4 de mayo de 2011

El Lunar Violeta

Fotomontaje del biologuero

El lunar violeta
Alejandro Luque


Desde la inusitada aparición del lunar violeta en la palma de la mano izquierda, muchos pensamientos oscuros te habían guiado a lugares aún más tenebrosos. Ninguno de esos lugares incluía la visita al consultorio de tu médico, ya que estabas convencido del espantoso diagnóstico que flotaba implícito en cada uno de tus soliloquios. El terror intentaba aflorar por las hendijas de tu cotidianeidad, pero te las arreglabas bien para contenerlo en su jaula con osados recursos.
Lo primero que hiciste fue tatuarte con henna un símbolo en forma de estrella heptagonal cuyo centro incluía esa protuberancia violácea. Pero en menos de veinte días, la figura amarronada desapareció y el lunar terminó por cobrar una magnitud aún más inquietante. Luego decidiste vendarte la mano con la excusa de cubrir un cierto corte profundo, producto del descuido al preparar una salsa criolla. La idea funcionó hasta que entendiste que era una nueva solución transitoria, “Una herida desaparece, cuanto mucho, al mes de producida”.
Así fue que concluiste que lo más adecuado sería eliminar la mano, y con ella el lunar. “Es lo mejor: la vieja hacha, y a morderse los dientes”. Fuiste al galpón en el patio de tu casa donde te costó un buen rato ubicar la herramienta en medio del desorden acumulado por años. Allí estaba, arrumbada y herrumbrada, pero aún digna e imponente. Un roce del filo con tu pulgar te estremeció las entrañas, ya que el óxido había carcomido la lámina. La dejaste en el mismo rincón en el que la encontraste, recogiste de una caja vetusta un ovillo y ya te volvías pensando en que el machete para la carne sería más apropiado, “más manipulable y no tendré necesidad de aplicarme la antitetánica después”, cuando el hacha perdió su equilibrio y ¡pum! cayó a tus espaldas. “Bueno, si así lo querés, serás testigo. Pero entendé que por razones de higiene y prevención el machete ha sido designado el agente de la amputación”.
La recogiste, entraste con ella a tu casa y la apoyaste sobre la pared del comedor, frente a lo que habría de ser la improvisada sala de operaciones, “¡En primera fila!”. Fuiste a la cocina a recoger el machete cuando pensaste que necesitarías la botella de alcohol del botiquín “para desinfectar, no sea cosa”.  Volviendo del baño con el desinfectante, mudaste tu sillón de lectura al centro de la habitación, te sentaste y comenzaste a inmovilizar esa mano inquina sobre el reposabrazos con varias vueltas de hilo sisal. En unos minutos tu miembro se puso morado por la falta de irrigación, al punto de que el lunar comenzó a perderse de vista con ironía, como arrepintiéndose y tomando conciencia de lo que iría a ocurrir, pero lo ignoraste y seguiste con tu cometido. “El último nudo y sin moño”. El brazo con el vergonzoso estigma se había dormido. “¡Mejor!... Menos dolor”.
Probaste si todo estaba bien seguro. Tiraste con tu cuerpo y verificaste que habías hecho un buen trabajo. Recordaste aquella mañana cuando eras un niño y habías atado a tu tía abuela en su sillón mecedor porque jugabas a que eras un indio y ella la cautiva. La dejaste varias horas inmovilizada. Inútiles fueron sus súplicas y advertencias, como vanos sus esfuerzos por librarse de las ataduras. Al ver el chorro de líquido ambarino que caía por debajo del sillón, te acercaste por detrás de la cautiva con cautela y empezaste a aflojar las cuerdas con precaución. Cuando consideraste que podía terminar sola, saliste corriendo y te escondiste por el resto de la tarde.
“¡Bueno, hagámoslo!”. Buscaste el machete a tu alrededor, pero entonces te diste cuenta de que lo habías olvidado en la cocina, “¡qué imbécil!”. Con desesperación, recorriste mentalmente el camino y te precipitaste sobre el utensilio que había quedado sobre la mesada. Volvías con él. En realidad era el machete, brillante y desafiante, el que colgado del aire avanzaba con lentitud a la altura de tu cabeza apuntando al lugar en el estabas sentado. Pero a sólo un metro de su destino, el hacha celosa y sensiblera volvió a perder su equilibrio y ¡plof! se desplomó. Lo que provocó que el machete ingrávido también abandonara su impulso y ¡zipaf! cayera a unos metros, justo en frente de tu campo de visión.
Como los de tu pobre tía para evitar hacerse encima aquella tarde, infructuosos fueron tus innumerables intentos por atraer el machete hacia el sillón. Y tu ira fue en aumento al ver que lo único que lograbas mover a distancia ¡zifzif! era el hacha pesada y vetusta que se meneaba insolente como una serpiente por detrás del machete. “¡Carajo! ¿No entendés que no es con vos la cosa?”.
Quietud y silencio total. El corazón parecía haberse alojado en tu brazo inmovilizado, muy inflamado y ya casi azul. Mientras que una horda de termitas voraces te recorría las venas, pensaste que tendría que haber otra solución. Y de ello te convenciste sin saber cuál sería, en verdad. Abatido, pero no vencido aún, desanudaste el hilo y liberaste el miembro exangüe.  
Tu brazo, grotescamente marcado por las ataduras, necesitó horas para recuperar su circulación normal. Durante todo ese tiempo, las hormigas en su interior parecían devorarlo. Las muy malditas persistían con sus pellizcos dolorosos en la carne, a pesar de que las rociaste varias veces con el derribante para jardines. Lo peor fue que, al rato, el lunar violeta volvió a aparecer, indemne y orgulloso, y en tu opinión habiendo ganado innegables centímetros en la palma de tu mano.
Por una nueva hendidura de tu conciencia, el terror pretendía filtrarse otra vez. Pero para contenerlo en su jaula, un nuevo plan de batalla ya se estaba urdiendo en tus abismos de guerrero: “¡Un balde repleto de soda cáustica!”.

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