGAR & PLÁSTICOS”, pero algunas letras no estaban iluminadas, por lo que se leía “HASTIO”. Eso era lo que no encajaba.
Seguí caminando hasta la esquina y allí me detuve para esperar la ráfaga de viento que habría de golpearme el pecho. Después de unos segundos de espera calculada, crucé decidido la calle abrigándome el cuello con la bufanda que me tejió mamá. Sin prestar atención al mundo detrás de mí, me alejé del lugar silbando un tema del flaco que ahora no recuerdo.

No hay comentarios: